Tro­feos de Gue­rra (Las cró­ni­cas de Var­gas Llo­sa en Iraq)- San­tia­go Alba Rico

veces las cosas son tan sen­ci­llas que uno se deja lle­var por el des­áni­mo; son tan sen­ci­llas y fun­cio­nan con tan pocos ele­men­tos que no hay for­ma de cam­biar­las. Lo más terri­ble que pue­de decir­se de las rela­cio­nes de domi­nio ‑con­yu­ga­les, eco­nó­mi­cas o colo­nia­les- es que sim­pli­fi­can enor­me­men­te el uni­ver­so men­tal de los impli­ca­dos, redu­ci­do a las dos evi­den­cias redon­das que acom­pa­ñan y legi­ti­man des­de hace miles de años el triun­fo de la fuer­za: la supe­rio­ri­dad de los ven­ce­do­res y la infe­rio­ri­dad de los ven­ci­dos. Un poco por pedan­te­ría y un poco por supers­ti­ción ‑con la espe­ran­za de aumen­tar la fra­gi­li­dad de la tra­ma al exa­ge­rar su com­ple­ji­dad- he bus­ca­do duran­te mucho tiem­po acer­ca­mien­tos más difí­ci­les, más rami­fi­ca­dos, más ela­bo­ra­dos. Pero me rin­do. Todo es tan sen­ci­llo que sobre­vi­vi­rá, tan plano que no cae­rá: cada uno de los ges­tos de eso que lla­ma­mos Occi­den­te, cada uno de sus par­lo­teos y par­la­men­tos, sus jugue­tes, sus depre­sio­nes, sus perió­di­cos, sus ces­tas de la com­pra, sus valo­res, cada uno de sus ador­nos de Navi­dad y cada uno de sus elec­tro­do­més­ti­cos, pre­su­po­ne y refuer­za el más sim­ple y tran­qui­lo des­pre­cio por el otro; el más bon­da­do­so, ama­ble, inge­nio­so y correc­to des­pre­cio por los demás; la más dul­ce, inte­li­gen­te y mode­ra­da nega­ción del pró­ji­mo. No se pue­de domi­nar al otro sin vio­len­cia; no se le pue­de vio­len­tar sin des­pre­ciar­lo; pero los pode­mos des­pre­ciar tan car­ga­dos de razón, tan hen­chi­dos de huma­ni­dad y de moral que aca­ba­mos iro­ni­zan­do sobre nues­tras víc­ti­mas, per­fec­cio­nán­do­nos con su dolor y afi­lan­do nues­tra capa­ci­dad de amar en sus muño­nes. El etno­cen­tris­mo es uno de los meca­nis­mos de pro­duc­ción de iden­ti­dad más pri­mi­ti­vos de la his­to­ria; pero es la pri­me­ra vez que una peque­ña tri­bu de un remo­to rin­cón de la tie­rra ‑que hoy repre­sen­ta a menos de la quin­ta par­te de la huma­ni­dad- reúne la sufi­cien­te fuer­za y apli­ca la bas­tan­te vio­len­cia como para impo­ner al res­to del mun­do su visión cerra­da y sus cos­tum­bres par­ti­cu­la­res; tan­ta fuer­za y tan­ta vio­len­cia, tan exten­di­da, tan sin fron­te­ras, que esa visión cerra­da ha aca­ba­do por pare­cer­nos abier­ta y esas cos­tum­bres par­ti­cu­la­res han aca­ba­do por pare­cer­nos universales.

En este verano del 2003 en el que escri­bo estas líneas, la resis­ten­cia fren­te a la ocu­pa­ción esta­dou­ni­den­se aumen­ta en Iraq mien­tras dis­mi­nu­ye en el res­to del mun­do. Y el sim­ple y tran­qui­lo des­pre­cio de los otros vuel­ve a apo­de­rar­se de espa­ño­les y euro­peos, como el sue­ño de la sies­ta, aba­ni­ca­do por haza­ñas depor­ti­vas y ron­ro­neos de famo­sos en cue­ros y alcal­des en camisón.

A media­dos de julio oigo en la tele­vi­sión de un bar la noti­cia del verano: un gru­po de inde­sea­bles, entre los que se encuen­tran «algu­nos inmi­gran­tes», ha sido sor­pren­di­do hacien­do foto­gra­fías a muje­res que toma­ban el sol o se cam­bia­ban de ropa en pla­yas, ves­tua­rios y pis­ci­nas públi­cas de Ale­ma­nia. La jus­ta cóle­ra de las afec­ta­das ha sido ampli­fi­ca­da por la lógi­ca soli­da­ri­dad de la socie­dad ale­ma­na y occi­den­tal, cuyo escán­da­lo fren­te a esta ope­ra­ción de voyeu­ris­mo no con­sen­ti­do, into­le­ra­ble agre­sión a la liber­tad indi­vi­dual, ha reper­cu­ti­do en toda una serie de comen­ta­rios e indig­na­cio­nes mediá­ti­cas con­tra estos ladro­nes de imá­ge­nes cuya iden­ti­dad cul­tu­ral ‑se sobre­en­ten­día- no era aje­na a su com­por­ta­mien­to irespetuoso.

