El principal problema histórico con que se enfrenta reiteradamente España consiste en estar regida por Gobiernos que, sean del color que sean, siempre refieren su acción política a un futuro próspero en tanto que los ciudadanos pierden indefectiblemente el presente. Dos repúblicas trataron de construir una ciudadanía con conciencia de lo inmediato, pero fue inútil. Zapatero ha vuelto a reiterar ese singular modo de contemplar la vida como un estricto futuro. «Hoy no la vemos (se refiere a la supuesta salida progresista de esa crisis) porque es muy pronto; tardaremos años en verla». Pese a sus protestas laicistas, el presidente del actual Gobierno de Madrid sigue la más rancia tradición teologal española: la salvación acontece tras la muerte. Es decir, la salvación no tiene nada que ver con la satisfacción cotidiana, con el hecho vivencial del individuo. Insistir en este aspecto es muy importante para clarificar las radicales diferencias existenciales de Euskadi y Catalunya con España.
Los vascos y los catalanes viven siempre en el presente. Como naciones sienten en la carne su profunda raíz histórica, su geología caliente, pero como pueblos ‑que se aplican a la cantería del presente- apremian a la hora y le exigen la justicia y el bienestar. España es indudablemente una nación también, incluso una nación hiperbólica, pero no ha podido jamás ser un pueblo. Nunca ha podido edificar un presente admisible como tal. Lo niega de modo tangible su existencia cotidiana, acodada en una perpetua y agónica espera de tiempos mejores, con necesidades tercas y resignadas, con la falta de libertades aquí y ahora…
La vida española está perpetuamente más allá de la vida. Por el contrario, los vascos y los catalanes no aceptan este futurismo de orden celestial, que antes de que España fuera España lo protagonizó el reino de León y lo inoculó en la naciente Castilla. León, Castilla, Zapatero ahora… Siempre el más allá como escenario ansiado. El opio del pueblo español es la espera.
Se cuenta de lord Keynes que, ante la objeción de un colaborador suyo de que sus recomendaciones anticrisis producirían malos resultados a largo plazo, le dijo simplemente: «Mire usted, amigo mío, a largo plazo estaremos todos muertos». Verdaderamente no se puede creer en políticos que se dedican a edificar el futuro sin poner una sola piedra en el presente. Entre otras cosas porque se trata de evitar los muertos ‑muertos físicos y muertos psicológicos- producidos por una espera agotadora.
Lo realmente extraordinario de esta situación consuntiva es que una mayoría de españoles defienden ardidamente a quienes les ofrecen el nebuloso porvenir. La ciudadanía española se niega reiteradamente a abrir el fardo del que dicen que guarda el mañana luminoso. Quizá tema que esté vacío. Ha de ser tremendo pensar que no teniendo un pasado admisible y careciendo de un presente satisfactorio tampoco exista un futuro confortable. Un individuo así constituido pervive en la fe como último recurso. Lo decía el catecismo del P. Astete: «Fe es creer lo que no vemos». Se trata, por tanto, no de una fe en nosotros mismos, sino de una fe que se aloja en otros, en este caso en los gobernantes, que acaban por ser divinizados.
Este tipo de fe vacía hace que la vida del ser humano se convierta en un ejercicio de ferocidades sobre cualquier entorno adverso, ya que defender lo inexistente demanda una cólera defensiva aterradora. Defender lo irrazonable exige un dramático acarreo para el propio sacrificio.
El Sr. Zapatero, que es un ejemplo brillante de la catequística del P. Astete, dice que la salida de la crisis «tardaremos años en verla». Bien; pero ¿cuántos años? ¿diez, veinte, cien…? No creo que conozca el plazo, siquiera aproximado, el Sr. Zapatero. A mí el dirigente socialista me recuerda los principios de la información meteorológica en la radio española, cuando un locutor con fama de dipsómano dijo, por no llegarle a tiempo el parte oficial, «que mañana un tiempo u otro hará». Apoyándose en esta indefinición lo que no resulta de ninguna manera razonable es que a unos millones de españoles se les pida el sacrificio de su existencia para alumbrar un futuro que además no va a ser suyo.
La misma Iglesia católica, tan efectiva en esto de relegar al más allá la vida del más acá, profesa que no son exigibles las virtudes heroicas. La gente empieza a no resignarse a la desesperación, sobre todo pensando que no ha gestado el catastrófico presente. Sospecha que se está sacrificando en nombre de una dogmática excluyente de variantes o de invenciones. Tengo claro que al enfrentamiento a los poderes se llama terrorismo y que apareja duras torturas y penalizaciones, pero la vida hay que gestarla desde la dolorosa nada de poder contra el poder que no contiene nada.
Uno no puede ir tirando a base de planes renove. Hay que aspirar a algo sólido. Es más, lo único que justifica la espera en un porvenir reticente es el empleo de la vida en abastecer una voluntad revolucionaria. Sí, revolucionaria. Sin miedo a la palabra ni a la realidad que esa palabra entraña. Recuerdo la lata que me dio un taxista que detuvo el coche para explicarme las barbaridades que hacía el Gobierno socialista de aquel tiempo. Le dije que estaba de acuerdo y que debíamos proceder en consecuencia. Al llegar a este punto, el taxista me miró con fiereza y me recriminó que yo le estaba inclinando al comunismo. Aclaro que yo me refería al comunismo que aún no había triturado el Sr. Carrillo y que se abrigaba con el jersey del honrado Sr. Camacho. «No querrá usted que vote comunista», me dijo enfurecido el taxista, que creía en la democracia occidental como quien cree a machamartillo en su dudosa familia. Le dije que sí y él, con ásperos modales, aclaró que era un socialista de Felipe González y que su voto iría siempre a esa urna. Me pareció que debía contestarle con una obviedad: «Si usted va a seguir votando ese socialismo ahí lo tiene ya y no me maree con banales quejas sobre la situación». Además le rogué que me cobrase, ya que habíamos llegado al final del viaje y tenía el taxímetro funcionando.
Esto es precisamente lo indignante en el Sr. Zapatero, que insiste en confesar la dureza de la crisis, pero promete el remedio ad kalendas graecas mientras sigue teniendo el taxímetro en marcha.
Dada la situación, gentes como yo nos conformaríamos con algunos remedios aunque fueran modestos. Pero remedios operantes, remedios actuales. No me parece decente que se nos hable de que el endurecimiento en las pensiones, la eliminación de ayudas al paro, las restricciones crediticias al consumo, las liberalizaciones del despido, la carestía de la existencia, la brutalidad de la justicia y de la Policía contra las ciudadanías rebeldes y otro centón de cosas conformen la vía hacía la mejora de un futuro que, además, no sabe ni el presidente del Gobierno cuando acaecerá.
Una serie de millones de individuos sufren la ignominiosa tensión de reducir su futuro visible al día siguiente. Futuro además, que no porvenir, que son dos conceptos muy distintos. El futuro baraja sus cartas con el azar, el porvenir trabaja con las perspectivas ciertas. A mí, esto de hablarme del día de mañana me suena a oración funeral y a paso por el fastidioso purgatorio. Y, como toda oración funeral, tiene más de ceremonia para entretener a los deudos que de remedio para el muerto.
Si el Sr. Zapatero sabe la longitud del túnel por el que transitamos que lo diga, pero temo que él nos anima a esperar la luz mientras su Gobierno se ha apeado en la estación anterior. De la misma manera que no se enteró que empezaba la tormenta ahora ignora donde ha dejado el paraguas.