Es la gran hora de España y Francia. La paz a que acaba de comprometerse ETA de modo unilateral no puede rehuirse con la vulgaridad de un rechazo basado en la sospecha aldeana de la trampa ‑ese concepto de la tregua-trampa- que ha sido marcada torpemente a fuego en el alma de muchos españoles que deberán autodesintoxicarse de simplezas si de verdad quieren hacer por fin la historia de los españoles, tantas veces abortada, y no la simple y manipulada historia de España, permanentemente, ahora sí, historia-trampa. Ya no se trata de la grandeza española ni de la grandeur de Francia. Es una hora para grandes estadistas que manejen con sencillez y responsabilidad nada menos que la paz.
Dice ETA cuatro cosas fundamentales en su solemne declaración de alto el fuego permanente: «Que el proceso histórico debe superar todo tipo de negación y vulneración de derechos»; que se ha de asegurar «la posibilidad de desarrollo de todos los proyectos políticos, incluida la independencia»; que «la ciudadanía vasca debe tener la palabra y la decisión sobre su futuro» y, finalmente, «que es tiempo de actuar con responsabilidad histórica».
Esta última afirmación nos lleva a preguntarnos quiénes han de protagonizar este gran momento histórico. Decía George Clemançeau, el Tigre, quien dirigió el triunfo de Francia en 1918, que «la guerra es un asunto demasiado grave para confiárselo a los militares». Para mí constituye un punto de vista esencial para dirigir la acción negociadora en estas circunstancias tan dramáticas. Es preciso que el Gobierno de Madrid, sobre todo el de Madrid ‑y el Sr. Sarkozy debería evitar lo que hasta ahora ha significado su deriva española‑, desmilitarice la acción de acercamiento entre la postura española y la vasca.
Lo que ha pasado y ahora puede superarse es también «demasiado grave» para entregarlo a la Guardia Civil, al cuerpo de Policía o a los jueces que manejando ambas herramientas sirven a un encontronazo permanente. La entrega prácticamente autónoma de la habitual acción coactiva a estos cuerpos implica una militarización de hecho, al menos en cuanto al espíritu con que se lleva a cabo la represión. Incluso sería bueno recordar la frase correctora de un gran belicista, Napoleón I, dicha en años en que la sangría producida por sus armas se demostraba inútil para sus intereses: «En la guerra, como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca».
Sí, hay que verse de cerca y con las manos bien reposadas sobre la mesa de negociación. Madrid debe decidir ahora si la pretensión nacionalista le resulta aceptable para insertarla, como un elemento normal, en la trama política vasca. Si no es así, habrá servido de poco la declaración de ETA ‑oído al parche: verificable internacionalmente‑, porque la herida que hasta ahora ha estado abierta podría profundizarse en la carne euskaldun hasta malograr un futuro razonable y vivible.
No cabe desechar torpemente las posibilidades de convivencia armónica que deberían conseguir vascos, españoles y franceses sea cual sea la postura que la ciudadanía euskaldun decida tras una clarificadora campaña referendual.
Pero ¿en qué consiste la negociación? Respecto a ETA como tal, la prudencia de Madrid debe llevarle a una franca clarificación con la organización armada. Pero éste es asunto del Gobierno Zapatero con ETA. Mas respecto al pueblo vasco, como entidad civil, la negociación que abra la puerta a la normalidad, puesto que de tan sencilla cosa se trata, consiste en la derogación de leyes, normas y procederes que insistan en eyectar hacia el exterior de la práctica democrática a miles de ciudadanos a cuyo ideario debe abrirse paso hasta las urnas.
Hablamos, pues, de algo a la vez llano en la letra y grande en lo moral: hablamos del reconocimiento de un pueblo como nación con todas las consecuencias de este apelativo. El meollo del gran desencuentro histórico está justamente ahí y eso es lo que ha de ser resuelto. Por lo tanto no valen fintas ni maniobras como las que se han estilado con Catalunya. Euskadi, como cabeza y antemural de Euskal Herria, requiere que su ser sea respetado y que su futuro tenga un alojamiento real y sin excepciones en las instituciones vascas.
Al llegar a este punto convendría asimismo tener en cuenta que en las correspondientes consultas que se hagan al efecto de determinar lo que desee Euskadi no pueden contabilizarse más votos que aquellos que correspondan a vascos o gentes residentes en las tierras euskaldunes. No es lógico y, por tanto válido, que en una consulta autodeterminatoria cuenten como electores los españoles ajenos a la tierra vasca. Si se hiciera tal consulta con esta inclusión equivaldría a proclamar previa y tramposamente la españolidad del ámbito vasco y la conflictiva unidad indisoluble de España. Es decir, el problema no se resolvería sino que se agravaría.
He leído ya muchas opiniones, urgentemente emitidas ante el anuncio acerca de la nueva y esperanzadora situación del alto el fuego permanente y abrigo temores profundos en cuanto a lo que ahora suceda en la entraña del Estado español. Sé, como observador viejo de este violento contencioso, pues ahora llega el momento de enfrentarse con la realidad profunda del problema, que la solución del mismo consiste justamente en el reconocimiento verdadero ‑e internacionalmente comprobable- de la autodeterminación de Euskadi, lo que entraña que entren en juego todas las fuerzas y orientaciones políticas.
Arribados ahí no es admisible la letra pequeña en el acuerdo ni las anotaciones marginales. Se habilita a la plena ciudadanía vasca a decidir su gobernación y su futuro o se vuelca, con graves consecuencias, la mesa de juego.
¿Qué hará Madrid? Pues no lo sé. Por ello insisto en que hemos llegado al momento de los estadistas verdaderos, los que anteponen de verdad y sin demagogia alguna el futuro fundamental de dos comunidades a sus pretensiones temporales de poder. Como es obvio apuntar, esta necesidad de estadistas que se quemen las alas, si es necesario, en este vuelo, no afecta sólo a la orilla madrileña, sino a las profundidades del mar político vasco. Quienes se tengan por nacionalistas no pueden obviar que este perfil de sus ideas no afecta sólo al exterior del embalaje político, sino a la real capacidad política del mismo.
Creo que ahí no se podrá florear con futuros ad kalendas graecas ni con balanceos en la sentina. Respecto a la política vasca habrá que hablar con palabras justas y claras, cada cual con derecho a su verdad, pero cada cual con la responsabilidad pública que supone ese derecho.
Evidentemente Euskadi ‑y sigo hablando de Euskadi como antepecho institucional de Euskal Herria, ya que la territorialidad es parte fundamental en el desarrollo del proceso nacional vasco- no puede convertirse en un juego de prestidigitaciones baratas o en un ejercicio trilero.
En primer lugar porque el conflicto es histórico y ha generado innúmeros sufrimientos, pero es que, además, la cuestión vasca ha adquirido unas dimensiones internacionales al converger en ella una serie de intereses y observaciones de auténtico calado.
Aunque la cita podría ser objeto de malicias y juicios de intención poco honorables, me parece justo aplicar a Euskal Herria el juicio que Lenin dedicó al problema de las nacionalidades en la naciente Federación Soviética: «El problema nacional es un fenómeno mundial», sobre todo cuando este fenómeno se da en un país como Euskal Herria, que tiene un alto peso específico en el panorama europeo.
Madrid no puede perder de vista este extremo si de verdad quiere comparecer con alguna solidez ante las instituciones de Europa.