El lunes 4 de agos­to leo en El País la cró­ni­ca man­da­da por Mario Var­gas Llo­sa des­de Iraq. En ella nos cuen­ta con indi­si­mu­la­ble admi­ra­ción que su hija Mor­ga­na, des­aten­dien­do sus con­se­jos y pro­vis­ta de una abba­ya , entró con él en la mez­qui­ta de Ali, en Nayaf, uno de los luga­res san­tos del chiis­mo, y se puso a hacer foto­gra­fías. Enton­ces «un exal­ta­do cre­yen­te» que allí reza­ba se sin­tió incom­pren­si­ble­men­te ofen­di­do y «le lan­zó un mana­zo a la cara, que la cáma­ra ata­jó». ¿Qué ocu­rrió des­pués? «El guar­da­es­pal­das que la acom­pa­ña­ba se lle­vó las manos a la cabe­za, indig­na­do con esa mani­fes­ta­ción de obs­cu­ran­tis­mo» al tiem­po que «varias per­so­nas del entorno con­tu­vie­ron y apar­ta­ron al agre­sor». Con­clu­sión lógi­ca del escri­tor: «las vir­tu­des demo­crá­ti­cas de la tole­ran­cia, de la coexis­ten­cia en la diver­si­dad, pare­cen aje­nas a estos pagos». (Los sub­ra­ya­dos, que son míos, dejan bien cla­ro que uno es siem­pre más que varios cuan­do se tra­ta de retra­tar la ver­da­de­ra idio­sin­cra­sia de un pueblo).

Al pare­cer los ladro­nes de imá­ge­nes de Ale­ma­nia, entre los que había ‑insis­to- «algu­nos inmi­gran­tes musul­ma­nes», no que­rían las foto­gra­fías para con­su­mo pri­va­do sino para su explo­ta­ción públi­ca y comer­cial en inter­net, lo que sin duda sub­ra­ya el carác­ter abyec­to de su deli­to. ¡Qué boni­to, en cam­bio, el repor­ta­je foto­grá­fi­co fir­ma­do por Mor­ga­na Var­gas Llo­sa y publi­ca­do a todo color en el domi­ni­cal de El País del 27 de julio, como anun­cio y anti­ci­po del «dia­rio de Iraq» exco­gi­ta­do sobre el terreno por su padre y del que hemos extraí­do el pasa­je ante­rior! El pro­pio escri­tor había redac­ta­do las leyen­das y al pie de estas imá­ge­nes de niñas, ten­de­ros y fun­cio­na­rios bag­da­díes sor­pren­di­dos en sus acti­vi­da­des coti­dia­nas, figu­ra­ban tex­tos entre­co­mi­lla­dos, como si se tra­ta­se de las decla­ra­cio­nes per­so­na­les de los foto­gra­fía­dos, pero cuyos nom­bres y pen­sa­mien­tos se había inven­ta­do ‑según adver­tía dis­cre­ta­men­te la entra­di­lla- el genio fér­til del peruano.

Es ésta la uni­ver­sal moral de nues­tra tri­bu: son siem­pre ellos ‑aquí o allí- los que fal­tan al res­pe­to y se pro­pa­san, los into­le­ran­tes, exal­ta­dos, agre­so­res y abu­so­nes. Lo nor­mal es que noso­tros no acep­te­mos que nos foto­gra­fíen en nues­tras pla­yas o nues­tras igle­sias y que ellos acep­ten ser foto­gra­fia­dos en todas par­tes: mien­tras rezan, mien­tras tra­ba­jan o mien­tras se mue­ren. Lo nor­mal es que noso­tros pro­te­ja­mos nues­tras cos­tas de la «inva­sión» de los inmi­gran­tes y que inva­da­mos sus paí­ses con nues­tros tan­ques o nues­tros mer­ca­chi­fles. Lo nor­mal es que los marro­quíes se adap­ten en Espa­ña a nues­tra cul­tu­ra y que los espa­ño­les en Marrue­cos vivan en for­ta­le­zas de lujo y clu­bes exclu­si­vos don­de pue­den seguir comien­do tor­ti­lla de pata­ta y con­su­mien­do espá­rra­gos de la penín­su­la. Lo nor­mal es que, pro­te­gi­dos por guar­da­es­pal­das, dis­pa­re­mos nues­tras cáma­ras (o nues­tros caño­nes) y los ira­quíes sean los «agre­so­res». Lo nor­mal es que defen­da­mos nues­tra «ima­gen» con uñas y abo­ga­dos mien­tras a ellos les roba­mos no sólo su vida y su rique­za sino tam­bién su cara, su nom­bre y sus pen­sa­mien­tos. Lo nor­mal es que nos preo­cu­pe mucho que nues­tros polí­ti­cos roben nues­tro dine­ro y muy poco o nada que maten a extran­je­ros. Y lo lógi­co, con este con­cep­to de nor­ma­li­dad, es que inter­pre­te­mos la resis­ten­cia de los pobres y los ven­ci­dos a ser foto­gra­fia­dos (o esquil­ma­dos y ase­si­na­dos) en cla­ve cul­tu­ral, como una supers­ti­ción rela­cio­na­da con el alma o como la natu­ral renuen­cia de su reli­gión, ins­cri­ta en las ale­yas del Corán, a la demo­cra­cia y la civi­li­za­ción. ¿No podría ocu­rrir que estos ira­quíes fue­sen en reali­dad como noso­tros y no les gus­ta­se esta intro­mi­sión en su vida pri­va­da y en su liber­tad indi­vi­dual? No. Esto sería acep­tar reba­jar­nos a la altu­ra de aque­llos a los que roba­mos, degra­dar­nos al ran­go de los que mata­mos y, en defi­ni­ti­va, equi­pa­rar­nos a aque­llos que des­pre­cia­mos. Lo que a noso­tros no nos gus­ta que nos hagan, debe gus­tar­les a ellos por­que se lo hace­mos noso­tros. El «escán­da­lo» de Var­gas Llo­sa ante la «agre­sión» sufri­da por su hija demues­tra el mis­mo sim­ple y tran­qui­lo des­pre­cio por los otros que la indig­na­ción de los mari­nes sor­pren­di­dos de que sus tan­ques Abram fue­sen reci­bi­dos por dis­pa­ros y no por víto­res en su avan­ce por el desier­to ira­quí. Los dis­pa­ros y las foto­gra­fías deben ser uni­la­te­ra­les para que sean racio­na­les; y si bom­bar­dea­mos dul­ce­men­te sus ciu­da­des, muti­la­mos con cari­ño a sus niños, nos que­da­mos hones­ta­men­te con su petró­leo, saquea­mos desin­te­re­sa­da­men­te sus museos, les deja­mos cari­ta­ti­va­men­te sin elec­tri­ci­dad ni agua, alla­na­mos edu­ca­da­men­te sus casas y lue­go vamos, acom­pa­ña­dos de guar­da­es­pal­das, a foto­gra­fiar res­pe­tuo­sa­men­te sus pri­mi­ti­vos ritos, enton­ces el mano­ta­zo de «un exal­ta­do» es, por con­tras­te, irra­cio­nal, faná­ti­co e incivilizado.

