Cuando George Bush Jr. salió de la Casa Blanca, el mundo suspiró aliviado. La Doctrina de Seguridad Nacional de golpes unilaterales, la invasión de Irak bajo el pretexto falso de las armas de destrucción masivas, y el abandono de los espacios multilaterales había abierto una nueva fase de agresión estadounidense. A pesar de la concentración en el medio-oriente, el aumento de la amenaza de la intervención militar se sintió fuerte e inminente en muchas partes del mundo.
A dos años de distancia, el alivio ha dado paso a una creciente preocupación. Estamos frente a una nueva ola de militarización en América Latina, apoyada y promovida por el nuevo gobierno de los Estados Unidos. Algunas comunidades ya lo están viviendo con la presencia visible de soldados en sus calles. Para países como Haití, Honduras, México y Colombia, las esperanzas de paz y convivencia se han desvanecido ante el avance de la militarización. Aunque ésta está impuesta bajo varios pretextos, en el fondo los objetivos son el control social y el dominio sobre los recursos naturales, basado en la fuerza.
Un recorrido por esta nueva realidad nos demuestra condiciones de vida deterioradas, aumento en la violencia, desplazamiento forzado, presupuestos desviados de las necesidades básicas de la población hacia la compra de armas y espionaje, violaciones de derechos humanos y libertades civiles. En nuestra región, el modelo de guerra global contra el terrorismo se ha convertido, con muy pocos ajustes, en la guerra contra el narcotráfico, que tiene un subtexto explícito de guerra de contrainsurgencia.
En este contexto, resalta a la vista la resistencia y el papel fundamental de las mujeres en los movimientos contra la guerra y por la paz. Las razones de la participación notable de las mujeres en estos movimientos no tiene que ver con argumentos esencialistas que afirman que las mujeres tienen un vínculo biológico más fuerte con la vida que las lleva a luchar contra las guerras. Desgraciadamente, sobran ejemplos de mujeres en la política y la sociedad que han sido promotoras de la guerra y de la militarización, igual que hay muchos hombres que resisten. Más bien el compromiso de las mujeres organizadas a luchar contra la militarización surge de su propia experiencia y de sus papeles sociales. Desde las Feministas en Resistencia al golpe de estado en Honduras, hasta las madres de Ciudad Juárez, la terrible violencia desatada por las estrategias de confrontación y la presencia de las Fuerzas Armadas las han motivado a movilizarse en defensa de la paz y la democracia.
Existe una razón más que explica la amplia militancia de las mujeres en los movimientos contra la militarización. Ellas enfrentan riesgos particulares; son o pueden ser víctimas de crímenes de género y violencia sexual, incluyendo el uso sistemático de la violación como arma de guerra. Desde hace tiempo se sabe que la violación y el abuso sexual no son meramente excesos, o parte del “botín de guerra”. Son tácticas de dominación por medio del cuerpo de la mujer, con fines políticos y militares. Sin embargo, fue relativamente reciente que la violencia sexual fue reconocida por las Naciones Unidas como crimen de guerra y asunto de seguridad internacional. A pesar de la adopción del resolutivo 1325 que cumple diez años este mes, la impunidad sigue empeorando en estos casos, ante la indiferencia de las sociedades, la debilidad de los sistemas de justicia y el poder de las fuerzas militares culpables.
Haití hoy es un ejemplo trágico de la violencia sexual que crece en un entorno militarizado. A pesar de la presencia de más de 12 mil tropas de la MINUSTAH, después del terremoto de 12 del enero se han reportado cientos de violaciones de mujeres en los campamentos de refugiados; una ONG reportó 230 violaciones entre enero y marzo en sólo 15 campamentos, un número que lamentablemente parece ser solo el punto del iceberg. La concentración de la ayuda internacional en la seguridad y el despliegue de tropas no han servido para proteger a las mujeres haitianas. En sus testimonios sobre los abusos – cargados de llanto e impotencia – señalan que los soldados no responden a sus quejas. La estrategia de militarización del país ha desviado cuantiosos recursos hacia las tropas; si los recursos fueran canalizados a la vivienda y la alimentación, las mujeres no estarían en tales condiciones de alto riesgo.
