En la excelente colección dirigida por el iconoclasta Javier Armentia en Ediciones Laetoli, apareció el último libro del diplomático de carrera y expertísimo estudioso en materias religiosas y cristológicas ‑confeso, que no convicto, de ateo, que no agnóstico- Gonzalo Puente Ojea, cuyo título concluyente es el que se ve arriba. Ni converso ni relapso: ateo, quien, divorciado, fuera embajador en la Santa Sede con el Gobierno de González. Duró poco…
Reivindica ‑y recupera- el autor la tesis del antropólogo británico E. B. Tylor (1832−1917) acerca del «animismo» como pilar de los mitos y creencias, ritos y ceremoniales en el hombre prehistórico. El marxista Puente Ojea considera que el animismo está «olvidado» por una clerigalla eclesiológica que no puede admitir ‑sin hacerse el harakiri- que la religión (y/o la religiosidad) debe su origen a los sueños y visiones oníricas donde se le aparecían personas emocionalmente cercanas muertas o vivas u olvidadas al hombre prehistórico u homo sapiens sapiens.
Y es que Puente Ojea no separa la ciencia de la ideología, como buen marxista. Ni la filosofía. Le importa mucho señalar el absurdo irracional del dualismo cristiano. Un dualismo sedimentario en timos ontológicos, gnoseológicos, bíblicos y teológicos consistentes en la separación entre ‑y de eso vive la parásita casta sacerdotal profesional que hace de dios un negocio, que diría el finisecular H. L. Mencken- alma/espíritu versus cuerpo/materia. Escribe el maestro: «la dualidad que el fenómeno animista introduce ‑una «falacia científica», se podría decir en oxímoron, nota mía, de Jon- primeramente en el mismo individuo humano, luego en el mundo, entre lo natural y lo transnatural, entre lo corpóreo visible, lo incorpóreo invisible, siendo todo «material», nada tiene que ver todavía con el dualismo metafísico de materia y espíritu, instaurando mucho más tarde ‑y no por el helenismo precisamente, otra nota mía- por la especulación filosófica y teológica de sociedades civilizadas que seguirían y siguen siendo profundamente «animistas», pero que ahora se denominan elegantemente «espiritualistas» para distinguirse de sus parientes pobres conocidos como «subdesa- rrollados». Es como decir que tan ridículo es pensar que el hombre desciende del mono que la religión procede del animismo. Pero, paradójicamente, misteriosamente, la religión «evolu- ciona» y de ahí el creacionismo, el «diseño inteligente», el «Big Bang» frente a un «primitivo» animismo. «Prelógico», que diría Lèvy-Bruhl. Del mono sapiens vendría el hombre religioso, y no al revés, es irónico.
Una cosa es la génesis del «alma» y otra la del «espíritu». El hombre prehistórico no «inventó» a «Dios» por temor a las catástrofes naturales que le acojonaban y no entendía ‑origen de los sacrificios y, después, de la oración-. Creó el «alma» (ánima, animismo) como algo separable del cuerpo, pero no «desmaterializado». El espíritu, Dios, vino después con los monoteísmos y las religiones organizadas.
Del pesebre al Vaticano: la zanganería y el olor a incienso hechos arte.
Fuente: Gara