La física actual es sumamente compleja, y conocer tan siquiera los rudimentos de la relatividad y la mecánica cuántica requiere muchas horas de estudio y reflexión, así como el abandono de una serie de prejuicios derivados de una concepción idealista e ingenuamente intuitiva de la naturaleza. Puede que ya nadie crea que la Tierra es plana aunque nuestros sentidos así lo sugieran; pero para muchos la curvatura del espacio-tiempo o el indeterminismo cuántico no son más que oscuras elucubraciones que en nada afectan a su visión del mundo (en este sentido, es muy significativo que se siga hablando de la “teoría” de la relatividad cien años después de su constatación irrefutable).
Y la política actual no es menos compleja. Con el agravante de que con respecto a la física nadie ‑o casi nadie- miente, mientras que la información política más abundante, la que nos ofrecen los grandes medios de comunicación, es casi siempre falaz o tendenciosa. Y con la particularidad de que, así como a la mayoría de la gente no le importa reconocer su escasa formación científica, nadie admite su ignorancia política; todo el mundo opina sobre todo, como en las tertulias radiofónicas, y todos creen ‑o pretenden hacernos creer- que sus opiniones se basan en un conocimiento objetivo de la realidad.
Para colmo de males, las escasas personas que tienen una formación política mínimamente sólida tienden a aferrarse a los clásicos con un fervor que, en última instancia, no es sino nostalgia de la religión. Nadie cuestiona a Galileo y Newton como padres de la ciencia moderna, pero la gente instruida no ignora que sus formulaciones han sido superadas. Sin embargo, no es inusual que los marxistas sigan repitiendo como axiomas incuestionables afirmaciones que nunca fueron más que primeras aproximaciones a problemas sumamente complejos; seguir esgrimiendo, a estas alturas, simplificaciones tales como que la economía está en la base de todas las actividades humanas o que los obreros no tiene patria, o apelar a conceptos tan esquemáticos (aunque en su día iluminadores) como los de infraestructura y superestructura, es tan frecuente como preocupante.
Si hace unos meses me hubieran preguntado a quemarropa qué opinión me merecen quienes afirman, por ejemplo, que Batasuna es ETA, que el independentismo es incompatible con el socialismo o que el juez Garzón es un valiente, habría contestado que solo un necio o un canalla podía decir tales sandeces. Pero debo admitir que tras la reciente campaña de apoyo a Garzón y la aún más reciente pamema de las mesas de convergencia ciudadana ya no puedo dar esa respuesta sin caer en el mismo simplismo que acabo de criticar. Personas sobre cuya inteligencia y honradez tengo pocas dudas han participado en una o en ambas movilizaciones (y, lo que es aún más preocupante, luego se han defendido de las críticas con argumentos de una ingenuidad casi conmovedora), y algunos izquierdistas de pro siguen opinando que el independentismo es burgués y reaccionario. Todo ello me lleva a pensar que el problema es aún más grave de lo que parecía y que en política, como en física, no basta con afinar tal o cual concepto o ajustar tal o cual teoría: se impone un cambio de paradigma. Lo cual no significa romper con lo anterior, sino relativizarlo ‑sin caer en el relativismo- para revitalizarlo, valga el trabalenguas. La relatividad no acabó con la física newtoniana, como proclamó en su día la prensa sensacionalista, sino que la integró en un sistema más amplio: como alguien dijo acertadamente, Einstein se tragó vivo a Newton. Los anticapitalistas ‑y los antineoliberales- del siglo XXI tendremos que tragarnos vivos a Marx, a Engels, a Bakunin, a Lenin, a Rosa Luxemburgo, a Gramsci, a Kate Millett, a Fidel Castro y a muchos y muchas más. Y vaciar de reliquias los armarios.