Por Sergio Rodríguez Gelfenstein. Resumen Latinoamericano, 20 de diciembre de 2021.
La situación actual de Chile se me hace cada vez más asombrosamente similar a la de comienzos de la década de los 90 del siglo pasado en Venezuela. En ese instante, aquí –al igual que en Chile hoy- se vivían 30 años de pos dictadura. Los dos países ‑en su momento- fueron presentados como «modelo de democracia a seguir» y «ejemplo para el mundo» a partir del «éxito» del sistema de democracia representativa bipartidista en el que la economía se puso al servicio de un sector minoritario de la población.
«No son treinta pesos, son treinta años» hubieran podido exclamar las decenas de miles de manifestantes que protagonizaron el «caracazo» del 27 y 28 de febrero de 1989, movimiento popular de protesta que se expresó en forma masiva como expresión del rechazo a las medidas de corte neoliberal implementadas por el presidente Carlos Andrés Pérez. En el quinto mayor productor y exportador de petróleo del mundo, había un 51% de pobreza. El destino de Pérez (contumaz corrupto como quedó demostrado pocos años después) y de la falsa democracia, quedaron sellados para siempre. Miles de muertos y desaparecidos ‑hasta hoy- fueron la respuesta del gobierno a la vibrante acción popular.
Pero ambas situaciones también tienen diferencias, una de ellas muy relevante. Ante el clamor multitudinario de la ciudadanía y la reprobación del sistema ante la inactividad, pasividad y complicidad de los políticos, un grupo de militares patriotas, atentos a la situación creada, produjeron dos alzamientos durante el año 1992 para manifestar su apoyo al sentir popular. El primero de ellos, realizado el 4 de febrero bajo la conducción de Hugo Chávez Frías, un desconocido teniente coronel de Fuerzas Especiales, elevó el espíritu de lucha, señaló un camino distinto y colocó a Chávez en el pedestal de las futuras batallas que habrían de sobrevenir. Como nunca antes en la historia de Venezuela un líder asumió la responsabilidad por un fracaso, pero esta vez, la derrota «por ahora» del movimiento le imprimió un derrotero de victoria a lo que ese día había significado una derrota.
Chávez y sus compañeros fueron a la cárcel. La misma tarde de ese día en una reunión especial del Congreso, el ex presidente Rafael Caldera emergió de las sombras para que, con el oportunismo propio de cualquier despreciable político tradicional, y utilizando un vibrante discurso en el que llamó a revisar las verdaderas causas del alzamiento, se apoderara del protagonismo de la acción que había estremecido hasta los cimientos a la sociedad venezolana. Dos años después, Caldera era elegido presidente de Venezuela.
La similitud de la situación de ambos países viene dada porque en Chile, a partir del 18 de octubre de 2019 ‑al igual que en Venezuela durante el «caracazo»- el país se vio estremecido por un gran movimiento popular de repudio al sistema neoliberal continuador de la dictadura. La protesta masiva fue expresión del sentir de un pueblo cansado tras 30 años de exclusión y depauperación, en particular de los sectores más humildes de la población. La respuesta del presidente Piñera –al igual que la de Carlos Andrés Pérez treinta años atrás- fue una brutal represión con el agravante de que aportó una nueva técnica consistente en que las fuerzas policiales disparaban a los ojos para dejar ciegos a los manifestantes, exponiendo así un novedoso atributo de la democracia representativa.
Vale decir que las balas lograron quitarle la visión física a los manifestantes heridos en sus ojos, pero no pudieron afectar la visión política, el espíritu de lucha y el alma pura de la mayoría, como lo demuestra la senadora Fabiola Campillai elegida con la primera mayoría en Santiago, quien perdió la vista por la represión asesina de Piñera y la democracia representativa.
Cuando las protestas estaban en el cénit y Piñera tambaleaba y cuando el pueblo había decidido llevar adelante su movimiento hasta las últimas consecuencias ante la «inactividad, pasividad y complicidad de los políticos», cual Rafael Caldera del siglo XXI, apareció Gabriel Boric, como ave fénix a salvar a su colega de profesión Sebastián Piñera de la misma manera que éste ‑en salvaguarda de la democracia representativa- había corrido a Londres a expresar su apoyo a Pinochet que se encontraba detenido por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. Así un «salvador» salvó a otro «salvador».
El pacto de las élites políticas del 15 de noviembre de 2019, paralizó en buena medida la protesta y Gabriel Boric emergió como el protagonista principal de la salvación del sistema para que dos años después ‑igual que Caldera- pudiera ser elegido presidente o al menos, ser fuerte candidato a serlo cuando escribo estas líneas.