El caso de Haití destaca la importancia de desarrollar un análisis de género desde el principio de los esfuerzos de paz para lograr una visión integral de la violencia y una definición amplia e inclusiva de la seguridad. La aportación de las mujeres a los movimientos contra la militarización en sus países no es sólo la de alimentar las bases de las organizaciones populares o lograr mayor representatividad de su género, aunque estos dos motivos son importantes. También traen una agenda propia de derechos e igualdad de género que es un pilar de la construcción de la paz duradera y con justicia. A pesar de la urgencia de la lucha contra la militarización, no han dejado atrás o “para después” esta agenda feminista. Como explica Adelay Carias de Feministas en Resistencia:
“En un primer momento, la necesidad urgente e inmediata de luchar contra los militares, de detener la represión y de exigir el regreso al orden constitucional fue lo que nos motivó y nos guió para sumarnos a esta lucha. Pero también desde el principio entendimos que era el momento para posicionar nuestras demandas, para ampliar los límites de nuestro proyecto feminista… Nuestras consignas “Ni golpe de Estado, ni golpe a las mujeres”, “Alto al femicidio”, “Ni botas ni sotana contra las lesbianas”, “Saca tu rosario de mis ovarios”, se escuchaban en las marchas, mientras caminábamos a la par del pueblo de Honduras exigiendo paz, libertad, igualdad, democracia, justicia.”
Yolanda Becerra, de la Organización Femenina Popular de Colombia, destaca que el movimiento de mujeres contra la militarización y por la paz con justicia en su país lucha por “todos los derechos — el derecho a una vida digna, el derecho a decidir, el derecho a la palabra, el derecho para poder comer en medio de la pobreza…”. En agosto llevaron a cabo el Encuentro Internacional de Mujeres y Pueblos de las Américas contra la Militarización para tejer redes, discutir el conflicto armado desde una perspectiva de género y “buscar las formas para desarticular la lógica de la guerra.” Mujeres de todas partes del mundo participaron en el evento, que tuvo como eje la protesta contra el acuerdo para la presencia militar de EEUU en por lo menos siete bases militares colombianos.
Las mujeres pagan un precio alto para su resistencia. Desde Honduras, las Feministas en Resistencia – la alianza de organizaciones de mujeres que se formó después del golpe de Estado – presentó un informe a la Comisión Inter-Americana de Derechos Humanos el 2 de noviembre que documenta cientos de casos de violación, abuso sexual, violación de derechos y asesinatos de mujeres de la resistencia a manos de los golpistas.
Becerra, de la OFP, obtuvo medidas cautelares de la CIDH, después de recibir múltiples amenazas. Otra mujer que habló en el Encuentro contra la Militarización fue la Senadora Piedad Córdoba. Reconocida opositora a la militarización de su país y promotora de una salida negociada al conflicto, habló de los 4 millones de refugiados internos que son el resultado de la militarización de Colombia, y “el despojo de más de 5 millones de hectáreas de la tierra de los campesinos, en manos de los paramilitares para pasar a las manos de los grandes empresarios que son los financiadores del paramilitarismo… “
Concluyó: “Por eso las mujeres estamos decididas: No más hijos para la guerra, aquí es imposible parar la guerra con la guerra… La paz no es sólo una palabra bonita. La paz es la necesidad de discutir cómo se reparten los beneficios del desarrollo, quienes se quedan con la riqueza… Estamos frente un Estado que militariza el pensamiento, que militariza hasta el deseo, que militariza hasta el amor, la amistad – nuestra voz tiene que ser en contra de la guerra, pase lo que pase.”