Var­gas Llo­sa quie­re que admi­re­mos la proeza de su hija y nos indig­ne­mos ante la into­le­ran­cia de su «agre­sor». Hay algo enter­ne­ce­dor en este orgu­llo paterno ante el carác­ter dís­co­lo de una hija a la que no impor­ta poner en peli­gro su vida con tal de poder des­pre­ciar la de los otros. La tra­vie­si­lla, en com­pa­ñía de su ami­ga Mar­ta y de un matón, en alas de la aven­tu­ra, «se mete a la mez­qui­ta ¡hacién­do­se pasar por una musul­ma­na afga­na!». Todo el que haya visi­ta­do Iraq (o cual­quier otro país ára­be) sabe de la ridí­cu­la con­sis­ten­cia de esta esce­na, orien­ta­da al mis­mo tiem­po a ali­men­tar los pre­jui­cios de los igna­ros, con esta visión exó­ti­ca y «medie­val» del país, y a exci­tar lite­ra­ria­men­te su pater­ni­dad enga­lla­da. Pero hay algo tam­bién enter­ne­ce­dor en la inge­nui­dad letra­da con la que Var­gas Llo­sa ‑al que hay que reco­no­cer al menos sus lec­tu­ras- evo­ca sin citar­la, en la haza­ña de la hija bra­vía, la aven­tu­ra de Robert Bur­ton, el genial espía del impe­rio bri­tá­ni­co, exce­len­te escri­tor y nota­ble antro­pó­lo­go, que a media­dos del siglo XIX logró pere­gri­nar has­ta la Meca dis­fra­za­do de hakim afgano. Con­mue­ve, sí, esta asi­mi­la­ción abu­si­va, fue­ra de toda pro­por­ción, entre una niña igno­ran­te a la que habría que dar una bue­na azo­tai­na (no por su teme­ri­dad, no, sino por su des­cor­te­sía de niña mima­da) y un extra­or­di­na­rio y ver­sá­til aven­tu­re­ro con el que sólo com­par­te la mis­ma visión impe­ria­lis­ta, un hom­bre que domi­na­ba la len­gua ára­be y cono­cía las cos­tum­bres musul­ma­nas has­ta el pun­to de hacer­se pasar sin sos­pe­chas duran­te meses por un médi­co pash­tun. A un padre ena­mo­ra­do se le per­do­na todo. ¿No nos gus­ta ver a nues­tros niños reír, aun­que para ello ten­gan que des­tri­par algu­na que otra rana? ¿Y no nos indig­na­ría que el jar­di­ne­ro les rega­ña­ra? Pero este «enter­ne­ci­mien­to», como la pro­pia ins­pi­ra­ción lite­ra­ria de Var­gas Llo­sa (que recu­pe­ra así la más ran­cia tra­di­ción del orien­ta­lis­mo de los impe­rios colo­nia­les deci­mo­nó­ni­cos), impli­ca el des­pre­cio espon­tá­neo del otro, al que sólo se ve como oca­sión o pre­tex­to para sub­ra­yar las pro­pias vir­tu­des, mili­ta­res o lite­ra­rias. Es la moral uni­ver­sal de nues­tra tri­bu: nues­tra vir­tud, nues­tro talen­to, nues­tra repu­tación se for­jan con­tra la salud, el bien­es­tar y la vida de los foras­te­ros. Es bási­ca­men­te un pro­ble­ma de edu­ca­ción, de ese míni­mo de reco­no­ci­mien­to de la exis­ten­cia aje­na cuyo últi­mo refu­gio es la cor­te­sía. Yo no lo habría hecho así. Si sor­pren­die­se a mi hija foto­gra­fian­do cuer­pos des­nu­dos en una pla­ya, le diría algu­nas pala­bras muy duras y le con­fis­ca­ría la cáma­ra duran­te unas horas; si sor­pren­die­se a mi hija ‑yo, que soy tam­bién ateo, como Var­gas Llo­sa- foto­gra­fian­do a hom­bres que rezan en una igle­sia don­de está expre­sa­men­te prohi­bi­da la pre­sen­cia de cáma­ras, duran­te una misa o un fune­ral y en otro país, y eso des­pués de una san­grien­ta inva­sión extran­je­ra, le daría unos bue­nos azo­tes, le obli­ga­ría a pedir dis­cul­pas, uno por uno, a todos los pre­sen­tes y lue­go la man­da­ría de nue­vo a la Uni­ver­si­dad a estu­diar algo en serio. Y si uno de los oran­tes die­se un mano­ta­zo a su cáma­ra y varios acu­die­sen a defen­der­nos, yo com­pren­de­ría la reac­ción del pri­me­ro y mos­tra­ría mi agra­de­ci­mien­to a los segun­dos y no ten­dría más reme­dio que reco­no­cer, muy a mi pesar, que la mayo­ría de los cris­tia­nos de ese país per­te­ne­cen a la cla­se de gen­te más tole­ran­te, gene­ro­sa y civi­li­za­da del planeta.