En 1994, Caldera fue considerado el «mal menor» ante lo que se estimaba la irrupción neoliberal en Venezuela. Una gran cantidad de fuerzas concurrieron a apoyarlo, incluyendo el partido comunista (PCV) en contra del candidato que en ese momento representaba a la izquierda. Así, se constituyó el «chiripero», los comunistas por primera vez fueron gobierno desde el inicio de la democracia representativa en 1958. Un ex guerrillero, Teodoro Petkoff (cual Carlos Ominami cualquiera), ultra izquierdista devenido neoliberal, se transformó en ministro de Planificación, privatizando todo lo privatizable, incluyendo la compañía venezolana de aviación (VIASA) quedando desempleados todos los trabajadores menos uno: el hijo de Petkoff.
Así, la izquierda «chiripera» devino neoliberal y privatizadora, a tal punto que el PCV se vio obligado a abandonar el gobierno tras el «engaño» de Caldera que hizo lo opuesto a lo que se había acordado, a fin de poner distancia con el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Al contrario, la administración de Caldera fue de profunda continuidad neoliberal.
Yo no voté por Caldera, no acepté el «mal menor» y preferí esperar una mejor situación en un momento en que el Comandante Chávez y sus compañeros aún estaban en prisión. Chávez salió de la cárcel en 1994 y se lanzó por los caminos de Venezuela a exponer su proyecto de país. El «caracazo» de 1989 que había tenido prolongación en 1992, había parido un nuevo líder.
En la campaña electoral de 1998, Chávez llamó a los venezolanos y venezolanas a participar para construir un país distinto a partir de la aprobación de una nueva Constitución que debía ser redactada por genuinos representantes del pueblo y avalada por éste en referéndum constituyente. El pueblo creyó en Chávez y lo eligió presidente con 56,5% de los votos. Éste había recobrado valor, Chávez lo rescató y le dio toda la significancia que debe tener en una democracia verdadera. Por eso, en Venezuela la democracia, además de representativa, es participativa y goza del protagonismo del pueblo por mandato de la Constitución que se habría de aprobar el 15 de diciembre de 1999. Por supuesto que el proceso es imperfecto, tiene muchos problemas porque es un modelo en construcción bajo el incesante asedio, intervención e injerencia de los poderes imperiales estadounidenses y europeos.
Pero en 1998 valió la pena no haberse rendido al «mal menor» de 1994. Ese mismo engaño le ha costado a Chile 32 años de continuidad dictatorial a los que se podrían sumar otros custro, si es que la Convención Constitucional no le pone coto, al menos en parte. El «mal menor» es el que llevó a Biden a la presidencia de Estados Unidos y todos hemos visto los resultados. No dudo que para el pueblo estadounidense los demócratas significan una expectativa distinta a la que generan los republicanos. De la misma manera, no pongo en tela de juicio que para el pueblo chileno, Boric ofrece una opción distinta a Kast. Pero en cuanto a política exterior, los dos prometen lo mismo: seguir manteniendo a Chile como aliado privilegiado de Estados Unidos en particular en sus intentos de derrocamiento de los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Tanto Boric como Kast ‑por igual- caracterizan a sus gobiernos como dictaduras.
El «mal menor» chileno para Venezuela se ha extendido a los organismos internacionales. La señora Bachelet, expresión superlativa de ese «mal menor», sigue siendo expresión de la política imperial a partir de informes sesgados sobre el país que retransmiten las políticas diseñadas en Washington y qe ella acata a plenitud.
Soy chileno y venezolano. Respeto sinceramente a todos mis amigos que en Chile van a votar por Boric, pero yo vivo en Venezuela, no puedo votar por alguien que se ha asumido como enemigo del país y que propugna el derrocamiento de su gobierno. Tengo que pensar en el país, pero sobre todo en el futuro de mi familia y de mi hijo.
El entorno concertacionista de socialistas, pepedes y demócrata cristianos que se han acercado recientemente a Boric para construir su política, augura un nuevo Petkoff conduciendo la economía. Marginarán al PC hasta que este se vea obligado ‑si son consecuentes con su historia- a abandonar el gobierno. Sólo es deseable que con Boric, a los comunistas no les ocurra lo mismo que con González Videla durante la década de los 40 del siglo pasado, a quien ayudaron a elegir y que una vez en el gobierno, los persiguió, relegó y reprimió.
Por lo pronto, es deseable también que la Convención Constitucional, a pesar de no ser constituyente sea capaz de generar una nueva institucionalidad que barra con la actual, heredada de la dictadura y que los chilenos tengan una nueva opción en la que no estén obligados a optar por el mal menor. Tengo plena confianza en que la sabiduría popular hará emerger otro liderazgo que traiga un nuevo presidente/a que sí sea fiel representante de sus intereses.
Mientras ese momento llegue, en este 2021 en Chile, como en 1993 en Venezuela, no votaré. Esperaré que Chile tenga también un luminoso 1998 que permita «abrir las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor» como dijera el presidente Allende, el único verdadero Salvador que ha tenido Chile en su historia reciente.
Foto: Martin Bernetti (AFP)
Fuente: Misión Verdad