No nos engañemos. No es la sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatut el rejón de muerte de las autonomías. Es la propia Constitución la que las tiene condenadas a un callejón sin salida. Aunque habla con calculada ambigüedad de «nacionalidades y regiones» y de derechos históricos de los Fueros, instaura por encima de todo la unidad nacional, indisoluble y soberana. Como si la rojigualda, que no la roja, fuera la única que envuelve la península. La reprobación de la fiesta taurina es sólo un detalle. Hay otras muchas señales, además de la lengua y la voluntad, que avalan la diversidad de pueblos: la actitud ante la monarquía, la entrada en la OTAN, etc.
La República otorgó estatuto a las dos autonomías históricas, Euskadi y Catalunya. Con Galicia, las tres se merecen la categoría de «nacionalidad». No así la mayoría de las otras comunidades que aceptan de buen grado la española. Los padres de la Constitución creyeron que regalando estatutos a 19 comunidades contendrían las aspiraciones de las históricas y por difuminación contrarrestarían aquéllas. El «café para todos» en absoluto ha satisfecho a las primeras y sí ha despertado un rabioso espíritu de emulación, iniciado en Valencia, que exige para sus estatutos todas las mejoras que obtengan aquéllas. El resultado es un estado inflacionado de autonomías hasta la saturación, cuyos costes pueden con su economía en crisis.
Las dos autonomías históricas, tras 25 años de escarceos, han librado por fin sendas batallas serias por cambiar el signo de sus estatutos. Ambas han optado por vías muy diferentes. Y ambas han fracasado, pegándose un batacazo histórico, a cual mayor.
La reciente sentencia del Tribunal Constitucional ha golpeado de forma traumática el espinazo del pueblo catalán. A la vista de las declaraciones de los líderes y, sobre todo, de la multitudinaria manifestación, uno creía asistir al amotinamiento de un pueblo. Consideran intocable el Prólogo de su Estatut, que reclama el término nación para Catalunya. Catalunya no acepta el Estatut sin alas. «Si nos cierran la puerta al federalismo, abriremos la del independentismo». Unánime es el eslogan «Somos Nación. Queremos decidir», igual que el plan Ibarretxe. Ambos procesos, de recorridos tan distintos, al fin comparten el lema.
A diferencia del plan Ibarretxe, estrangulado en el Congreso de Madrid, los catalanes han completado el ciclo previsto por la Constitución: aprobado en el Parlament por el 90 %, refrendado en referéndum popular, aprobado finalmente por el Congreso de Diputados. Pero bastó el recurso del PP para activar el cepo último, el Tribunal Constitucional, órgano a todas luces prevaricador por su composición, incumplimiento de plazos y por arrogarse el poder de la representación popular. El Tribunal Constitucional se ha constituido en el sumidero de la democracia del reino.
¿Dónde están los Imaz que contraponían el plan Ibarretxe a la vía catalana, repudiando una por sediciosa y elogiando la otra como exquisitamente democrática? El Tribunal Constitucional ha puesto en evidencia la Constitución, que dejó bien atado el legado principal de Franco, la unidad de España. Es donde siguen trabadas la transición y la democracia. Han hecho falta 30 años para que algunos constaten el callejón sin salida del Estado de las Autonomías.
A pesar de sus declaraciones altisonantes, no podemos fiarnos mucho de algunos partidos, catalanes o vascos. Las aguas independentistas han ganado volumen en Catalunya, como avalan las estadísticas, y por primera vez se mostraron más bravos que los vascos en el debate del Estado de la Nación: «No cuente con nosotros, Sr. Presidente». A los días, Montilla vuelve a la obediencia socialista y abandona el Prólogo que había jurado defender. Se desinfla el amotinamiento. Por su parte, CIU, con su abstención de cara a futuros presupuestos, acaba dando oxígeno a Zapatero. Con todo, es voz común que Catalunya ha cambiado.
Por crítico que se manifestara el Sr. Erkoreka en el debate frente al presidente, afeándole su geometría-geografía variable, dejó un resquicio para el amor imposible, al que Zapatero se agarró como a un clavo ardiendo. Seguidamente, los jeltzales lanzaron el farol con los quince puntos de las exigencias históricas. A mi juicio, olvidaron la más elemental, la de la derogación de la Ley de Partidos, la que les apartó de Jaurlaritza y la que más daña al pueblo vasco de cara a las elecciones. Que aseguren por ahí encabezar las instituciones forales y municipales, que es lo que les preocupa.
En septiembre me temo que retomarán la política de la escudilla, que es la vía más antigua y la más utilizada por unos y otros: mendigar la tajada revendida una y otra vez a cambio de lo que sea. Si faltan tantas transferencias, ¿no será porque en Madrid las guardan para ir soltándolas a cambio de los apoyos presupuestarios? ¿Cuántos años harán falta, a la marcha que vamos? Para estos partidos de derecha, carne del sistema, todo tiene un precio y no parece importarles pasar por la cama recalentada.
El Estado de las Autonomías ha sido una parodia desde el principio. Las autonomías regionales no tienen otro objetivo que lastrar el despegue de las históricas y que éstas no consigan que se les reconozca siquiera su nacionalidad. Y así será mientras no se enmiende la Constitución y se aborde la transición de verdad. El conflicto se ha enconado y amenaza a la estabilidad política del reino. ¿Por qué CIU, PNV y BNG no vuelven al espíritu de la Declaración de Barcelona de 1998 y llevan a la práctica una estrategia seria por su derecho de autodeterminación?