Esa debe ser la moraleja que el estado extrae de las condenas de prisión a las que habrán de hacer frente varios guardias civiles, después de que la Audiencia Provincial de Gipuzkoa dictaminase que torturaron a Portu y Sarasola en enero de 2008. Al fin y al cabo, la tortura no es una técnica policial para arrancar confesiones; es, sobre todo, una herramienta de terror colectivo de hondo calado político a la que el estado español no ha renunciado desde los remotos tiempos de la Inquisición.
Tiene, como toda práctica brutal, un doble filo. Por una parte, estigmatiza la que la utiliza; por otra, extiende el miedo por toda la superficie del medio social sobre el que actúa. Más aún, socializa el horror y personaliza sus efectos en personas a las que conocemos. Cuando, como es el caso, se manifiesta como práctica impune, el verdugo convive con su estigma y las víctimas, más de diez mil en Euskal Herria en el último medio siglo, nunca vuelven a conciliar el sueño del mismo modo.
Eso es lo que debe pensar en estos momentos Rubalcaba: ya llegará el momento de indultar y condecorar a los guardias condenados. Mientras tanto, alabará la perfección del sistema de garantías español y dejará que las más de sesenta denuncias por torturas del año 2010 calen hasta la médula espinal de la masa social del independentismo vasco.
Todos los espacios opacos, la incomunicación, las redadas policiales y la consiguiente aplicación de la ley antiterrorista son el “humus” de la tortura. Aunque la percepción acerca de los orígenes de las vulneraciones de derechos civiles en Euskal Herria no sea única, no es menos cierto que ya llevamos mucho tiempo conviviendo con una realidad diferente: hoy por hoy sólo el estado es fuente de vulneraciones reiteradas en ese campo. Es preciso acabar cuanto antes con esta evidencia. Para que la represión deje de ser rentable, la movilización popular, la reivindicación constante y ascendente de todos los derechos, es el único antídoto eficaz. Desafiemos a los gestores de la tortura.