Por Elizabeth Yang, Thiago Flamé | Resumen Latinoamericano, 12 de abril de 2021.
Fuentes: Izquierda Diario [Imagen: Bolsonaro junto al general Villas Bôas, en un acto con militares. Créditos: Marcos Corrêa/PR. Fotos Públicas]
La reciente explosión de masas contra el gobierno derechista de Paraguay muestra un camino posible para la catastrófica crisis generada por Bolsonaro y el régimen golpista vigente en Brasil. Pero esta no es la única perspectiva.
Como muestra la reciente celebración descarada del golpe militar de 1964 por parte de las Fuerzas Armadas y el gobierno sin mayores protestas por parte de los sectores del régimen que ahora se ponen la máscara de “democráticos”, la operación en curso para preservar a los militares de la catástrofe que ayudaron a crear, tiene por objetivo mantener su relación con la extrema derecha como una fuerza condicionante de cualquier futuro gobierno, aún el de Lula. Si no estallan procesos de lucha de clases que sean no solamente en contra del gobierno sino también en contra de la responsabilidad de los militares sobre el mismo (al contrario de lo que dice la descarada propaganda de los valores “democráticos” de las FFAA) el régimen golpista se preparará para una “transición” que le va a permitir mantener lo esencial de su legado.
En la semana en que el número de muertos superó el promedio de tres mil por día, la dinámica de la crisis política brasileña trajo otro hecho inesperado. La destitución del general Fernando Azevedo del Ministerio de Defensa y, acto seguido, la renuncia conjunta de los comandantes del Ejército, Armada y Fuerza Aérea. Esta primera crisis militar en la administración del ex capitán Bolsonaro, expuso su creciente desgaste y las tensiones y divisiones que atraviesan al generalato, los políticos del centrão y las clases dominantes. En la semana del 57 aniversario del golpe militar de 1964, se expuso como nunca antes la colaboración con los militares de los principales medios de comunicación opositores a Bolsonaro. Ya hay más de 6 mil oficiales en actividad con cargos en el gobierno federal, con generales dirigiendo un tercio de las empresas estatales y los principales ministerios, siendo una realidad el regreso de los militares a la política, con todas las contradicciones y peligros que esto implica. Con casi total ausencia de protestas por parte de la oposición y el silencio de los principales medios de comunicación, pasó desapercibida la reivindicación del nuevo ministro de Defensa, Braga Netto, del golpe de 1964, con un contenido similar a la nota emitida el año pasado por el ministro destituido, reafirmando que el autoritarismo reivindicado por el gobierno y los militares ya se instaló como una “cultura”, aceptada por todo el espectro opositor anti-bolsonarista, que en forma desfachatada se hace pasar por “ democrático ”, a pesar de la participación en el golpe institucional.
En su carta de renuncia, el general Fernando Azevedo afirma que “preservó a las Fuerzas Armadas como institución del estado”. Eso fue suficiente para que toda la prensa transformara la frase en titulares de los principales diarios, tratando de empaquetar con la ilusión de supuestas tradiciones “democráticas” y “legalistas” de la mayoría del Alto Mando, que estaría organizando una ruptura con Bolsonaro porque quiere manipular al ejército para beneficio de su gobierno.
Tras la incertidumbre generada por la destitución conjunta, sin precedentes, de los comandantes militares, el diario Folha de São Paulo, uno de los más importantes del país y opositor a Bolsonaro, ya publicó dos artículos, uno a nombre de uno de sus principales columnistas, Helio Swartz, en el que defiende abiertamente un golpe militar para deponer al gobierno de Bolsonaro. En la columna titulada “¿Y si dieran un golpe contra Bolsonaro?” defiende no un acuartelamiento con tanques en las calles, sino un golpe blanco, bajo presión de los generales para la renuncia del presidente. Folha de São Paulo, un diario que dice ser democrático, regresa a su hábitat natural, el mismo que durante décadas prohibió que la expresión “dictadura militar” fuera utilizada por sus periodistas. Así, deja en claro por qué fue uno de los primeros partidarios de la Operación Lava Jato que dio lugar al autoritarismo del poder judicial y aplaudió cada una de las medidas ultraneoliberales de Paulo Guedes. Lo importante es garantizar los intereses de las clases dominantes, con el gobierno o el régimen que sea más funcional para esto.