Var­gas Llo­sa, que no via­jó al Iraq supli­cia­do por el embar­go, via­ja en este verano del 2003 al ampa­ro de los tan­ques esta­dou­ni­den­ses. Su plu­ma no es más que un ins­tru­men­to anci­lar de la inva­sión y la cáma­ra de Mor­ga­na sólo la exten­sión natu­ral de los misi­les y los caño­nes. El dere­cho a entrar en la mez­qui­ta de Ali, a pasear­se des­en­vuel­ta­men­te por los luga­res san­tos del chiis­mo y foto­gra­fiar a sus fie­les no es el dere­cho de la civi­li­za­ción, la razón y la tole­ran­cia; ni siquie­ra el dere­cho de la hos­pi­ta­li­dad otor­ga­do por un anfi­trión reco­no­ci­do; es el dere­cho del ocu­pan­te. Var­gas Llo­sa está ocu­pan­do Irak con el ejér­ci­to esta­dou­ni­den­se, y su dere­cho es el dere­cho de con­quis­ta. Está tra­tan­do a los ira­quíes como ven­ci­dos , con la sim­ple y tran­qui­la natu­ra­li­dad de un cón­sul romano que no dis­tin­gue, entre las rique­zas de su botín, hom­bres, jarro­nes y sex­ter­cios de oro. Lo entien­de todo, con su refi­na­da inte­li­gen­cia, sal­vo que no gus­te su pre­sen­cia allí. Para enten­der eso ten­dría que ser capaz de retro­ce­der más acá de sus pla­nas evi­den­cias tri­ba­les y reco­no­cer la exis­ten­cia de los ira­quíes, con­ce­der­les una nor­mal y uni­ver­sal huma­ni­dad, repre­sen­tar­se sus sufri­mien­tos y pedir­les per­dón por haber lle­ga­do dema­sia­do tar­de. El pre­fie­re pen­sar que el «botín» se mere­ce lo que le pasa y que hay algo en esas cria­tu­ras intrín­se­ca­men­te incom­pa­ti­ble con el car­te­sia­nis­mo, la tole­ran­cia y la democracia.

Las cró­ni­cas de Var­gas Llo­sa mere­ce­rían un deta­lla­do examen, como expre­sión cul­ta, exhaus­ti­va y depu­ra­da del tran­qui­lo y vir­tuo­so des­pre­cio por el otro pro­pio de nues­tra cul­tu­ra; incons­cien­tes o pre­me­di­ta­dos, se tra­man ahí todos los pre­jui­cios, los tópi­cos, las medias ver­da­des, las gene­ra­li­za­cio­nes, las leyen­das, los datos de oídas, los pin­to­res­quis­mos, el reper­to­rio com­ple­to de la lite­ra­tu­ra colo­nial que vuel­ve, al pare­cer, con el pro­pio colo­nia­lis­mo. Pero Var­gas Llo­sa sólo me intere­sa como ejem­plo pri­vi­le­gia­do y para ilus­trar con este pasa­je la cues­tión cru­cial de las «imá­ge­nes», que es la cues­tión mis­ma del domi­nio en una épo­ca mar­ca­da más que nin­gu­na otra ‑con su refren­do tec­no­ló­gi­co- por la des­igual­dad de la mirada.

