El corazón de la paz late con muchas dificultades. Hay que estar, por tanto, muy atento a esos latidos para recogerlos e incorporarlos al organismo social. No se puede despreciar ni una sola oferta de paz sin abrir el camino correspondiente que la haga posible. La paz puede ofrecerse de modo generoso, por miedo, por conveniencia, por cálculo, pero la oferta constituye siempre una vía que hay que aceptar. Lo más problemático de la paz no estriba en la intención de quien la ofrece, sino en la postura del que recibe la oferta. Hay algo que parece indiscutible: que quien ofrece la paz, la busca. Y hay algo asimismo indiscutible: que quien rechaza la paz nunca la ha querido. Uno de los espectáculos más triste de la época que vivimos es la búsqueda de argumentos para repudiar la proposición pacífica. Desde calificar la paz ofrecida como una trampa peligrosa hasta exigir pruebas indignas para concederle credibilidad se extiende un amplio abanico de argumentaciones insidiosas e invalidantes de esa paz brindada a mano abierta. El imperialismo tiene una profunda alacena de razones para mantener la guerra.
La paz exige ante todo, para que su propuesta sea apreciable, una postura abierta de comunicación, una voluntad de reconocer al otro a campo abierto. Niegan la paz las posturas trasversales, los secretismos, las ambigüedades en las formas de manifestación. La paz se tetaniza si no muestra abierta la herida que la demanda. El que brinda la paz y el que ha de recibir esa oferta han de manifestarse sin sombras ni reservas y, sobre todo, sin cortapisas. Confundir la prudencia en el encuentro con cualquier tipo de limitación sobre el contenido sustancial del proceso constituye un embeleco, un falseamiento radical de lo que se afirma buscar.
Normalmente en la mesa sobre la paz se sientan dos partes armadas. El desarme de una de ellas o de las dos, que es lo deseable, ha de producirse como resultado final de la negociación para alcanzar la situación pacífica. Ninguna conversación justa y cierta sobre la paz puede prosperar realmente si una de las partes exige a la otra que se declare vencida previamente. Es más, demostrar que las armas que se poseen no están sobre la mesa del encuentro prueba la existencia real de una voluntad pacífica. La voluntad pacífica exige siempre un propósito de igualdad ante el que no caben previedades definitorias. Por ejemplo, mantener como marco del encuentro para el cese de la violencia que una de las partes representa el delito y la otra la justicia arruina la negociación. Las negociaciones para la paz deben estar animadas por un espíritu bautismal. Hay que despojarse de cualquier tipo de ropa para entrar en el Jordán que consagrará la paz. Ya sé que decir todo esto será calificado como la simpleza de un simple, pero los grandes remedios para la violencia entre los hombres están elaborados, al final de un inútil y generalmente dilatado proceso sangriento, con el convencimiento de que la resolución de las situaciones dramáticas pasa por admitir la sencillez de las verdaderas conciliaciones.
Reconocer al otro en toda su dimensión humana y social es la conditio sine qua non para dar profundidad al encuentro. Reconocer al otro con dignidad mutua. En ese reconocimiento ha de funcionar lo que en términos militares se denomina tregua para enterrar a los propios muertos. Mientras los cadáveres sean objeto de exhibición es difícil admitir que una de las dos partes, o las dos, trabajan convencidamente por la paz. La dignidad de los muertos exige su inhumación respetuosa y el homenaje de cada cual a los suyos, pero jamás se honra a los muertos si se hace con ellos un proyectil o un parapeto. No se trata con esta postura de obviar banalmente el drama de la muerte, sino de abrir caminos para que discurra por ellos la justicia como conductora de la igualdad y el respeto.
Es muy frecuente que los violentos que niegan o degradan la posibilidad de la paz sean gente que aspira a perpetuarse en un poder horro de toda suerte de razón. Los tronos, todos los tronos, los elevados y los que siguen su estela, se erigen y sostienen sobre la violencia. Por su carácter de instituciones despóticas los tronos recurren a fundamentarse moralmente mediante una escandalosa atribución de legítimo y necesario gobierno humano. Por lo visto, los seres humanos son incapaces de buscar su propio camino si no los conduce la mano del déspota. Los tronos necesitan, según la visión con que los mintamos, serafines o súcubos para sostener su quimera. Pero la vida armoniosa es mucho más fácil que todo eso. Lo que abre la puerta a una nueva concepción social es siempre el agotamiento de la capacidad de embrollo por parte de quienes insisten en conducir con escándalo el tren colectivo. Llega un momento en que la gobernación de las masas se trasforma en una máquina criminal y provoca que frente a ello los conducidos con brutalidad recurran a la violencia. Ahí es dónde la paz ha de medirse por la capacidad de negociar con sencillez y buena voluntad ¿Es eso posible? No parece, si atendemos el discurrir de la historia; pero bueno es tener en cuenta la verdadera médula de la paz a fin de no mantener que la protección de la sociedad la ejercen solamente las instituciones armadas con una razón absolutamente unilateral. Las instituciones tienen una desgraciada tendencia a degradarse y quienes las habitan acostumbran a apearse en unos oscuros instintos. Cuando ponen el pie en el andén suelen tomar otro tren que, como el anterior, no conduce tampoco a ningún sitio. Mientras, lo ensucian todo con la cáscara de sus pipas, la mancha de un vino peleón y su detestable tortilla de patatas.
Deduzcamos ahora algo práctico de toda esta monserga acerca de lo vivible, lo honrado y lo razonable. La cumbre del monte desde el que observo el valle es vasca. Nadie busque visión más dilatada que aquélla sobre la que abarca su vista y en la que puede poner el pie. Eso de la globalización es una cinta de colores para atar un paquete para ilusionar a mentes invadidas por los reyes magos. ¿Y qué veo en Euskadi? Pues a un pueblo que sintiéndose nación no se resigna a que la paz sea imposible. Una paz con pleno contenido vasco, con decisión del vasco sobre sí mismo, con soberanía digna. Y esa paz es de tal naturaleza benéfica que los vascos ciertos quieren ponerla sobre la mesa para invitar a los españoles a compartirla. Una vez, y otra, y otra. Los vascos tienen su propia concepción del mundo, lo cual no significa exclusión de nadie ni de nada. Así de fácil. Sólo hay que hacer un esfuerzo para sentarse con ellos a una mesa donde nadie porte armas, sino razones elementales. Cuando los que ocupan el País Vasco esgrimen esa frase de que quieren un Euskadi para todos y sin violencia obvian que la frase la claman desde su poder armado y con la voluntad de exclusión de los dueños históricos de la casa. Pero no se trata de que los vascos sean españoles por el invento de una indisolubilidad española que suena a brebaje de laboratorio, sino de que sean naturalmente vascos. Sin mayor complicación ¿Por qué quieren históricamente los españoles devorar a su pareja tras la cópula, como hace la mantis religiosa, aunque ponga sus patas como si fuera a rezar? Hambre extraña y perpetuamente agonizante. A las ikastolas hay que llevar no el eco de los tiros, sino una sencilla enseñanza de lo que es la paz y cómo se logra. Si a un niño vasco le permiten ver el mundo con ojos vascos, nunca se engendrará en él rencor que le impulse a la violencia. Y España será la continuidad fácil tras la muga. En la bandera vasca se encabalgan crucíferos colores distintos. Siempre me han pacificado esas banderas.