El propio Lula ha señalado, de manera sistemática en sus discursos, que no ve ningún problema en que los generales de reserva ocupen cargos de gobierno y que cuando él era presidente su relación con las Fuerzas Armadas era muy buena. Sus declaraciones son para su campaña electoral del 2022, que pasa por la ausencia de oposición real a las reformas más reaccionarias, su insistencia en «perdonar» el golpe, y la completa parálisis de los sindicatos liderados por el PT ante los ataques que siguen avanzando a toda máquina en medio de la crisis. Es notorio, que como parte de estos movimientos y señales del PT, se sumen el acercamiento con políticos tucanos (PSDB) que al igual que Fernando Henrique Cardoso, ya han declarado cínicamente que se arrepienten de haber apoyado a Bolsonaro en la segunda vuelta en 2018.
Ante el debilitamiento del gobierno de Bolsonaro, la escalada de la pandemia que superó incluso las sombrías predicciones del gobierno federal de que llegaríamos en marzo con 3.000 muertos por día (el récord hasta ahora ha sido de más de 3.800), el colapso del sistema de salud a nivel nacional, el temor de un colapso del sistema funerario en abril y el resurgimiento de la crisis económica y el desempleo, el “bonapartismo institucional” teme que las probables explosiones sociales y revueltas populares puedan amenazar el trabajo económico del golpe institucional y ponga en riego sus propias cabezas. Como comentamos en un artículo anterior, la rehabilitación de Lula es parte de una operación política para una salida no traumática de Bolsonaro del poder, en el que se preserven las medidas económicas del golpe institucional, así como el papel de instituciones no electas por el voto como la Corte Suprema y los propios generales, que son centrales en el régimen golpista institucional.
Ninguna de estas articulaciones hará retroceder el trabajo hecho por el golpe institucional, ni tendrá el poder de hacer que vuelvan los militares a los cuarteles. Ya sea con una nueva victoria de Bolsonaro en 2022, o con una victoria de Lula u otros opositores, las fuerzas armadas habrán preservado, e incluso profundizado, su papel de supervisión sobre el régimen político y el gobierno. La extrema derecha es una fuerza social que no estará desarticulada electoralmente (suficiente evidencia es el hecho de que, incluso en el apogeo de su desgaste, Bolsonaro conserva una base dura de apoyo del 25%) y seguirá siendo una fuerza de oposición en caso de una derrota electoral, y los militares mantendrán las posiciones que han conquistado dentro del estado y serán una fuerza bonapartista, apoyada por esta base de extrema derecha, que pesará sobre cualquier gobierno electo. Por lo tanto, solo una acción de las masas que hoy sufren la catástrofe pandémica sumada a una crisis económica y social sin precedentes, que apunta no solo contra Bolsonaro, sino también contra los militares, los gobernadores, la Corte Suprema, el Congreso, o sea, frente al conjunto de fuerzas golpistas, puede impedir que las fuerzas de extrema derecha y los militares como su expresión estatal sigan determinando el rumbo del país.
Un Bolsonaro acorralado ensaya aventuras militares
No fue solo la destitución de los comandantes militares lo que marcó la última semana de la política brasileña. También hemos visto un intento del gobierno de Bolsonaro de llevar la disputa política al terreno directamente militar, donde cree que es más fuerte. Fue en el estado de Bahía, gobernado por el PT, donde el bolsonarismo y sus partidarios en las fuerzas policiales intentaron provocar un motín policial que llevaría al ejército a intervenir, como ya lo había hecho, con relativo éxito, en Ceará antes del inicio de la pandemia, en el episodio que terminó con un senador baleado y un general actuando como mediador entre el gobierno estatal opositor y los policías amotinados de Bolsonaro.
Esta vez el intento tuvo objetivos más amplios. Bolsonaro quería crear una situación en la que la Policía Militar de Bahía se negara a cumplir con las órdenes de aislamiento social y el toque de queda dictadas por el gobierno del Estado. En internet, los bolsonaristas llamaron abiertamente a los policías para que no cumplieran las órdenes de sus comandantes y el gobierno trató de actuar bajo el amparo de la Corte Suprema, que legalizó la declaración de estado de sitio o la defensa contra gobernadores que decreten aislamiento obligatorio. El episodio terminó en un gran fracaso, con un policía amotinado intercambiando disparos y siendo asesinado por las tropas en servicio de la Policía Militar bahiana, que se mostraron (en el pasado) dispuestas a ir a un motín por razones salariales, pero no contra el aislamiento obligatorio.