La inquie­tan­te posi­bi­li­dad téc­ni­ca de libe­rar la ima­gen de un cuer­po y repro­du­cir­la ili­mi­ta­da­men­te hace que por pri­me­ra vez la explo­ta­ción capi­ta­lis­ta no se cen­tre sólo en el eje físi­co del cuer­po. La foto­gra­fía ha exte­rio­ri­za­do el «alma», que a par­tir de ese momen­to se con­vier­te, al alcan­ce de la mano, en una mer­can­cía, un obje­to de dispu­ta y una fuen­te de rique­za inago­ta­ble. Tam­bién, cla­ro, en un ins­tru­men­to de domi­nio. El mer­ca­do medie­val de las reli­quias reli­gio­sas y el espec­tácu­lo de los triun­fos roma­nos anti­ci­pa­ron de algún modo, limi­ta­dos por su carác­ter meto­ní­mi­co, esta bata­lla por las «imá­ge­nes» que la téc­ni­ca ha libe­ra­do defi­ni­ti­va­men­te en los vas­tos espa­cios del comer­cio y la jerar­quía. La igle­sia o el prín­ci­pe medie­va­les se tenían que con­for­mar con com­prar y ven­der una par­te del cuer­po de un san­to; los clubs de fút­bol y las gran­des mul­ti­na­cio­na­les pue­den hoy com­prar y ven­der millo­nes de veces el cuer­po ente­ro ‑y todas sus ges­tos y pos­tu­ras- de una estre­lla del balón. El cón­sul romano tenía que con­for­mar­se con exhi­bir algu­nos sig­nos de su vic­to­ria ‑los teso­ros o los ropa­jes del rey derro­ta­do-; hoy los gobier­nos y los perió­di­cos pue­den exhi­bir inin­te­rrum­pi­da­men­te la genu­fle­xión de los vencidos.

En nues­tros días un hom­bre tie­ne que cui­dar de su cuer­po y de su doble. Hay dos cla­ses de per­so­nas: aqué­llas que pue­den ven­der su ima­gen, como el escla­vo Beckham, que es menos due­ño de sí mis­mo que un negro en una plan­ta­ción, por­que ha renun­cia­do tam­bién a los dere­chos sobre su alma; y aqué­llos a los que roban su ima­gen des­pués de robar­les todo lo demás. Aque­llos que ven­den su ima­gen se con­vier­ten en «mar­cas» (huma­nos mar­ca­dos, como las reses, con el fue­go de un logo­ti­po). Aque­llos a los que roban su ima­gen se con­vier­ten en «tro­feos». Es ver­dad que sigue exis­tien­do el con­cep­to clá­si­co, romano, del tro­feo: los sol­da­dos esta­dou­ni­den­ses, por ejem­plo, subas­tan en inter­net (cru­ce elo­cuen­te de bar­ba­rie anti­gua y tec­no­lo­gía moder­na) ban­de­ras, uni­for­mes y cuchi­llos que arre­ba­ta­ron a los ira­quíes incli­nán­do­se cui­da­do­sa­men­te sobre sus cadá­ve­res. Pero el tro­feo aho­ra es una ley, un mode­lo, una cos­tum­bre del ojo. Alain Gresh repro­du­ce las decla­ra­cio­nes de un arge­lino tras el 11‑S: «Es extra­or­di­na­rio, por pri­me­ra vez somos noso­tros los que esta­mos a este lado de la pan­ta­lla y ellos al otro. Habi­tual­men­te, son ellos los que nos ven morir en la tele­vi­sión». Sería un magro y cruel con­sue­lo, pero no es cier­to. Por­que des­gra­cia­da­men­te nun­ca hay equi­li­brio. Nues­tra tri­bu pro­te­ge tan bien a sus muer­tos como des­pre­cia los de los demás. Nun­ca vimos las víc­ti­mas cal­ci­na­das, derre­ti­das, des­com­pues­tas de las Torres Geme­las; nun­ca fue­ron tro­feos. En un doble movi­mien­to indi­so­cia­ble, nos ocul­ta­ron sus imá­ge­nes y nos die­ron sus nom­bres para que con­ser­va­ran su iden­ti­dad huma­na y no pudie­ran ser tra­ta­dos como obje­tos. Las de los ira­quíes, en cam­bio, se exhi­ben por­que son, han sido siem­pre tro­feos, imá­ge­nes des­pro­vis­tas de nom­bre o dota­das a lo sumo de uno arque­tí­pi­co, como en el repor­ta­je de Mor­ga­na y Mario Var­gas Llo­sa. Tro­feos mili­ta­res, sí, pero sobre todo tro­feos cul­tu­ra­les, tro­feos lite­ra­rios, tro­feos esté­ti­cos, tro­feos ‑en suma- de nues­tra supe­rio­ri­dad natu­ral. El triun­fo a la roma­na, limi­ta­do en el tiem­po y en el espa­cio, ha sido sus­ti­tui­do por este triun­fo a la moder­na en el que la tec­no­lo­gía, al ser­vi­cio de los ven­ce­do­res, per­mi­te poner ante nues­tra vis­ta per­ma­nen­te­men­te ‑y que acep­te­mos como un hecho natu­ral- nues­tra per­ma­nen­te vic­to­ria y la per­ma­nen­te derro­ta de los demás. Las cró­ni­cas de Var­gas LLo­sa son sólo una mues­tra señe­ra de una indus­tria de la per­cep­ción que redu­ce a los ira­quíes ‑a los pobres, a los some­ti­dos, a los ven­ci­dos de todo el mun­do- a la con­di­ción de tro­feos eter­nos de nues­tro majes­tuo­so des­pre­cio de los otros. Los foto­gra­fía­dos, los des­po­ja­dos de su ima­gen, los que no pue­den pro­te­ger su cara -wuiyh en ára­be, sinó­ni­mo de «dig­ni­dad»- son siem­pre los mis­mos: aque­llos que están tan com­ple­ta­men­te a nues­tra mer­ced que lo mis­mo pode­mos des­ce­rra­jar­les un tiro que con­ce­der­les una limos­na. En nues­tra tri­bu lo pri­me­ro no es peca­do y lo segun­do es, por supues­to, admi­ra­do y elo­gia­do; lo pri­me­ro no nos hace sen­tir mal y lo segun­do nos hace sen­tir muy buenos.

