veces las cosas son tan sencillas que uno se deja llevar por el desánimo; son tan sencillas y funcionan con tan pocos elementos que no hay forma de cambiarlas. Lo más terrible que puede decirse de las relaciones de dominio ‑conyugales, económicas o coloniales- es que simplifican enormemente el universo mental de los implicados, reducido a las dos evidencias redondas que acompañan y legitiman desde hace miles de años el triunfo de la fuerza: la superioridad de los vencedores y la inferioridad de los vencidos. Un poco por pedantería y un poco por superstición ‑con la esperanza de aumentar la fragilidad de la trama al exagerar su complejidad- he buscado durante mucho tiempo acercamientos más difíciles, más ramificados, más elaborados. Pero me rindo. Todo es tan sencillo que sobrevivirá, tan plano que no caerá: cada uno de los gestos de eso que llamamos Occidente, cada uno de sus parloteos y parlamentos, sus juguetes, sus depresiones, sus periódicos, sus cestas de la compra, sus valores, cada uno de sus adornos de Navidad y cada uno de sus electrodomésticos, presupone y refuerza el más simple y tranquilo desprecio por el otro; el más bondadoso, amable, ingenioso y correcto desprecio por los demás; la más dulce, inteligente y moderada negación del prójimo. No se puede dominar al otro sin violencia; no se le puede violentar sin despreciarlo; pero los podemos despreciar tan cargados de razón, tan henchidos de humanidad y de moral que acabamos ironizando sobre nuestras víctimas, perfeccionándonos con su dolor y afilando nuestra capacidad de amar en sus muñones. El etnocentrismo es uno de los mecanismos de producción de identidad más primitivos de la historia; pero es la primera vez que una pequeña tribu de un remoto rincón de la tierra ‑que hoy representa a menos de la quinta parte de la humanidad- reúne la suficiente fuerza y aplica la bastante violencia como para imponer al resto del mundo su visión cerrada y sus costumbres particulares; tanta fuerza y tanta violencia, tan extendida, tan sin fronteras, que esa visión cerrada ha acabado por parecernos abierta y esas costumbres particulares han acabado por parecernos universales.
En este verano del 2003 en el que escribo estas líneas, la resistencia frente a la ocupación estadounidense aumenta en Iraq mientras disminuye en el resto del mundo. Y el simple y tranquilo desprecio de los otros vuelve a apoderarse de españoles y europeos, como el sueño de la siesta, abanicado por hazañas deportivas y ronroneos de famosos en cueros y alcaldes en camisón.
A mediados de julio oigo en la televisión de un bar la noticia del verano: un grupo de indeseables, entre los que se encuentran «algunos inmigrantes», ha sido sorprendido haciendo fotografías a mujeres que tomaban el sol o se cambiaban de ropa en playas, vestuarios y piscinas públicas de Alemania. La justa cólera de las afectadas ha sido amplificada por la lógica solidaridad de la sociedad alemana y occidental, cuyo escándalo frente a esta operación de voyeurismo no consentido, intolerable agresión a la libertad individual, ha repercutido en toda una serie de comentarios e indignaciones mediáticas contra estos ladrones de imágenes cuya identidad cultural ‑se sobreentendía- no era ajena a su comportamiento irespetuoso.
El lunes 4 de agosto leo en El País la crónica mandada por Mario Vargas Llosa desde Iraq. En ella nos cuenta con indisimulable admiración que su hija Morgana, desatendiendo sus consejos y provista de una abbaya , entró con él en la mezquita de Ali, en Nayaf, uno de los lugares santos del chiismo, y se puso a hacer fotografías. Entonces «un exaltado creyente» que allí rezaba se sintió incomprensiblemente ofendido y «le lanzó un manazo a la cara, que la cámara atajó». ¿Qué ocurrió después? «El guardaespaldas que la acompañaba se llevó las manos a la cabeza, indignado con esa manifestación de obscurantismo» al tiempo que «varias personas del entorno contuvieron y apartaron al agresor». Conclusión lógica del escritor: «las virtudes democráticas de la tolerancia, de la coexistencia en la diversidad, parecen ajenas a estos pagos». (Los subrayados, que son míos, dejan bien claro que uno es siempre más que varios cuando se trata de retratar la verdadera idiosincrasia de un pueblo).