Como una bestia acorralada, Bolsonaro intentó defenderse atacando. Su situación es de creciente desgaste, pero sigue siendo diferente al nivel de aislamiento que alcanzaron Fernando Collor de Mello y Dilma antes de quedar separados del cargo. La carta de más de 500 ejecutivos vinculados al mercado financiero y la presión empresarial para un cambio de rumbo en la lucha contra la pandemia sumado a las advertencias de su aliado en la presidencia de la Cámara de Diputados pusieron al gobierno a la defensiva. Sin embargo, incluso estos sectores no avanzan hasta el punto de una ruptura abierta con el gobierno y una campaña disruptiva. Más bien, quieren quitarle todo lo que puedan al gobierno de Bolsonaro, que ya les ha dado la reforma de las jubilaciones, la autonomía del banco central, y todavía quieren que entregue más hasta el final del mandato, como la privatización de importantes empresas de propiedad estatal. Para eso necesitan que Bolsonaro se discipline en el combate a la pandemia, algo que el ex capitán se resiste a hacer, pues sabe que la combinación de ataques económicos cada vez más profundos y una conducción consensuada de la pandemia podría reducir en gran medida sus posibilidades contra Lula en 2022.
Además de este sector, que hoy representa a la mayoría de los empresarios y financistas brasileños, Bolsonaro todavía encuentra un apoyo más sólido en otros sectores radicalizados de la clase dominante, especialmente en los empresarios de la soja, involucrados en sus disputas con la Corte Suprema, o en los sectores extractivistas que apoyan fuertemente la política de deforestación del Amazonas. La economía brasileña continúa hoy a dos velocidades. En el Medio Oeste y Norte del país, regiones dominadas por el cultivo de la soja y controladas políticamente por los terratenientes, el PBI creció en 2020 incluso en medio de la crisis pandémica, así como en el interior donde la agroindustria tiene un peso económico decisivo. Lo opuesto sucedió en los grandes centros urbanos, que cayeron en la recesión. No es por casualidad, que la mayor base de apoyo a Bolsonaro venga de esas regiones del interior, con peso de la agricultura, mientras cae en las grandes capitales, inclusive las de sur del país, donde la base de extrema derecha del gobierno siempre fue muy fuerte.
Es esta clase terrateniente la que más abiertamente apoya la política de armamento civil de Bolsonaro, para poder armar sus propias milicias contra el movimiento campesino e indígena sin obstáculos. Junto a los pastores evangélicos, que han ampliado enormemente su poder en los últimos años, estos empresarios forman una élite con pocas esperanzas de imponer su programa y su hegemonía por vía electoral y han sido una base sólida para todos los avances bonapartistas y golpistas del gobierno.
Al final, a Bolsonaro le salió el tiro por la culata. No logró involucrar a las Fuerzas Armadas en su provocación en Bahía y el intento de lograr un mayor control sobre los altos mandos de las Fuerzas Armadas, que era el objetivo de la renuncia del ministro de Defensa, se revirtió en su contrario, con la destitución de los comandantes militares. El resultado de esta renuncia colectiva fue separar a las Fuerzas Armadas del gobierno y demostrar que hay una mayoría entre los militares en contra de la conducción que ha dado el gobierno de Bolsonaro para combatir la pandemia, y que no están dispuestos a ir en contra de los gobernadores en el tema del aislamiento obligatorio. El símbolo de esto es la selección del general Paulo Sérgio como nuevo comandante del ejército, cercano los detractores Edson Pujol y Villas Boas, y que se opone a las declaraciones negacionistas del gobierno en la pandemia.
La reforma ministerial del gobierno, además de los cambios en el Ministerio de Defensa y este frustrado intento de imponer más subordinación a las Fuerzas Armadas, también tuvo otros tres componentes fundamentales. La salida del canciller, Ernesto Araújo, que se explica por la presión directa de la nueva administración de Biden, que ya había mostrado varios indicios de que no aceptaría a un jugador de Trump que apoyó la acción sobre el capitolio en el misnisterio de relaciones exteriores del principal país de América del Sur. Sin apoyo entre la clase política y ningún sector empresarial del país, era un hecho que Araújo no se podría mantener. El espacio del llamado centrao (un grupo de partidos y políticos de derecha que establecen relaciones carnales y corruptas con los gobiernos del turno) ha aumentado su peso, particularmente entre los aliados del presidente de la Cámara de Diputados, Arthur Lira. El tercer elemento fue que Bolsonaro, a pesar de las enormes concesiones, fortaleció su control sobre algunas carteras clave para hacer factibles las aventuras militares contra el encierro de los gobernados, además del Ministerio de Defensa, se fortaleció en el Ministerio de Justicia y en la AGU (Fiscalía General de la Nación).
