¿Qué tal en la cár­cel? – Jesús Valencia

En las comu­ni­ca­cio­nes con los pre­sos ‑o con sus fami­lia­res- resul­ta casi obli­ga­do pre­gun­tar­les cómo se encuen­tran. Unos y otros sue­len res­pon­der con un sor­pren­den­te «bien». Quien da esta res­pues­ta no mien­te, pero está expre­san­do una viven­cia que no se corres­pon­de con los pará­me­tros habi­tua­les de bien­es­tar per­so­nal y social. Sus pala­bras encie­rran un men­sa­je bas­tan­te más pro­fun­do y diferente.

Des­de una pers­pec­ti­va garan­tis­ta, la reclu­sión car­ce­la­ria es un tor­men­to cal­cu­la­do, y en el caso de los pre­sos vas­cos, refi­na­do. Nadie pue­de sen­tir­se bien den­tro de un régi­men que le nie­ga los dere­chos más bási­cos y la más ele­men­tal capa­ci­dad de deci­sión; siem­pre some­ti­dos a los arbi­tra­rios regla­men­tos de cada pre­si­dio; pri­va­dos de sol, aire y luz; expues­tos a las con­ti­nuas ame­na­zas de otros reclu­sos azu­za­dos o a los par­tes san­cio­na­do­res que aca­rrean endu­re­ci­mien­to dis­ci­pli­na­rio; ate­ri­dos en invierno y achi­cha­rra­dos en verano; ale­ja­dos de su entorno; sumer­gi­dos en infi­ni­tos silen­cios den­tro de la cel­da o en el inso­por­ta­ble gri­te­río de los espa­cios comu­nes; obli­ga­dos a una ali­men­ta­ción pre­ca­ria y a una aten­ción médi­ca defi­cien­te; some­ti­dos a rigu­ro­sos con­tro­les, a cam­bios alea­to­rios y a humi­lla­cio­nes con­ti­nuas; escu­dri­ña­dos por avie­sos pro­fe­sio­na­les que bus­can el pun­to débil de cada per­so­na para hur­gar en él. ¿Quién pue­de decir que está bien cuan­do mal­vi­ve en estas con­di­cio­nes? ¿Qué men­sa­je mis­te­rio­so tras­mi­ten cuan­do dicen que están con ánimo?

Los pre­sos son refe­ren­cia obli­ga­da y dia­ria, espe­cial­men­te en estas fechas de hol­gan­zas y parran­deos. Con­fie­so que guar­do bas­tan­tes car­tas lle­ga­das des­de la cár­cel y las releo con minu­cio­si­dad. Comu­ni­car­se con la pobla­ción reclu­sa es algo más que un ges­to amis­to­so; es un rico ejer­ci­cio de apren­di­za­je. No aspi­ran a sen­tar cáte­dra pero, sin pre­ten­der­lo, tras­mi­ten ense­ñan­za: «apren­des a valo­rar las cosas de otra for­ma». Es la sabi­du­ría que acu­mu­la quien asu­me con luci­dez un alto gra­do de sufri­mien­to: lo afron­ta, lo ela­bo­ra y, en cier­ta medi­da, lo subli­ma. A tra­vés de sus refle­xio­nes flu­ye el pro­fun­do sig­ni­fi­ca­do de su des­con­cer­tan­te «estoy bien». Es el ínti­mo bien­es­tar de quien se ha encon­tra­do con­si­go mis­mo en la sor­di­dez del pre­si­dio; que ha des­cu­bier­to el sen­ti­do de una vida más allá de casi todo; que se sien­te capaz de sobre­po­ner­se a las incon­ta­bles cruel­da­des con que inten­tan su des­plo­me. Des­de su limi­ta­ción de per­te­nen­cias, acos­tum­bran a com­par­tir lo poco que tie­nen. Inten­tan expri­mir cada jor­na­da sin pos­ter­gar la aven­tu­ra del vivir para cuan­do aca­be la con­de­na. Des­cu­bren que la des­co­mu­nal prue­ba a la que se les some­te «está for­jan­do ‑como dice Iratxe- nues­tra volun­tad, nues­tra dig­ni­dad e inclu­so nues­tra per­so­na». Sien­ten el ínti­mo bien­es­tar de quie­nes se saben que­ri­dos y arro­pa­dos por lazos inquebrantables.

Txe­ma y Mai­te, ambos secues­tra­dos, se casa­ron entre rejas. Abra­za­dos a su hijo Harri y acom­pa­ña­dos por los más cer­ca­nos, pro­yec­ta­ban una ale­gría inten­sa que tras­cen­día el gris mor­te­cino de los muros. Las sobre­co­ge­do­ras pala­bras de Mai­te lo corro­bo­ran: «Nun­ca me había ima­gi­na­do poder dis­fru­tar tan­to del día de nues­tra boda. No me cam­bia­ba por nadie»

Fuen­te: Gara

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