Al parecer los ladrones de imágenes de Alemania, entre los que había ‑insisto- «algunos inmigrantes musulmanes», no querían las fotografías para consumo privado sino para su explotación pública y comercial en internet, lo que sin duda subraya el carácter abyecto de su delito. ¡Qué bonito, en cambio, el reportaje fotográfico firmado por Morgana Vargas Llosa y publicado a todo color en el dominical de El País del 27 de julio, como anuncio y anticipo del «diario de Iraq» excogitado sobre el terreno por su padre y del que hemos extraído el pasaje anterior! El propio escritor había redactado las leyendas y al pie de estas imágenes de niñas, tenderos y funcionarios bagdadíes sorprendidos en sus actividades cotidianas, figuraban textos entrecomillados, como si se tratase de las declaraciones personales de los fotografíados, pero cuyos nombres y pensamientos se había inventado ‑según advertía discretamente la entradilla- el genio fértil del peruano.
Es ésta la universal moral de nuestra tribu: son siempre ellos ‑aquí o allí- los que faltan al respeto y se propasan, los intolerantes, exaltados, agresores y abusones. Lo normal es que nosotros no aceptemos que nos fotografíen en nuestras playas o nuestras iglesias y que ellos acepten ser fotografiados en todas partes: mientras rezan, mientras trabajan o mientras se mueren. Lo normal es que nosotros protejamos nuestras costas de la «invasión» de los inmigrantes y que invadamos sus países con nuestros tanques o nuestros mercachifles. Lo normal es que los marroquíes se adapten en España a nuestra cultura y que los españoles en Marruecos vivan en fortalezas de lujo y clubes exclusivos donde pueden seguir comiendo tortilla de patata y consumiendo espárragos de la península. Lo normal es que, protegidos por guardaespaldas, disparemos nuestras cámaras (o nuestros cañones) y los iraquíes sean los «agresores». Lo normal es que defendamos nuestra «imagen» con uñas y abogados mientras a ellos les robamos no sólo su vida y su riqueza sino también su cara, su nombre y sus pensamientos. Lo normal es que nos preocupe mucho que nuestros políticos roben nuestro dinero y muy poco o nada que maten a extranjeros. Y lo lógico, con este concepto de normalidad, es que interpretemos la resistencia de los pobres y los vencidos a ser fotografiados (o esquilmados y asesinados) en clave cultural, como una superstición relacionada con el alma o como la natural renuencia de su religión, inscrita en las aleyas del Corán, a la democracia y la civilización. ¿No podría ocurrir que estos iraquíes fuesen en realidad como nosotros y no les gustase esta intromisión en su vida privada y en su libertad individual? No. Esto sería aceptar rebajarnos a la altura de aquellos a los que robamos, degradarnos al rango de los que matamos y, en definitiva, equipararnos a aquellos que despreciamos. Lo que a nosotros no nos gusta que nos hagan, debe gustarles a ellos porque se lo hacemos nosotros. El «escándalo» de Vargas Llosa ante la «agresión» sufrida por su hija demuestra el mismo simple y tranquilo desprecio por los otros que la indignación de los marines sorprendidos de que sus tanques Abram fuesen recibidos por disparos y no por vítores en su avance por el desierto iraquí. Los disparos y las fotografías deben ser unilaterales para que sean racionales; y si bombardeamos dulcemente sus ciudades, mutilamos con cariño a sus niños, nos quedamos honestamente con su petróleo, saqueamos desinteresadamente sus museos, les dejamos caritativamente sin electricidad ni agua, allanamos educadamente sus casas y luego vamos, acompañados de guardaespaldas, a fotografiar respetuosamente sus primitivos ritos, entonces el manotazo de «un exaltado» es, por contraste, irracional, fanático e incivilizado.