Las disputas en los comandos militares
Desde las primeras declaraciones públicas de los generales en el lejano año 2017, hemos visto dos tendencias en el Alto Mando del Ejército, tanto golpistas como bonapartistas, pero que parecen diferir en cuanto a cómo operar. La primera declaración pública de un general fue la de Hamilton Mourão, ahora vicepresidente, en 2017, amenazando con que si la Corte Suprema no sacaba a los elementos corruptos de la vida pública, el ejército lo haría, y también diciendo que esta opinión era compartida por el Alto Mando. Esto llevó al entonces comandante Villas Boas a hacer público, “para aclarar”, que los militares respetan la constitución y que Mourão se refería a las elecciones de 2018. En ese momento, el comunicado fue interpretado por la prensa como una muestra de la posición legalista del Alto Mando, que resultó ser falsa en los años siguientes y con la presión del propio Villas Boas sobre el Superior Tribunal Federal para garantizar el encarcelamiento de Lula en 2018.
Lo que se mostró en ese episodio no fue una disputa entre legalistas y golpistas en las fuerzas armadas, sino una diferencia sobre el modus operandi de la tutela militar. Sectores del Alto Mando prefirieron una actitud más discreta, quedando como segundo violín del Lava Jato y el bonapartismo judicial. Otra ala representada por Mourão, buscó un mayor papel directo de los militares en la política nacional. Esta diferencia entre las formas de ejercer la tutela militar se ha expresado en varias crisis políticas desde entonces, pero siempre dentro de un aparente consenso en la cúpula militar de que esta tutela era necesaria. En estas disputas, no hay un supuesto combate a la corrupción, del cual el Alto Mando se abandera. Cada vez más personas ven la política de rapiña de los militares en el presupuesto nacional. El ejército ya se ha convertido en la mayor empresa contratista empleada por el gobierno federal, controlando miles de millones del presupuesto, han surgido casos de Cloroquina (medicamento para tratar la malaria) sobrefacturada, producida por el propio ejército y otros pequeños escándalos que muestran que desde el gobierno de Fernando Henrique Cardoso son garantes de gobiernos corruptos y que ahora ellos mismos han decidido gestionar los desvíos de los fondos públicos.
La dinámica de este proceso ha sido en general la siguiente: los generales más aventureros tratan de poner al conjunto de las Fuerzas Armadas ante hechos consumados que los obligan a intervenir. Así, Mourão obligó al comandante Villas Boas a hablar públicamente cuando no quería. Luego, el general Ecthegoyen (general de una de las familias más tradicionales del ejército, históricamente vinculada a los servicios de inteligencia y tortura, parte de la línea dura durante la dictadura militar) como ministro del gobierno de Temer arrastró a una intervención federal en Río de Janeiro, un experimento al que Villas Boas se había opuesto públicamente meses antes en entrevistas en los medios. Como sabemos, Bolsonaro no fue el candidato preferido del Alto Mando desde un principio. Adhirieron de conjunto cuando se convirtió en el candidato favorito, pero fue solo ante la salida de Sergio Moro del gobierno, los disturbios policiales, la pandemia y más en conjunto con el debilitamiento sucesivo del gobierno, que los generales activos tomaron cada vez mayor responsabilidad en puestos clave como el de Jefe de Gabinete, la articulación con el Congreso, el Ministerio de Salud, Petrobrás, etc. A pesar de la derrota sufrida por Bolsonaro en su último intento de subordinación aún mayor, especialmente en lo que respecta al desarrollo de la pandemia, este nivel de compromiso con el gobierno se mantiene firme.
También es fundamental comprender los vaivenes del Alto Mando, las contradicciones que recorren las bases de las Fuerzas Armadas. El apoyo que tiene el bolsonarismo en los rangos medios y bajos es y siempre ha sido mayor que la simpatía que suscita en el Alto Mando, así como es más popular en el Ejército que en la Armada y la Fuerza Aérea (que fueron mucho más beneficiados por el lulismo y contra el cual, en parte, se volvió hacia el propio Lava Jato). Es posible que la reciente ofensiva de Bolsonaro para imponer una mayor subordinación tuviera como objetivo alejar a sectores de la cúpula más resistentes y promover otros más alineados. Sin embargo, su derrota también puede ser síntoma del malestar con el gobierno entre los soldados, cabos y sargentos, que estaban molestos por la reforma de las jubilaciones de los militares que incluía aumentos de sueldos de hasta el 50% para los generales y recortes de sueldos para los soldados retirados de bajo rango.
La toma de posesión de la nueva administración de Biden también ha sido un factor que presiona a los militares, que tienen mil y un vínculos con el estado profundo norteamericano para buscar un nuevo reacomodamiento. Aún no está claro qué política tendrá Biden para Bolsonaro, porque pesa mucho que en Brasil haya un presidente abiertamente aliado a Trump y las disputas relacionadas con la agroindustria, que son la base de las presiones «ambientalistas» de Estados Unidos sobre Brasil. También es innegable que el alineamiento de Bolsonaro con EE. UU. en la disputa con China, tenga peso en el sentido de encontrar alguna forma de convivencia, donde la tutela militar podría jugar un papel estabilizador clave.