Soy un ico­no­clas­ta. Los ico­no­clas­tas creían que el poder de Dios no podía que­dar con­te­ni­do y limi­ta­do en nin­gu­na ima­gen mate­rial. Yo creo que la ima­gen del hom­bre no pue­de ser repro­du­ci­da y explo­ta­da sin limi­tar su liber­tad. El pri­mer día de bom­bar­deos sobre Bag­dad, el 19 de mar­zo del 2003, hice voto de pobre­za visual y deci­dí ‑has­ta el momen­to de la vic­to­ria sobre el capi­ta­lis­mo- renun­ciar a todas las imá­ge­nes en una socie­dad que, como escri­bía Wal­ter Ben­ja­min hace ya sesen­ta años, «ha con­ver­ti­do no sólo la mise­ria, sino inclu­so la lucha con­tra la mise­ria, en un obje­to de con­su­mo». Los efec­tos cola­te­ra­les de la satis­fac­ción esté­ti­ca son des­gra­cia­da­men­te los mis­mos que los de la ambi­ción eco­nó­mi­ca y terri­to­rial, el bene­fi­cio empre­sa­rial y el expan­sio­nis­mo colo­nial: miles de niños muer­tos, muti­la­dos, aban­do­na­dos, despreciados.

Pero ‑lo con­fie­so- he vis­to una foto­gra­fía, una sola, por­que a veces una ima­gen roba­da pro­por­cio­na sobre todo la ima­gen del robo mis­mo. Es la foto de un padre y una hija (como lo son Mario Var­gas Llo­sa y Mor­ga­na) heri­dos en una mis­ma cami­lla. Como tro­feos que son, no sabe­mos sus nom­bres y por eso casi ni pode­mos ima­gi­nar que ten­gan ami­gos o parien­tes que, al ver esa ima­gen, los reco­noz­can; se tie­ne la sen­sa­ción de que han sido crea­dos por la mis­ma bom­ba que los ha hecho sal­tar por los aires y los ha pues­to delan­te del obje­ti­vo. Y aún así impre­sio­nan, hie­ren, sacu­den la con­cien­cia. El es un hom­bre enju­to, menu­do, de media­na edad, mal afei­ta­do; abra­za a su hija ensan­gren­ta­da por detrás de la cabe­za, como en un ins­tin­ti­vo e inú­til ges­to de pro­tec­ción que hubie­se sobre­vi­vi­do ‑qui­zás la úni­ca cosa- al bom­bar­deo. Lo terri­ble, lo mons­truo­so, lo que no pode­mos sopor­tar es que él está llo­ran­do; está llo­ran­do como sólo los hom­bres lo hacen, apa­ra­to­sa­men­te, como una cria­tu­ra, des­ar­ma­do, des­am­pa­ra­do, sin nada ya en que apo­yar­se para sen­tir ver­güen­za. Y lo terri­ble es que inme­dia­ta­men­te com­pren­de­mos por qué. No llo­ra por el dolor de sus heri­das, ni siquie­ra por el dolor mucho más impor­tan­te del de su niña tron­cha­da jun­to a su cos­ta­do. Llo­ra por­que ha decep­cio­na­do la con­fian­za de su hija, que lo creía fuer­te y pode­ro­so y que a su lado se sen­tía a cubier­to de todo mal. Llo­ra por­que ese rayo del cie­lo ha reve­la­do su secre­to y expues­to a la luz del día su fra­ca­so: aho­ra su hija sabe que es un hom­bre peque­ño, vul­ne­ra­ble, insu­fi­cien­te; que su amor es más débil que las esquir­las de un misil; que su bra­zo y su pala­bra no pue­den sal­var­la de todos los peli­gros de este mun­do. LLo­ra y llo­ra sin con­sue­lo por­que él es dimi­nu­to y su niña, de pron­to, se ha hecho mayor. El máxi­mo poder, la máxi­ma segu­ri­dad de este mun­do, la pater­ni­dad, ha sido derri­ba­da como un pali­llo por una bola de fue­go ‑y una volun­tad de jue­go. Una fuer­za capaz de des­truir esto tie­ne que ser nece­sa­ria­men­te muy gran­de; pero una fuer­za más gran­de que el amor y la con­fian­za ‑en nues­tra tri­bu y por todas par­tes- sólo pue­de ser un pecado.