Vargas Llosa quiere que admiremos la proeza de su hija y nos indignemos ante la intolerancia de su «agresor». Hay algo enternecedor en este orgullo paterno ante el carácter díscolo de una hija a la que no importa poner en peligro su vida con tal de poder despreciar la de los otros. La traviesilla, en compañía de su amiga Marta y de un matón, en alas de la aventura, «se mete a la mezquita ¡haciéndose pasar por una musulmana afgana!». Todo el que haya visitado Iraq (o cualquier otro país árabe) sabe de la ridícula consistencia de esta escena, orientada al mismo tiempo a alimentar los prejuicios de los ignaros, con esta visión exótica y «medieval» del país, y a excitar literariamente su paternidad engallada. Pero hay algo también enternecedor en la ingenuidad letrada con la que Vargas Llosa ‑al que hay que reconocer al menos sus lecturas- evoca sin citarla, en la hazaña de la hija bravía, la aventura de Robert Burton, el genial espía del imperio británico, excelente escritor y notable antropólogo, que a mediados del siglo XIX logró peregrinar hasta la Meca disfrazado de hakim afgano. Conmueve, sí, esta asimilación abusiva, fuera de toda proporción, entre una niña ignorante a la que habría que dar una buena azotaina (no por su temeridad, no, sino por su descortesía de niña mimada) y un extraordinario y versátil aventurero con el que sólo comparte la misma visión imperialista, un hombre que dominaba la lengua árabe y conocía las costumbres musulmanas hasta el punto de hacerse pasar sin sospechas durante meses por un médico pashtun. A un padre enamorado se le perdona todo. ¿No nos gusta ver a nuestros niños reír, aunque para ello tengan que destripar alguna que otra rana? ¿Y no nos indignaría que el jardinero les regañara? Pero este «enternecimiento», como la propia inspiración literaria de Vargas Llosa (que recupera así la más rancia tradición del orientalismo de los imperios coloniales decimonónicos), implica el desprecio espontáneo del otro, al que sólo se ve como ocasión o pretexto para subrayar las propias virtudes, militares o literarias. Es la moral universal de nuestra tribu: nuestra virtud, nuestro talento, nuestra reputación se forjan contra la salud, el bienestar y la vida de los forasteros. Es básicamente un problema de educación, de ese mínimo de reconocimiento de la existencia ajena cuyo último refugio es la cortesía. Yo no lo habría hecho así. Si sorprendiese a mi hija fotografiando cuerpos desnudos en una playa, le diría algunas palabras muy duras y le confiscaría la cámara durante unas horas; si sorprendiese a mi hija ‑yo, que soy también ateo, como Vargas Llosa- fotografiando a hombres que rezan en una iglesia donde está expresamente prohibida la presencia de cámaras, durante una misa o un funeral y en otro país, y eso después de una sangrienta invasión extranjera, le daría unos buenos azotes, le obligaría a pedir disculpas, uno por uno, a todos los presentes y luego la mandaría de nuevo a la Universidad a estudiar algo en serio. Y si uno de los orantes diese un manotazo a su cámara y varios acudiesen a defendernos, yo comprendería la reacción del primero y mostraría mi agradecimiento a los segundos y no tendría más remedio que reconocer, muy a mi pesar, que la mayoría de los cristianos de ese país pertenecen a la clase de gente más tolerante, generosa y civilizada del planeta.
