Fas­ci­na­ción por los polos: La bús­que­da del teso­ro ha comenzado.

¿Por­qué fra­ca­san Kyo­to y Can­cún? Por­que es nece­sa­rio que aumen­te la tem­pe­ra­tu­ra para tener acce­so a todas las rique­zas mine­ra­les que se escon­den bajo el Polo norte.

El derre­ti­mien­to de los hie­los del Océano Árti­co, al abrir un pasa­je hacia Orien­te, va dise­ñan­do una nue­va geo­gra­fía. Pre­lu­dio de un eldo­ra­do: bajo los mares hela­dos, el petró­leo y otras rique­zas moder­nas espe­ran ser explo­ta­das. Calen­ta­mien­to cli­má­ti­co y eco­no­mía libe­ral, una músi­ca que sue­na conocida…

¿Y si el polo des­apa­re­cie­ra? Nos moles­ta­ría mucho. ¡Hace tan­to que el polo y noso­tros nos cono­ce­mos! ¡Hici­mos tan­tas cosas jun­tos! Nos gus­ta­ba ubi­car­lo en nues­tros cua­der­nos esco­la­res, cal­cu­lan­do amo­ro­sa­men­te su posi­ción con la ayu­da de nues­tras escua­dras y com­pa­ses. Una vez que lo encon­trá­ba­mos, podía­mos agre­gar los tró­pi­cos y el ecua­dor, las rosas de los vien­tos y las rutas náu­ti­cas, toda una peque­ña serie de geo­me­trías extraí­das del cos­mos y encar­ga­das de con­ju­rar el inquie­tan­te des­or­den de la geo­gra­fía. El polo, el eje del mun­do, era ese lugar ausen­te que ence­rra­ba nues­tro glo­bo terres­tre, que garan­ti­za­ba su ele­gan­cia y soli­dez, como un bro­che ata y embe­lle­ce los plie­gues de una toga.

Hoy, los polos se ven ame­na­za­dos. No los polos en sí mis­mos –no es fácil supri­mir lo que no exis­te – , sino los pai­sa­jes blan­cos cuyo cen­tro cons­ti­tu­yen. El Polo Nor­te está en peli­gro. Sus gla­cia­res se derri­ten. Des­de hace ya varios años, el oso polar, fla­co y tísi­co, se arras­tra de ban­co de hie­lo en ban­co de hie­lo, de pelí­cu­la en pelí­cu­la, de Arthus Ber­trand en Nico­las Hulot.

El Polo Sur siem­pre ha sido más frío (vein­te gra­dos menos en pro­me­dio). No está for­ma­do por un ban­co que flo­ta en el mar, sino por un gigan­te de hie­lo que repre­sen­ta el 90% de las reser­vas de agua dul­ce del pla­ne­ta. Resis­te mejor al calen­ta­mien­to que el Polo Nor­te pero cada tan­to, del lado del mar de Wed­dell o de la pla­ta­for­ma Wil­kins, un ice­berg gran­de como Luxem­bur­go se cae al agua y va parar quién sabe adónde.

Los paí­ses que bor­dean los polos –en par­ti­cu­lar el Polo Nor­te (Cana­dá, Rusia, Esta­dos Uni­dos, Norue­ga y Dina­mar­ca) – , atraí­dos por el calor, se apres­tan a embol­sar las enor­mes rique­zas mine­ra­les y petro­le­ras que la deba­cle de los tém­pa­nos va a poner a su dis­po­si­ción. Pare­ce un cuen­to de hadas, o de terror. Los hom­bres sabían des­de hace mucho tiem­po que el teso­ro se escon­día deba­jo del hie­lo, aun­que no se vie­ra. El derre­ti­mien­to de los gla­cia­res es un mila­gro, qui­zá des­gra­cia­do: pone en sus manos las lla­ves de la caverna.

Al mis­mo tiem­po, los hom­bres de nego­cios y del petró­leo se pre­gun­tan cuán­tos miles de millo­nes de dóla­res gana­rán el día en que final­men­te se abran las dos rutas mági­cas que los explo­ra­do­res del frío bus­can des­de hace cua­tro siglos: el paso del noroes­te por Cana­dá y el del nores­te por Sibe­ria. Ambos pon­drán el Extre­mo Orien­te (Cathay, Cali­cut y Cipan­gu) al alcan­ce de Amé­ri­ca y Europa.