De este lado del mun­do, hace ya mucho tiem­po que no con­fia­mos en la pater­ni­dad y por eso nos cree­mos ‑y cree­mos a nues­tros hijos- com­ple­ta­men­te invul­ne­ra­bles. Cree­mos, más bien, en esa fuer­za de des­truc­ción (bolas de fue­go y volun­tad de jue­go) y en nues­tro sim­ple y tran­qui­lo des­pre­cio del otro. Des­pués de todo, noso­tros segui­mos a este lado de la pan­ta­lla de tele­vi­sión. ¿Es esto realismo?

A un hom­bre se le roba su tie­rra, su casa, su fami­lia, su fuer­za, su salud y lue­go se le roba tam­bién su ima­gen. Se con­vier­te así en un tro­feo. Y cuan­do se le ha con­ver­ti­do en un tro­feo median­te esta sus­trac­ción de cua­li­da­des; cuan­do ha sido lima­do, serra­do, ais­la­do y redu­ci­do a un des­po­jo; cuan­do ya no tie­ne nada con qué defen­der­se, ni siquie­ra un len­gua­je, enton­ces pode­mos qui­zás apia­dar­nos de él y has­ta pro­por­cio­nar­le algu­nos cui­da­dos. En nues­tra tri­bu a esto le lla­ma­mos huma­ni­ta­ris­mo. Iraq ha sido devas­ta­do por los esta­dou­ni­den­ses, sus niños bom­bar­dea­dos des­de el aire por los esta­dou­ni­den­ses, sus cen­tra­les eléc­tri­cas y pota­bi­li­za­do­ras des­trui­das por los esta­dou­ni­den­ses, su patri­mo­nio artís­ti­co saquea­do por los esta­dou­ni­den­ses, muchos de sus hom­bres ence­rra­dos y tor­tu­ra­dos por los esta­dou­ni­den­ses y su petró­leo les ha sido arre­ba­ta­do por los esta­dou­ni­den­ses, pero afor­tu­na­da­men­te a con­ti­nua­ción lle­ga­ron los esta­dou­ni­den­ses y empe­za­ron a repar­tir­les bote­llas de agua mine­ral. ¿Debe­rían sen­tir­se orgu­llo­sos? El capi­tán Kevin Brown diri­ge la ope­ra­ción de dis­tri­bu­ción de sala­rios a ex-mili­ta­res ira­quíes en la calle A‑Zaura de Bag­dad y lo hace sin dejar­se lle­var por el ren­cor y refre­nan­do al mis­mo tiem­po la ten­ta­ción de sen­tir­se bueno: «No sien­to nada por ayu­dar a los que nos dis­pa­ra­ban hace unos meses». Es la fra­se muy cohe­ren­te de un inva­sor. El se limi­ta a cum­plir con sus debe­res de cri­mi­nal, con arre­glo al nue­vo códi­go moral de nues­tra tri­bu: matad, robad, humi­llad, pero acor­da­dos siem­pre de dejar una mule­ta y un dólar, aun­que vues­tros bene­fi­cia­rios no os lo agra­dez­can. «Haz el bien y no mires a quién»; es decir, haz el bien inclu­so ‑inclu­so- a los que has mata­do de sed, de ham­bre, por enfer­me­dad o por arma de fue­go. Haz el bien inclu­so a tus víc­ti­mas. Este es el gran abis­mo moral que media entre el capi­tán Kevin Brown y esos a los que lla­ma­mos «terro­ris­tas» con un cri­te­rio más bien borro­so para desig­nar, sobre todo, su común fal­ta de huma­ni­ta­ris­mo. Por­que si, des­pués de un aten­ta­do, los «terro­ris­tas» deja­sen como rega­lo en el cuer­po de sus víc­ti­mas un bille­te de lote­ría para la fami­lia o un vale para un gabi­ne­te psi­co­ló­gi­co, enton­ces Aznar y Bush los apre­cia­rían tan­to como a los mari­nes, aun­que siguie­sen ope­ran­do a mucha más peque­ña esca­la y pro­du­cien­do muchos menos muer­tos. ¿O no?