Vargas Llosa, que no viajó al Iraq supliciado por el embargo, viaja en este verano del 2003 al amparo de los tanques estadounidenses. Su pluma no es más que un instrumento ancilar de la invasión y la cámara de Morgana sólo la extensión natural de los misiles y los cañones. El derecho a entrar en la mezquita de Ali, a pasearse desenvueltamente por los lugares santos del chiismo y fotografiar a sus fieles no es el derecho de la civilización, la razón y la tolerancia; ni siquiera el derecho de la hospitalidad otorgado por un anfitrión reconocido; es el derecho del ocupante. Vargas Llosa está ocupando Irak con el ejército estadounidense, y su derecho es el derecho de conquista. Está tratando a los iraquíes como vencidos , con la simple y tranquila naturalidad de un cónsul romano que no distingue, entre las riquezas de su botín, hombres, jarrones y sextercios de oro. Lo entiende todo, con su refinada inteligencia, salvo que no guste su presencia allí. Para entender eso tendría que ser capaz de retroceder más acá de sus planas evidencias tribales y reconocer la existencia de los iraquíes, concederles una normal y universal humanidad, representarse sus sufrimientos y pedirles perdón por haber llegado demasiado tarde. El prefiere pensar que el «botín» se merece lo que le pasa y que hay algo en esas criaturas intrínsecamente incompatible con el cartesianismo, la tolerancia y la democracia.
Las crónicas de Vargas Llosa merecerían un detallado examen, como expresión culta, exhaustiva y depurada del tranquilo y virtuoso desprecio por el otro propio de nuestra cultura; inconscientes o premeditados, se traman ahí todos los prejuicios, los tópicos, las medias verdades, las generalizaciones, las leyendas, los datos de oídas, los pintoresquismos, el repertorio completo de la literatura colonial que vuelve, al parecer, con el propio colonialismo. Pero Vargas Llosa sólo me interesa como ejemplo privilegiado y para ilustrar con este pasaje la cuestión crucial de las «imágenes», que es la cuestión misma del dominio en una época marcada más que ninguna otra ‑con su refrendo tecnológico- por la desigualdad de la mirada.
La inquietante posibilidad técnica de liberar la imagen de un cuerpo y reproducirla ilimitadamente hace que por primera vez la explotación capitalista no se centre sólo en el eje físico del cuerpo. La fotografía ha exteriorizado el «alma», que a partir de ese momento se convierte, al alcance de la mano, en una mercancía, un objeto de disputa y una fuente de riqueza inagotable. También, claro, en un instrumento de dominio. El mercado medieval de las reliquias religiosas y el espectáculo de los triunfos romanos anticiparon de algún modo, limitados por su carácter metonímico, esta batalla por las «imágenes» que la técnica ha liberado definitivamente en los vastos espacios del comercio y la jerarquía. La iglesia o el príncipe medievales se tenían que conformar con comprar y vender una parte del cuerpo de un santo; los clubs de fútbol y las grandes multinacionales pueden hoy comprar y vender millones de veces el cuerpo entero ‑y todas sus gestos y posturas- de una estrella del balón. El cónsul romano tenía que conformarse con exhibir algunos signos de su victoria ‑los tesoros o los ropajes del rey derrotado-; hoy los gobiernos y los periódicos pueden exhibir ininterrumpidamente la genuflexión de los vencidos.
En nuestros días un hombre tiene que cuidar de su cuerpo y de su doble. Hay dos clases de personas: aquéllas que pueden vender su imagen, como el esclavo Beckham, que es menos dueño de sí mismo que un negro en una plantación, porque ha renunciado también a los derechos sobre su alma; y aquéllos a los que roban su imagen después de robarles todo lo demás. Aquellos que venden su imagen se convierten en «marcas» (humanos marcados, como las reses, con el fuego de un logotipo). Aquellos a los que roban su imagen se convierten en «trofeos». Es verdad que sigue existiendo el concepto clásico, romano, del trofeo: los soldados estadounidenses, por ejemplo, subastan en internet (cruce elocuente de barbarie antigua y tecnología moderna) banderas, uniformes y cuchillos que arrebataron a los iraquíes inclinándose cuidadosamente sobre sus cadáveres. Pero el trofeo ahora es una ley, un modelo, una costumbre del ojo. Alain Gresh reproduce las declaraciones de un argelino tras el 11‑S: «Es extraordinario, por primera vez somos nosotros los que estamos a este lado de la pantalla y ellos al otro. Habitualmente, son ellos los que nos ven morir en la televisión». Sería un magro y cruel consuelo, pero no es cierto. Porque desgraciadamente nunca hay equilibrio. Nuestra tribu protege tan bien a sus