Cada vez que vuel­ve la pri­ma­ve­ra, me pre­gun­to a qué lejano lugar se irá la blan­cu­ra cuan­do la nie­ve se haya derre­ti­do. ¿A qué sole­da­des, a qué revés de las cosas irá a refu­giar­se? Y el blan­co de los polos, ¿adón­de irá a ocul­tar­se el día en que hayan des­apa­re­ci­do los hie­los del Árti­co? Extra­ña­re­mos ese blan­co, igual que extra­ña­re­mos el vacío y la ausen­cia de ese “pun­to cero” del mun­do. Esos espa­cios hiper­bo­rea­nos con­ser­van reser­vas de pro­vi­sio­nes más pre­cio­sas que el oro y el anti­mo­nio, ingre­dien­tes esen­cia­les para los hom­bres y las socie­da­des: la blan­cu­ra, la nada, el silen­cio, el infi­ni­to y lo desconocido.

“Empie­za la épo­ca del mun­do finito”

Hoy, tras cin­co siglos de gran­des explo­ra­cio­nes, todo el pla­ne­ta –con la excep­ción, jus­ta­men­te, de los polos– está reper­to­ria­do, cen­sa­do y civi­li­za­do. Las terrae incog­ni­tae de Áfri­ca o Asia, que ate­rra­ban y fas­ci­na­ban a los hom­bres, han sido medi­das, pin­ta­rra­jea­das, cla­si­fi­ca­das. Los últi­mos mapas del Ins­ti­tu­to Nacio­nal de Geo­gra­fía (IGN) son obras maes­tras. Un terri­to­rio del tama­ño de una pul­ga podría ser seña­la­do allí. Pero las obras maes­tras son deses­pe­ran­tes: ya no hay tie­rra des­co­no­ci­da; ya no hay una pul­ga­da del glo­bo que esca­pe al saber.

Paul Valéry decía en los años trein­ta: “Empie­za la épo­ca del mun­do fini­to”. El anun­cio era pre­ma­tu­ro. En su épo­ca, los espa­cios indi­fe­ren­cia­dos de los polos y sus hori­zon­tes en fuga se resis­tían al orde­na­mien­to del pla­ne­ta. Las civi­li­za­cio­nes no sabían cómo apre­sar el infi­ni­to en sus catas­tros. Pero hoy en día, gra­cias al derre­ti­mien­to de los hie­los, los medi­do­res plan­tan ban­de­ra en lo inde­ci­ble. La pro­fe­cía de Valéry se cum­ple: empie­za la épo­ca de la geo­gra­fía fini­ta. El secre­to está des­vián­do­se. El mis­te­rio huye como de un tan­que agujereado.

La bús­que­da del teso­ro ha comen­za­do. Para los geó­lo­gos, que des­em­bar­can en mul­ti­tu­des, el espa­cio árti­co es una fies­ta. Hacen el inven­ta­rio de los recur­sos ocul­tos bajo el mar que aún es blan­co: miles de millo­nes de barri­les de petró­leo, miles de millo­nes de metros cúbi­cos de gas, car­bón, cobal­to, dia­man­tes, cobre, níquel, vene­nos, polu­ción. Que­dan por deter­mi­nar­se los pro­pie­ta­rios de esas rarezas.

El dere­cho inter­na­cio­nal exclu­ye de la bata­lla al Polo Nor­te. No tie­ne pro­pie­ta­rio, pues per­te­ne­ce a la huma­ni­dad. Por lo demás, ¿cómo podría recla­mar­lo una nación, si el polo es un lugar irreal, una figu­ra mate­má­ti­ca, el pun­to de inter­sec­ción del eje de la Tie­rra con la super­fi­cie terres­tre? Está ubi­ca­do a lo lar­go del tiem­po, en un espa­cio don­de las horas no sue­nan, ya que todos los meri­dia­nos y los husos hora­rios se unen en ese pun­to, de modo que los relo­jes anun­cian todas las horas a la vez. Es un caso de recon­for­tan­te indi­vi­sión geo­ló­gi­ca y geográfica.