Lo cier­to es que la des­apa­ri­ción defi­ni­ti­va del espa­cio polí­ti­co tras el 11‑S ‑con esa pro­li­fe­ra­ción de leyes liber­ti­ci­das en todo el pla­ne­ta- ha sim­pli­fi­ca­do enor­me­men­te el uni­ver­so men­tal de nues­tra tri­bu y la prác­ti­ca de nues­tros gober­nan­tes. Todo es ya sólo cues­tión de «terro­ris­mo» o de «huma­ni­ta­ris­mo», dos con­cep­tos geme­los, naci­dos de una mis­ma raíz y que com­par­ten el mis­mo sue­lo onto­ló­gi­co: sólo se pue­de tra­tar de dos mane­ras a aqué­llos a los que se ha nega­do inclu­so la voz y que ape­nas si pue­den defen­der­se: o el exter­mi­nio o la limos­na, al arbi­trio de las estra­te­gias pun­tua­les de los par­ti­dos y los ejér­ci­tos. La gran ope­ra­ción «anti-terro­ris­ta» y la gran ope­ra­ción «huma­ni­ta­ris­ta», ges­tio­na­das por las mis­mas fuer­zas mili­ta­res, pre­su­po­nen la mis­ma con­si­de­ra­ción acer­ca de sus víc­ti­mas-bene­fi­cia­rios. Un hom­bre es un «terro­ris­ta» ‑y es ese vacío lo que nom­bra la pala­bra- en la medi­da en que se le pri­va de su con­di­ción polí­ti­ca, en que se le des­po­ja de toda capa­ci­dad para nego­ciar, en que no se le reco­no­ce ni siquie­ra el esta­tu­to de «enemi­go»; en la medi­da, pues, en que se le tra­ta como a un inasi­mi­la­ble uni­ver­sal , fue­ra de los lími­tes de la huma­ni­dad, un otro abso­lu­to con el que no pue­de haber nin­gu­na cla­se de diá­lo­go y con­tra el que todo está per­mi­ti­do (inclu­so al mar­gen del dere­cho, como en el caso de los así lla­ma­dos «ase­si­na­tos selec­ti­vos» prac­ti­ca­dos por Israel y EEUU). Pero lo mis­mo ocu­rre con el «huma­ni­ta­ris­mo»: sólo cuan­do a un hom­bre se le ha des­po­ja­do de su casa, de su fami­lia, de su tie­rra, inclu­so de su pasa­por­te, sólo cuan­do se le ha pri­va­do de todo aque­llo que le iden­ti­fi­ca como «humano» ‑según esa para­do­ja que ya seña­ló Han­nah Arendt‑, se invo­can para él los dere­chos huma­nos. Es nece­sa­rio haber des­hu­ma­ni­za­do radi­cal­men­te a un hom­bre, haber­lo expul­sa­do a gol­pes de la huma­ni­dad, para que sea tra­ta­do de un modo huma­ni­ta­rio. «Terro­ris­mo» desig­na la «inhu­ma­ni­dad» del que com­ba­te; «huma­ni­ta­ris­mo» desig­na la «huma­ni­dad» del que lo prac­ti­ca, y la idea mis­ma del «huma­ni­ta­ris­mo» exi­ge de algún modo la dis­con­ti­nui­dad onto­ló­gi­ca del bene­fi­cia­rio: se es humano con los huma­nos, pero huma­ni­ta­rio con los perros aban­do­na­dos. Es difí­cil ima­gi­nar mayor cinis­mo, mayor cruel­dad que la que entra­ña esta mag­ní­fi­ca para­do­ja de la moral de nues­tra tri­bu: los mis­mos que pri­van a un hom­bre de su huma­ni­dad, lue­go le dis­pen­san cui­da­dos huma­ni­ta­rios. Pien­so en el caso terri­ble de Ali Ismain, el niño ira­quí al que los com­pa­ñe­ros bri­ga­dis­tas visi­ta­ron en el hos­pi­tal a los pocos días de comen­zar los bom­bar­deos sobre Bag­dad. Un misil esta­dou­ni­den­se des­tru­yó su casa, mató a sus padres, a sus her­ma­nos y a toda su fami­lia y le arran­có los dos bra­zos. Lue­go, en medio de una gran pom­pa mediá­ti­ca, los mis­mos que habían arrui­na­do para siem­pre su vida le saca­ron del país y le lle­va­ron al mejor hos­pi­tal de Kuwait. Cuan­do los esta­dou­ni­den­ses se mar­chen, Ali Ismain dor­mi­rá en algún basu­re­ro de Bag­dad y se apos­ta­rá de día a la puer­ta del Mac­Do­nalds para reco­ger con la boca la limos­na dis­pli­cen­te de un nue­vo rico. Sería ingra­ti­tud, y de las más negras, que se pusie­ra a pen­sar más bien en algu­na for­ma para poder luchar sin manos.

En este verano del 2003 en el que redac­to estas líneas, nues­tros bra­vos legio­na­rios huma­ni­ta­rios han par­ti­do para Iraq como fuer­zas de ocu­pa­ción y bajo la égi­da de San­tia­go Apos­tol, y los mis­mos que salie­ron a la calle hace seis meses para tra­tar de impe­dir la inva­sión hoy les desean suer­te en su misión. Pero es que la inva­sión esta­ba mal y esto es sólo peor. Aque­llo era un cri­men y esto, en cam­bio, es un cri­men mayor. A veces las cosas son tan sim­ples ‑decía al comien­zo de estas pági­nas- que uno se deja lle­var por el des­áni­mo. No nos des­ani­me­mos. Iraq exis­te. Iraq resis­te. Y ni todo el huma­ni­ta­ris­mo del mun­do, con su sim­ple y tran­qui­lo des­pre­cio del otro, podrá aca­llar la trá­gi­ca com­ple­ji­dad ‑irre­duc­ti­ble a las evi­den­cias de los pode­ro­sos- de lo que está aún por venir. Estoy segu­ro de que nues­tros filán­tro­pos arma­dos vol­ve­rán pron­to a casa. Y que Ali Ismain aplau­di­rá con las dos alas que no pudie­ron arran­car­le y hará el signo de la vic­to­ria ‑no sé- con dos risas, dos rabias o dos cho­rros de voz.

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