muertos como desprecia los de los demás. Nunca vimos las víctimas calcinadas, derretidas, descompuestas de las Torres Gemelas; nunca fueron trofeos. En un doble movimiento indisociable, nos ocultaron sus imágenes y nos dieron sus nombres para que conservaran su identidad humana y no pudieran ser tratados como objetos. Las de los iraquíes, en cambio, se exhiben porque son, han sido siempre trofeos, imágenes desprovistas de nombre o dotadas a lo sumo de uno arquetípico, como en el reportaje de Morgana y Mario Vargas Llosa. Trofeos militares, sí, pero sobre todo trofeos culturales, trofeos literarios, trofeos estéticos, trofeos ‑en suma- de nuestra superioridad natural. El triunfo a la romana, limitado en el tiempo y en el espacio, ha sido sustituido por este triunfo a la moderna en el que la tecnología, al servicio de los vencedores, permite poner ante nuestra vista permanentemente ‑y que aceptemos como un hecho natural- nuestra permanente victoria y la permanente derrota de los demás. Las crónicas de Vargas LLosa son sólo una muestra señera de una industria de la percepción que reduce a los iraquíes ‑a los pobres, a los sometidos, a los vencidos de todo el mundo- a la condición de trofeos eternos de nuestro majestuoso desprecio de los otros. Los fotografíados, los despojados de su imagen, los que no pueden proteger su cara -wuiyh en árabe, sinónimo de «dignidad»- son siempre los mismos: aquellos que están tan completamente a nuestra merced que lo mismo podemos descerrajarles un tiro que concederles una limosna. En nuestra tribu lo primero no es pecado y lo segundo es, por supuesto, admirado y elogiado; lo primero no nos hace sentir mal y lo segundo nos hace sentir muy buenos.
Soy un iconoclasta. Los iconoclastas creían que el poder de Dios no podía quedar contenido y limitado en ninguna imagen material. Yo creo que la imagen del hombre no puede ser reproducida y explotada sin limitar su libertad. El primer día de bombardeos sobre Bagdad, el 19 de marzo del 2003, hice voto de pobreza visual y decidí ‑hasta el momento de la victoria sobre el capitalismo- renunciar a todas las imágenes en una sociedad que, como escribía Walter Benjamin hace ya sesenta años, «ha convertido no sólo la miseria, sino incluso la lucha contra la miseria, en un objeto de consumo». Los efectos colaterales de la satisfacción estética son desgraciadamente los mismos que los de la ambición económica y territorial, el beneficio empresarial y el expansionismo colonial: miles de niños muertos, mutilados, abandonados, despreciados.
Pero ‑lo confieso- he visto una fotografía, una sola, porque a veces una imagen robada proporciona sobre todo la imagen del robo mismo. Es la foto de un padre y una hija (como lo son Mario Vargas Llosa y Morgana) heridos en una misma camilla. Como trofeos que son, no sabemos sus nombres y por eso casi ni podemos imaginar que tengan amigos o parientes que, al ver esa imagen, los reconozcan; se tiene la sensación de que han sido creados por la misma bomba que los ha hecho saltar por los aires y los ha puesto delante del objetivo. Y aún así impresionan, hieren, sacuden la conciencia. El es un hombre enjuto, menudo, de mediana edad, mal afeitado; abraza a su hija ensangrentada por detrás de la cabeza, como en un instintivo e inútil gesto de protección que hubiese sobrevivido ‑quizás la única cosa- al bombardeo. Lo terrible, lo monstruoso, lo que no podemos soportar es que él está llorando; está llorando como sólo los hombres lo hacen, aparatosamente, como una criatura, desarmado, desamparado, sin nada ya en que apoyarse para sentir vergüenza. Y lo terrible es que inmediatamente comprendemos por qué. No llora por el dolor de sus heridas, ni siquiera por el dolor mucho más importante del de su niña tronchada junto a su costado. Llora porque ha decepcionado la confianza de su hija, que lo creía fuerte y poderoso y que a su lado se sentía a cubierto de todo mal. Llora porque ese rayo del cielo ha revelado su secreto y expuesto a la luz del día su fracaso: ahora su hija sabe que es un hombre pequeño, vulnerable, insuficiente; que su amor es más débil que las esquirlas de un misil; que su brazo y su palabra no pueden salvarla de todos los peligros de este mundo. LLora y llora sin consuelo porque él es diminuto y su niña, de pronto, se ha hecho mayor. El máximo poder, la máxima seguridad de este mundo, la paternidad, ha sido derribada como un palillo por una bola de fuego ‑y una voluntad de juego. Una fuerza capaz de destruir esto tiene que ser necesariamente muy grande; pero una fuerza más grande que el amor y la confianza ‑en nuestra tribu y por todas partes- sólo puede ser un pecado.