Pero hay una segun­da razón: como con­se­cuen­cia de la Con­ven­ción de las Nacio­nes Uni­das sobre el Dere­cho del Mar, fir­ma­da en 1982, cada uno de los paí­ses limí­tro­fes con el Océano Árti­co tie­ne dere­cho a admi­nis­trar sus fon­dos mari­nos has­ta las 200 millas mari­nas (360 kiló­me­tros) con­ta­das des­de sus cos­tas, una Zona Eco­nó­mi­ca Exclu­si­va (ZEE). Ocu­rre que la mayo­ría de los recur­sos mine­ra­les detec­ta­dos están amon­to­na­dos cer­ca de las cos­tas, den­tro de esa fran­ja de 200 millas. Así pues, no debe­ría haber liti­gios. Lamen­ta­ble­men­te, una cláu­su­la de la con­ven­ción de 1982 sem­bró la dis­cor­dia: si los paí­ses ribe­re­ños lle­gan a pro­bar que la pla­ta­for­ma con­ti­nen­tal que rodea sus cos­tas se pro­lon­ga más allá de las 200 millas mari­nas de su ZEE, su sobe­ra­nía aumen­ta en algu­nos arpendes.

Esta cláu­su­la les gus­tó mucho a los cin­co paí­ses ribe­re­ños. Sus geó­lo­gos des­cu­brie­ron rápi­da­men­te una can­ti­dad de pla­ta­for­mas con­ti­nen­ta­les. Rusia invo­có la dor­sal Lomo­nos­sov. ¿Qué es esta dor­sal? Una mon­ta­ña sub­ma­ri­na que par­te de las cos­tas rusas, atra­vie­sa todo el espa­cio árti­co y –feliz coin­ci­den­cia – pasa jus­to por deba­jo del polo nor­te. Así pues, el polo y los espa­cios que lo rodean, según el Krem­lin, son de Rusia. A lo cual los geó­lo­gos cana­dien­ses repli­can que la dor­sal Lomo­nos­sov no es más que la pro­lon­ga­ción de la isla cana­dien­se de Elles­me­re. Ello per­mi­te a los geó­lo­gos dane­ses recor­dar con sar­cas­mo que la famo­sa dor­sal no es otra cosa que la pro­lon­ga­ción de Groen­lan­dia, cuyo repre­sen­tan­te es, has­ta nue­vas órde­nes, Dina­mar­ca (al menos has­ta que los esqui­ma­les recu­pe­ren sus derechos).

Por el momen­to el Polo Nor­te pare­ce estar pro­te­gi­do, pero den­tro de diez o vein­te años, las finan­zas y la indus­tria se aba­ti­rán sobre los mares de la zona árti­ca. En el silen­cio y la blan­cu­ra que habían esca­pa­do a las curio­si­da­des depre­da­do­ras de la his­to­ria con­ver­gi­rán los bul­dó­ce­res y las palas mecá­ni­cas, las refi­ne­rías, las fugas de gas, los bar­cos monu­men­ta­les, las orga­ni­za­cio­nes no guber­na­men­ta­les, las estri­den­cias, los cria­de­ros de baca­lao, las hor­das de eco­lo­gis­tas, las pla­ta­for­mas petro­le­ras, los híper-súper-maxi-bar­cos petro­le­ros, los rom­pehie­los nuclea­res. La blan­cu­ra se irá de allí. En medio de los ice­bergs a la deri­va, el mar se enlo­da­rá. Entre la bru­ma se encen­de­rán las luces de las ciu­da­des. El bello silen­cio de anta­ño será reem­pla­za­do por el aulli­do de sire­nas y mar­ti­llos mecá­ni­cos. Una de las últi­mas reser­vas de la belle­za de las cosas se habrá acabado.

