Por Martha Passeggi, Resumen Latinoamericano, 3 de septiembre de 2021.
¡Aquel invierno! Fue en agosto del 73.
Dijeron que fue el peor frio en muchos años. El frío calaba los huesos, y la turbulenta fase de la represión instaurada en el país, aumentaba esa sensación. El golpe de estado estaba en curso y los flecos de la organización eran banderines al viento.
Desflecados, conscientes y tercos intentando lo imposible. Solo era cuestión de horas, días o semanas en que mi vida cambiaría para siempre.
Lo sabía.
Un año antes me había negado a salir del país, a pesar de haber tenido que despedirme, de una pareja de poco tiempo. Así eran las relaciones afectivas, fugaces y profundas.
Él hacía dos semanas que había partido para Chile y luego seguiría viaje rumbo a Cuba. En ese ínterin tuve el ofrecimiento de un compañero que al enterarse de esa relación entendía que debíamos seguir juntos. Su ofrecimiento vino enseguida de contarme su historia reciente: su compañera acababa de caer presa en manos de la canalla militar.
-“Escríbele una cartita, quizás llegue a tiempo antes de que parta para Cuba”-
Está bien contesté. Tracé unas líneas y listo.
Nunc a más volví a ver a este compañero, como al mío.
El vértigo de los acontecimientos de esos días, hacía que todo fuese incertidumbre. Encuentros y desencuentros en el día a día.
Esa mañana del 18 de agosto de 1973, el día comenzó algo soleado. Mi madre que era dirigente sindical, había sido despedida de su fábrica, cuando se realizó la huelga general por 15 días en el país ante el golpe de estado dado en el mes de junio. Yo había vivido con ella y con las trabajadoras esa gesta heroica, porque había trabajado también en esa fábrica, pero despedida un poco antes que ella. Eso no me impidió ocupar y ser desalojada por las fuerzas conjuntas y llevada a la seccional del barrio junto con un grupo de mujeres resistentes como mi madre, que también marchó al mismo lugar por 24 horas.
Recuerdo que fui la última en ser liberada, quizás mi antecedente anterior del año 1972 respondió a la demora. Pero logré salir al mediodía del día siguiente.
De nuevo en las calles.
18 de agosto del 73: esa mañana mi madre peinó mi larga cabellera. Y yo la dejé que lo hiciera como un gesto amoroso, expresándome mientras lo hacía ‑que temía que algo me pasara…
Mis padres, sabían de mi compromiso social y lo compartían.
Ellos, habían programado ese 18 de agosto en la noche ir a cenar a un boliche en el centro. Algo inusual en nosotros, pero respondía a la venta que mi padre realizó de su colección de discos de vinilo de tango y jazz. La situación económica apremiaba y desprenderse de algo importante merecía un último gusto, según ellos.
-Volveré a las 20 horas sin falta- respondí.
Las calles y plazas de Montevideo fueron lugares en que mis pasos caminaron durante el día. Las caídas de compañeros/as, eran parte de las informaciones que llegaban.
Hora 19- Una breve reunión en un boliche montevideano fue el último lugar. Llegaron por la espalda, con sus armas vestidos de civiles. Nos rodearon y de a uno nos fueron sacando esposados mencionando nuestros alias.
El trayecto en auto flanqueado por cuatro de ellos, y tres percutores de un arma sobre mi sien fue la puerta de entrada al horror.
Serán las 20 horas… y me estarán esperando.
Serán las 21 horas y no llegaré a mi casa.
Serán las 22 horas y no sabrán de mí.
Ese fueron mis pensamientos.
El compañero que estábamos esperando, había sido detenido el día anterior y no había podido resistir a las torturas. Por esa razón llegaron a nosotros.
-“fui yo gurisa” alcanzó a decirme a los días, desde un rincón del celdario.
En ese cuartel que había liderado la lucha antiguerrillera (según ellos), en el mes de agosto llegamos a contar 40 compañeros, cuatro éramos mujeres. Todos muy jóvenes. Yo con 19 años y otra con 18. Los demás surcaban los 20 y poco y “los viejos” alrededor de los cuarenta años.
Cuerpos destrozados por las torturas, gemidos sofocados y la espera interminable de una nueva sección de barbarie.
Los ruidos de metal de las celdas que se abrían, significaban un alerta general.
El baño era un lugar inhóspito… como todo el lugar. Cuando entré, vi que colgaba de un alambre un pedazo de espejo roto. Apenas podía ver una parte de mi posible imagen.
Digo posible porque me costó reconocerme. Se reflejaba un rostro diferente al mío.
Pero era yo.
Lo desprendí del alambre y comencé a moverlo tratando de indagar mi cuerpo.
Los colores que aparecían muy nítidos en rostro y cuerpo, iban del amarillo al violeta.
Mi hermosa cabellera larga, se había convertido en un revoltijo asombroso. La corriente y el agua habían dejado un torbellino difícil de desenredar. Lo dejé y seguí adelante.
En mi flanco derecho e izquierdo de mi cuerpo una paleta de colores lo abarcaba. ¡Claro! los golpes de karate, patadas, y palazos, dirigidos a lugares claves habían dejado sus marcas.
Volví a mi rostro y el espejo roto me devolvió una suave sonrisa. ¡Seguía viva y fuerte!
El grito del soldado me volvió a mi lugar, colgué de nuevo el espejo roto y salí.
En ese lugar fueron asesinados en la tortura dos compañeros. Lo supe mucho tiempo después, estando en otro cuartel.
En el año 74, estando ya en el penal, llega la triste noticia a través varias familias; el asesinato del compañero que me ofreció escribir aquella cartita… Fue en la calle y acribillado, había seguido luchando.
Luego, el mes de setiembre traería una noticia que se filtró a la custodia de ese lugar.
Fue rotunda, como una espada y un telón oscuro nos envolvió la esperanza. ‑Había caído el gobierno popular de Chile- Fueron solo esas precisas y urgentes palabras.
Las hojas del almanaque, transcurrieron y pasaron de año en año. Encuentros y desencuentros en forma constante.
En ese transcurso, la pérdida de mi padre fue un momento difícil y muy triste.
Año 1976. Setiembre.
-“Apróntese que va a ir al velorio de su padre”- Sin más preámbulo que esa estocada directa como todo lo de ellos.
Fue una brecha posible, en un momento de esa estadía en el penal de presas políticas.
Me llevaron con una fuerte custodia. El lugar de la despedida fue cercado por las fuerzas miliares, incluso en las azoteas de la funeraria.
“Tiene diez minutos para despedirse”- fue la orden que se me dio. Pegada a mí, tenía a una custodia militar mujer, que hacía muy bien su papel de gendarme.
Fue el último adiós a mi padre y una cena… que nunca llegó.
Agosto-Setiembre: siempre en la memoria.
¡Ni olvido! ¡Ni perdón!
Texto Martha Passeggi y Fotografía que sobrevivió a la barbarie. Tenía 17 años.