De este lado del mundo, hace ya mucho tiempo que no confiamos en la paternidad y por eso nos creemos ‑y creemos a nuestros hijos- completamente invulnerables. Creemos, más bien, en esa fuerza de destrucción (bolas de fuego y voluntad de juego) y en nuestro simple y tranquilo desprecio del otro. Después de todo, nosotros seguimos a este lado de la pantalla de televisión. ¿Es esto realismo?
A un hombre se le roba su tierra, su casa, su familia, su fuerza, su salud y luego se le roba también su imagen. Se convierte así en un trofeo. Y cuando se le ha convertido en un trofeo mediante esta sustracción de cualidades; cuando ha sido limado, serrado, aislado y reducido a un despojo; cuando ya no tiene nada con qué defenderse, ni siquiera un lenguaje, entonces podemos quizás apiadarnos de él y hasta proporcionarle algunos cuidados. En nuestra tribu a esto le llamamos humanitarismo. Iraq ha sido devastado por los estadounidenses, sus niños bombardeados desde el aire por los estadounidenses, sus centrales eléctricas y potabilizadoras destruidas por los estadounidenses, su patrimonio artístico saqueado por los estadounidenses, muchos de sus hombres encerrados y torturados por los estadounidenses y su petróleo les ha sido arrebatado por los estadounidenses, pero afortunadamente a continuación llegaron los estadounidenses y empezaron a repartirles botellas de agua mineral. ¿Deberían sentirse orgullosos? El capitán Kevin Brown dirige la operación de distribución de salarios a ex-militares iraquíes en la calle A‑Zaura de Bagdad y lo hace sin dejarse llevar por el rencor y refrenando al mismo tiempo la tentación de sentirse bueno: «No siento nada por ayudar a los que nos disparaban hace unos meses». Es la frase muy coherente de un invasor. El se limita a cumplir con sus deberes de criminal, con arreglo al nuevo código moral de nuestra tribu: matad, robad, humillad, pero acordados siempre de dejar una muleta y un dólar, aunque vuestros beneficiarios no os lo agradezcan. «Haz el bien y no mires a quién»; es decir, haz el bien incluso ‑incluso- a los que has matado de sed, de hambre, por enfermedad o por arma de fuego. Haz el bien incluso a tus víctimas. Este es el gran abismo moral que media entre el capitán Kevin Brown y esos a los que llamamos «terroristas» con un criterio más bien borroso para designar, sobre todo, su común falta de humanitarismo. Porque si, después de un atentado, los «terroristas» dejasen como regalo en el cuerpo de sus víctimas un billete de lotería para la familia o un vale para un gabinete psicológico, entonces Aznar y Bush los apreciarían tanto como a los marines, aunque siguiesen operando a mucha más pequeña escala y produciendo muchos menos muertos. ¿O no?