La respuesta del gobierno de la “seguridad democrática” — léase la militarización — fue rápida. Menos de un mes después de su intervención en el encuentro de mujeres contra la militarización, el Procurador anunció la decisión de destituir a Córdoba e inhabilitarla por 18 años de funciones públicas por supuestos vínculos con las FARC, otra expresión de la militarización patriarcal. Ella ha participado en negociaciones oficiales con las FARC y ha logrado la liberación de varios rehenes. Dice que no la van a callar.
Ahora las mujeres mexicanas empiezan a sufrir lo que sus compañeras colombianas conocen desde hace décadas. A pesar de los pésimos resultados, Hillary Clinton anunció hace unas semanas que hace falta un “Plan Colombia” para México. Aún sin la escalada que implica un “Plan México”, la militarización de México ha avanzado de manera estrepitosa bajo el pretexto de la guerra contra el narcotráfico de Calderón y la Iniciativa Mérida de los EEUU.
En México, como en Colombia, son las mujeres las que están al frente de las nuevas organizaciones contra la militarización. Fue una mujer — madre de un joven asesinado- que interrumpió el discurso de Calderón en Ciudad Juárez en febrero de este año, protestando a gritos por la fracasada estrategia de seguridad que ha convertido su ciudad en territorio ocupado y ha multiplicado más de diez veces los asesinatos. Fueron mujeres que se pararon a darle la espalda a un presidente que prometía seguridad y entregaba muerte. Siguen siendo mujeres, en organizaciones de mujeres o en grupos mixtos de ciudadanos, que rechazan la afirmación repetida por el gobierno hasta el cansancio que la muerte de sus hijos es un costo razonable en el enfrentamiento con el crimen organizado.
En la frontera norte, defensoras de derechos humanos han sido ejecutadas. Sus casos y los contextos son diferentes de las jóvenes víctimas de los feminicidios — son blancos no por su vulnerabilidad sino precisamente por su valor cívico. Sin embargo, la impunidad que encubre todos los crímenes contra las mujeres es la misma. La militarización de estos países tiene un impacto directo en las vidas de las mujeres, y también en sus formas de resistencia. Daysi Flores de Feministas en Resistencia explica su experiencia: “En sólo un año, hemos tenido que aprender a vivir con dolor, impotencia, coraje, miedo y desesperanza. Intenten maquillar la dictadura, pero caminando en las calles se ve que es un país tomado por las fuerzas militares. Entonces, tenemos que ser creativas, aprender a enfrentar las amenazas, cómo no ser asesinadas, detenidas, violadas o secuestradas. Aún así rechazamos abandonar la idea de la democracia, la verdadera, la que nos robaron con sus rifles, gases lacrimógenos, golpizas y muertes. Por eso, seguimos saliendo a protestar, aún cuando se pone en riesgo nuestras vidas.”
Las redes de solidaridad entre las mujeres a nivel internacional han sido muchas veces coyunturales ó efímeras. Las mujeres que enfrentan la militarización en situaciones de conflicto están expuestas a riesgos que van desde amenazas a ellas y a sus familiares, asesinato, abuso sexual y violencia física y psicológica. Tenemos que construir redes de respuesta rápida para jamás dejar sola a una compañera amenazada o en peligro por haber alzada la voz contra la militarización. Asimismo, las organizaciones nacionales de mujeres contra la militarización y por la paz se encuentran en etapas incipientes de desarrollo organizativo en la mayoría de los países, frente una dinámica muy acelerada de la militarización. Si Yolanda Becerra nos dice que el movimiento de mujeres contra la guerra en Colombia lleva más de diez años en construcción, lo cierto es que para México y los países centroamericanos el proceso tiene que ser acelerado, antes de que la militarización se vuelva un aspecto estructural de la vida cotidiana y rompa el tejido social, que es la base para una paz verdadera. Este es el gran desafío para todas nosotras.