Una nue­va geografía

Duran­te cua­tro siglos el hom­bre ha inten­ta­do des­li­zar­se entre islas y hie­los para acor­tar las dis­tan­cias del glo­bo. Al oes­te, par­tien­do de Cana­dá, se bus­ca­ba el paso del noroes­te que per­mi­ti­ría fran­quear el estre­cho de Bering y lle­gar a los paí­ses de Orien­te. Dece­nas de tri­pu­la­cio­nes y capi­ta­nes vale­ro­sos se per­die­ron en esos déda­los cen­te­llean­tes, muer­tos en las garras de un oso o de la sole­dad. Sus cuer­pos están en el hie­lo. Por su par­te, Rusia que­ría des­cu­brir una ruta hacia el nores­te, para lle­gar a ese mis­mo estre­cho de Bering pero bor­dean­do la cos­ta nor­te de Sibe­ria con el fin de colo­car sus mer­can­cías en los puer­tos del Extre­mo Orien­te. Aho­ra, el fin pro­gra­ma­do del ban­co de hie­lo árti­co abri­rá ambos pasos. Es un rega­lo caro.

Es cier­to que habrá que espe­rar un poco –quin­ce años, según los exper­tos– para que ambos pasos, el del nores­te y el del noroes­te, empie­cen a ser ope­ra­cio­na­les. Se anun­cian liti­gios judi­cia­les: Cana­dá con­si­de­ra que su sobe­ra­nía se extien­de sobre el bra­zo de mar libe­ra­do que ser­pen­tea entre las islas cana­dien­ses. El dere­cho marí­ti­mo tie­ne otra opi­nión. Se está enca­ran­do un pro­yec­to de pea­je. Tam­bién habrá que cons­ti­tuir flo­tas pode­ro­sas, inclui­dos rom­pehie­los nuclea­res o bar­cos con el cas­co refor­za­do con tri­ple ace­ro capa­ces de nave­gar entre los res­tos de la deba­cle. Pero los bene­fi­cios espe­ra­dos son con­si­de­ra­bles. El comer­cio con Extre­mo Orien­te pasa has­ta aho­ra por el canal de Suez o por el de Pana­má, que ya fun­cio­nan al lími­te de sus capa­ci­da­des. Ambos pasos pola­res redu­ci­rían a la vez las dis­tan­cias y la dura­ción de nave­ga­ción. Gra­cias al ata­jo del Árti­co, los 21.000 kiló­me­tros que hoy sepa­ran Lon­dres de Tokio se redu­ci­rían a 14.000. Entre Norue­ga y Chi­na, la ruta del nores­te aho­rra­ría entre 15 y 20 días de navegación.

Las bata­llas y las coro­na­cio­nes, las ham­bru­nas y las pes­tes, acom­pa­san el tiem­po de las nacio­nes. Pero la apa­ri­ción de una ruta iné­di­ta, la pene­tra­ción de un ist­mo o de un túnel, el domi­nio de un nue­vo iti­ne­ra­rio marino dejan qui­zá hue­llas más dura­de­ras, fabri­can una nue­va geo­gra­fía. Y cada vez que una geo­gra­fía se borra para dejar paso a otra, eso es la his­to­ria en movimiento.

En 1498, el doge de Vene­cia con­vo­có a sus con­se­je­ros. Había reci­bi­do una car­ta con una noti­cia ate­rra­do­ra: el nave­gan­te por­tu­gués Vas­co de Gama había logra­do pasar el sur del Áfri­ca por el Cabo de las Tor­men­tas (rebau­ti­za­do Cabo de Bue­na Espe­ran­za). Era una tra­ge­dia. Has­ta ese enton­ces, la India sólo era acce­si­ble por la lar­ga y peli­gro­sa ruta terres­tre cuya lla­ve poseía Vene­cia y nadie más que ella. Ese pri­vi­le­gio había cons­trui­do su for­tu­na y su glo­ria. Aho­ra que la India que­da­ba cer­ca de Por­tu­gal y de toda Euro­pa por vía marí­ti­ma, la ciu­dad de los Doges no ser­vía para nada.

Un mapa­mun­di se borra, otro sale de la oscu­ri­dad. Los atlas vuel­ven a dibu­jar­se a toda velo­ci­dad. El polo nor­te y el ecua­dor están a la deri­va. Fron­te­ras que con­si­de­rá­ba­mos inmu­ta­bles se borran. (…)

Escri­tor, autor de La Légen­de de la géo­graphie, Albin Michel, París, 2009. Tra­duc­ción: Maria­na Saúl

Le Mon­de Diplomatique

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