Desde los míticos primeros tiempos de la humanidad lo objetivo se resumía en un discurso simple. Lo objetivo estaba constituido por cuatro elementos que, desde entonces, siguen formando la base indiscutible de la vida: el agua, la tierra, el aire y el fuego. Ese era el paisaje dado, lo no apropiable, la gran riqueza común que permitía las pequeñas riquezas personales. Al reflexionar sobre su función en ese paisaje el ser humano dio con un quinto elemento: la libertad, o sea, la facultad de hacerse a si mismo. La libertad se constituyó, pues, como lo específicamente humano; era lo que permitía interaccionar con los cuatro elementos dados para producir la vida; la vida genérica y la vida de cada cual. El «yo» y el entorno. Mientras se mantuvo el respeto, evidentemente religioso y trascendente, respecto a los cuatro elementos seminales, manteniéndolos como el gran medio colectivo dado, como la materia reelaborable desde la devoción y quizá el dies irae, el progreso humano revistió caracteres morales.
Todo este modesto sermón, limitado sumariamente a las fronteras del espacio, en este caso periodístico, viene a cuento para elaborar un nuevo discurso acerca de lo que sea la libertad, de cómo entenderla y vivirla en el tiempo nuevo, de cómo conjugarla con la realidad de la naturaleza, que no es por si misma cultura e invención, sino materia prima generatriz, incitación y medida; el marco permanente que permite la creación humana, ese orto del horizonte para que las cosas sean. En suma, esa gran cuchara para deglutir la gran sopa colectiva de la naturaleza. Cada cual tiene su cuchara, pero la sopa ha de ser bien común si no queremos crear y recrear al siervo.
Nos enfrentamos a una época en que los cuatro elementos, más las energías básicas extraídas de ellos, han sido engullidos por la voracidad de un poder excluyente. La babelización de la vida, de la que ya he hablado otras veces ‑ese modo de autodivinizarse para justificar una propiedad radicalmente injusta‑, nos empuja al rapto de los cuatro elementos para convertirlos en mercancía que permita el dominio destructor del mundo. La propiedad ha dejado de conformar una honrada dimensión del propio ser para extenderse hasta la apropiación del «otro». Los bienes comunales han sido arrebatados al colectivo tras ser marcados con el hierro del poderoso.
Los cuatro elementos que estaban ahí como barro para que cualquier alfarero sintiese la pasión por las cosas han sido apresados y puestos en comercio por quienes siguen empeñados en que la humanidad culmine en una ensangrentada torre de Babel cuya cúspide ha de ser ocupada por un dios triunfante sobre un osario.
Dado ese paisaje de corrupción moral ¿cómo hemos de pensar la libertad? ¿Son las leyes la libertad? ¿Es la libertad una forma adulterina de explicar la sumisión? ¿La libertad es tan sólo una manumisión concedida a cambio de la servidumbre? ¿Surge la libertad del agua adueñada, del viento conducido, de la luz apresada, del fuego robado? ¿Es todo eso la libertad?
Si el mundo fuera una creación benéfica de los babelianos, que se proclaman dueños razonables de la cifra y el orden, es evidente que el ser humano no estaría hundido en la angustia, devorado por la ansiedad, carcomido por la pobreza y la desesperación, enfermo y perdido. Pero esa desesperación existe y va contra la necesaria armonía de las esferas. El mundo es, por tanto, otra cosa que ahora está subyugada. El mundo se debiera manifestar en mil libertades que buscaran su parte de sol para edificar la cabaña, que persiguieran el grano de arena en una playa sin dueño. Pero ahora hasta la playa ha sido invadida por quienes han encadenado el modesto y omnipresente silicio para fabricar los duendes de la informática, tan basta como peligrosa de sugestiones.
Pero dicho todo lo dicho ¿acaso estamos predicando un absurdo regreso a los tiempos oscuros? ¡Dios nos libre de la nostalgia de la poquedad! Por el contrario, exaltamos las infinitas capacidades de los individuos y la posibilidad de que esas capacidades se multipliquen hasta el infinito sostenible. En eso consiste precisamente lo sostenible. Se trata de liberar los cuatro elementos ‑la tierra, las energías, los bienes esenciales, el fuego básico- para que retornados a la propiedad común sean materia prima para la inteligencia y la voluntad de cada cual.
Creemos en una propiedad que no arrebate la tierra a la colectividad, en un dinero que producido por todos es de todos, en una cultura de nacencia igual, en unos bienes básicos sobre los que talonar las posibilidades innatas de cada cual, en un orden que no funcione por escalones, en una vida que no esté convertida en un almacén de cosas cerrado con llave. Es decir, creemos en un socialismo que fomente la individualidad, que pueda abastecerse en el suelo de las grandes cosas comunes.
Alarife cada cual con el barro común. En el orden de los derechos, el derecho a nacer sin pobreza y a morir sin desesperación; en el orden de la propiedad, el derecho a ser con las cosas, pero sin obsceno mercadeo de ellas; en el orden de la política, el derecho a gobernar desde lo menudo y ascender la voz popular a lo cumbreño; en el orden de los bienes, el derecho a la igualdad elemental; en el orden de la seguridad, el derecho total a la paz.
¿Utopía? Hay que liberar la utopía, que ahora constituye una de esas energías que han sido apresadas en la caja fuerte de los que falsifican la paz permanentemente. Hay que luchar para que los grandes bienes colectivos permitan a cada cual su realización personal sin dejarse tentar por el canibalismo. Quizá ese mundo socialista haya de rebajar en un principio la voluntad de «tener» con sed de diabético. Posiblemente la confortabilidad consista en un amanecer simplemente sin angustia. Luego la humanidad hilará el copo.
Y lo inventado nos unirá en vez de separarnos. Posiblemente el viaje a lo simple requerirá una gran ingeniería moral. Una gran capacidad de análisis, un orgullo individual de ser «todos». En primer lugar habrá que convencer a muchos seres de que el mejor queso no es aquel que tiene más gusanos, que ahora constituye una de las bárbaras ofertas gastronómicas. Lo sé porque me han invitado a esa mesa.
La hora de la libertad va a ser tremenda. Entre otras cosas porque nos obligará a vivir, esa emoción tan olvidada aunque ya empezamos a vivirla en las conmociones de parto. Vivir no es abundar de cosas sino conseguirse a uno mismo. Ser creación de uno mismo. Los dioses empiezan a irse, pero dejan el mundo repleto de sus hornacinas.
Y dioses menores, sin religión, es decir, sin trascendencia, procuran alojarse en ellas merced a un culto ridículo. Contemplando la situación desde una fe serena y una esperanza alegre da la sensación de que la liturgia de incienso y campanario ha «colocado» a los feligreses de las ciudadanías hasta el punto de vivir alucinados. Un incienso que venden a los ciudadanos, tras cortarlo con sustancias hediondas, los poderosos de los gobiernos, de las armas, de las iglesias, de las finanzas, de las artes y las letras. «Camellos» que por las noches duermen en las hendiduras de las leyes y por el día decretan muy arrogantes.
Posiblemente esto que escribo parezca faramalla peinada por un idiota. Pero quizá en las antípodas lo lea un robinson que piense lo mismo y cree y maneje de otra forma los algoritmos, que son, dicen, «un conjunto ordenado y finito de operaciones que permiten hallar la solución de un problema». Ocurre que el problema está en su planteamiento y los de siempre lo plantean a su modo y la solución sale, también siempre, a su imagen y semejanza. Alguien envenena el algoritmo.