Lo cierto es que la desaparición definitiva del espacio político tras el 11‑S ‑con esa proliferación de leyes liberticidas en todo el planeta- ha simplificado enormemente el universo mental de nuestra tribu y la práctica de nuestros gobernantes. Todo es ya sólo cuestión de «terrorismo» o de «humanitarismo», dos conceptos gemelos, nacidos de una misma raíz y que comparten el mismo suelo ontológico: sólo se puede tratar de dos maneras a aquéllos a los que se ha negado incluso la voz y que apenas si pueden defenderse: o el exterminio o la limosna, al arbitrio de las estrategias puntuales de los partidos y los ejércitos. La gran operación «anti-terrorista» y la gran operación «humanitarista», gestionadas por las mismas fuerzas militares, presuponen la misma consideración acerca de sus víctimas-beneficiarios. Un hombre es un «terrorista» ‑y es ese vacío lo que nombra la palabra- en la medida en que se le priva de su condición política, en que se le despoja de toda capacidad para negociar, en que no se le reconoce ni siquiera el estatuto de «enemigo»; en la medida, pues, en que se le trata como a un inasimilable universal , fuera de los límites de la humanidad, un otro absoluto con el que no puede haber ninguna clase de diálogo y contra el que todo está permitido (incluso al margen del derecho, como en el caso de los así llamados «asesinatos selectivos» practicados por Israel y EEUU). Pero lo mismo ocurre con el «humanitarismo»: sólo cuando a un hombre se le ha despojado de su casa, de su familia, de su tierra, incluso de su pasaporte, sólo cuando se le ha privado de todo aquello que le identifica como «humano» ‑según esa paradoja que ya señaló Hannah Arendt‑, se invocan para él los derechos humanos. Es necesario haber deshumanizado radicalmente a un hombre, haberlo expulsado a golpes de la humanidad, para que sea tratado de un modo humanitario. «Terrorismo» designa la «inhumanidad» del que combate; «humanitarismo» designa la «humanidad» del que lo practica, y la idea misma del «humanitarismo» exige de algún modo la discontinuidad ontológica del beneficiario: se es humano con los humanos, pero humanitario con los perros abandonados. Es difícil imaginar mayor cinismo, mayor crueldad que la que entraña esta magnífica paradoja de la moral de nuestra tribu: los mismos que privan a un hombre de su humanidad, luego le dispensan cuidados humanitarios. Pienso en el caso terrible de Ali Ismain, el niño iraquí al que los compañeros brigadistas visitaron en el hospital a los pocos días de comenzar los bombardeos sobre Bagdad. Un misil estadounidense destruyó su casa, mató a sus padres, a sus hermanos y a toda su familia y le arrancó los dos brazos. Luego, en medio de una gran pompa mediática, los mismos que habían arruinado para siempre su vida le sacaron del país y le llevaron al mejor hospital de Kuwait. Cuando los estadounidenses se marchen, Ali Ismain dormirá en algún basurero de Bagdad y se apostará de día a la puerta del MacDonalds para recoger con la boca la limosna displicente de un nuevo rico. Sería ingratitud, y de las más negras, que se pusiera a pensar más bien en alguna forma para poder luchar sin manos.
En este verano del 2003 en el que redacto estas líneas, nuestros bravos legionarios humanitarios han partido para Iraq como fuerzas de ocupación y bajo la égida de Santiago Apostol, y los mismos que salieron a la calle hace seis meses para tratar de impedir la invasión hoy les desean suerte en su misión. Pero es que la invasión estaba mal y esto es sólo peor. Aquello era un crimen y esto, en cambio, es un crimen mayor. A veces las cosas son tan simples ‑decía al comienzo de estas páginas- que uno se deja llevar por el desánimo. No nos desanimemos. Iraq existe. Iraq resiste. Y ni todo el humanitarismo del mundo, con su simple y tranquilo desprecio del otro, podrá acallar la trágica complejidad ‑irreductible a las evidencias de los poderosos- de lo que está aún por venir. Estoy seguro de que nuestros filántropos armados volverán pronto a casa. Y que Ali Ismain aplaudirá con las dos alas que no pudieron arrancarle y hará el signo de la victoria ‑no sé- con dos risas, dos rabias o dos chorros de voz.