Solo la acción de masas puede revertir las derrotas del golpe
El golpe institucional sirvió para impulsar reformas estratégicas a favor de la burguesía para alcanzar mayores niveles de explotación. La Propuesta de Enmienda Constitucional (PEC) sobre los gastos congeló el gasto social durante dos décadas. La Reforma Laboral que fue aprobada en 2017 por el gobierno de Temer, dejó más del 40% de trabajadores en el sector informal, e incluso permitió la precarización llamada “uberización del trabajo”; La Reforma de la Seguridad Social y los ataques a los servidores públicos son todos contra los trabajadores y las masas populares. Las privatizaciones de filiales de Petrobrás, aeropuertos, terminales portuarias y otras que aún se encuentran en la lista también.
Lula y el PT con su propuesta programática “¡Defender la vida es derrotar a Bolsonaro!”, denuncia las reformas como un discurso neoliberal fracasado. Pero en ningún momento plantea la necesidad de revertir estos ataques. Ni siquiera llama a organizar la lucha de los trabajadores y las masas para derrocar a Bolsonaro e imponer un programa obrero y popular para enfrentar la pandemia. La única forma, para Lula y el PT, serían las elecciones de 2022 o el largo proceso de juicio político (impeachment). Todo sería pactado con las fuerzas políticas, judiciales y militares que formaron parte del golpe, para que nada se escape a los cauces institucionales del régimen golpista.
Entonces, es necesario hacerse una pregunta. ¿Es posible revertir las derrotas por la vía pacífica de las elecciones, sin imponer una nueva relación de fuerzas con la lucha de clases?
Incluso hoy, hay leyes de la dictadura militar que todavía tienen vigencia en Brasil. La Ley de Amnistía de 1979, es considerada por el Senado actual como la transición a la democracia, pero en realidad es la que garantiza la impunidad a los torturadores de la dictadura. El artículo 142 de la Constitución de 1988 asegura a las Fuerzas Armadas el papel de garante del orden interno, dispositivo abiertamente golpista insertado en la Constitución. La Ley de Seguridad Nacional (LSN) redactada durante la dictadura, de hecho sirve para tratar como delincuentes a los opositores y como delito a las diferencias políticas, y fue muy utilizada en el último tiempo por Bolsonaro y el STF (Supremo Tribunal Federal). Todo el aparato del SNI (Sistema Nacional de Información), el servicio de espionaje político de la dictadura, se mantuvo bajo un nuevo nombre, “Abin” y hoy está comandado por el general Heleno.
En el caso de Chile, la transición a la democracia se produjo a partir de un referéndum para decidir si Augusto Pinochet permanecería en el poder por diez años más. Del 83 al 86 hubo movilizaciones y huelgas importantes contra la dictadura, pero entre derrotas y desvíos la burguesía logró una salida institucional mediada por aquel plebiscito de 1988 (que a pesar de la derrota de Pinochet legalizó toda la «obra» de la dictadura). Así lograron imponer el neoliberalismo que recién fue sacudido por la lucha en las calles de las sucesivas movilizaciones de masas que se vienen dando en Chile solo en los últimos años.
El régimen chileno salido de la dictadura fue llamado por muchos marxistas como «democracia blindada». Pinochet permaneció siendo comandante del ejército hasta 1998, y luego como senador vitalicio.
Trotsky discutió en “¿Adónde va Francia?” en 1936, que “La tesis marxista general, según la cual las reformas sociales no son más que los subproductos de la lucha revolucionaria, reviste una importancia candente e inmediata en la época de la declinación capitalista. Los capitalistas no pueden ceder algo a los obreros más que cuando están amenazados por el peligro de perderlo todo” [1].
Por lo tanto, pensar que con el regreso de Lula a la presidencia en 2022 se garantizará la reversión de las derrotas en las reformas laborales es un error. Las vías institucionales de la democracia están al servicio de mantener el dominio de la burguesía y los avances que esta logra en la explotación del trabajo. Solo como subproducto de las luchas radicalizadas es posible, de manera más o menos estable, revertir las derrotas y recuperar los derechos de las masas. Todo el miedo de los golpistas que los llevó a rehabilitar a Lula demuestra que esta perspectiva de lucha es posible.
Nota
[1] León Trotsky, ¿Adónde va Francia? Diario del exilio, Obras Escogidas 5, CEIP “León Trotsky”, página 85.
Fuente: Rebelión