Si el animoso tamborilero se propone hacer este recorrido, puede que se encuentre con más dificultades que las que se imagina. Empezarán sus quebrantos nada más aterrizar en Tel Aviv. La picajosa policía de inmigración revisará minuciosamente los recovecos de su zurrón y los entresijos de su tambor. Si sospecha que el viajero intenta animar con su percusión alguna reivindicación palestina, no le dejarán pasar. Como a otras muchas personas, le obligarán a regresar por donde llegó sin haber realizado su cometido.
Aunque consiga franquear los rigurosos controles del aeropuerto, el camino que pretende recorrer es complicado. Le sugiero que no fije hora. Los escasos diez kilómetros que la separan de Jerusalén están plagados de controles militares. Quizá nuestro zagal, habida cuenta de que es extranjero, encuentre más facilidades.
Para los nativos, al tratarse de palestinos, la previsión del tiempo no cuenta; saben a qué hora emprenden el viaje, pero nunca la hora en la que llegarán a su destino. Si el tamborilero contempla una descomunal muralla gris, que no se llame a engaño. No es la demarcación del palacio de Herodes; se trata del criminal muro que los sionistas han construido para encerrar masivamente a la población palestina; gigantescos bloques de cemento con los que separan a vecinos que viven a ambos lados de la misma calle o a familias que residían a tres minutos de distancia.
Puede que, durante su marcha, encuentre a familias que gritan desesperadas ante las excavadoras que derruyen sus casas; o a campesinos que contemplan impotentes cómo los buldózer arrancan de cuajo los olivos que les suministraban el aceite. No se trata de ninguna expropiación forzosa para mejorar el trazado del camino (los israelíes ya disponen de una flamante autopista de uso exclusivo). Son algunas de las medidas salvajes que el sionismo aplica contra los dueños ancestrales de esas tierras. Entrando a Belén, encontrará el intrépido tamborrero un edificio pertrechado con espectaculares medidas de seguridad; no se trata de ningún fortín militar. Es la tumba de Raquel, lugar reclamado por las tres religiones monoteístas pero, como tantos otros lugares emblemáticos, apropiado en exclusiva por el Estado israelí.
Una última sugerencia al artista del tambor. Antes de comenzar su jolgorioso rataplán, asegúrese que la criatura ha nacido. Es verdad que todos los años, y por estas fechas, la madre del niño está cumplida; pero eso no asegura que el parto haya sido exitoso. Muchas betlemitas intentan dar a luz en los paritorios de Jerusalén Este y algunas no lo consiguen.
A las complicaciones obvias del trance hay que sumar las añadidas de la violencia colonial; algunas parturientas han muerto desangradas mientras el vehículo que las transportaba era retenido villanamente en los controles militares.
Ándese con cuenta el tamborilero. Si aquellos sucesos hubieran acaecido en estos tiempos puede que el sionismo bruto nos hubiera privado del tambor y, quizá, hasta de la misma Navidad.
Fuente: Gara