Aunque numerosos expertos digan que la tortura es ineficaz porque produce falsas confesiones, la triste realidad es que esas falsas confesiones son, en la gran mayoría de los casos, buscadas por los torturadores, que son quienes las inventan e imponen a las víctimas. Sí al menos en el Estado español.
En efecto, torturadores y autoridades españolas persiguen a menudo el inconfesable objetivo de conseguir confesiones falsas que instrumentalizan utilizando a los media, que avalan todo tipo de intoxicaciones ocultando descaradamente las denuncias de torturas. Ahí están para probarlo, por ejemplo, dos casos sucedidos el año pasado y que siguen trayendo cola estos últimos días: el de Pello Olano, con las supuestas idas y venidas de un misil para derribar el avión de Aznar, y el de Atristain y Besance, en el que la intoxicación que vertieron y siguen vertiendo sobre Venezuela no tiene límites. Y ahí están también las inacabables invenciones respecto a los últimos cuatro detenidos, acusados de formar el comando Otazua.
Tras su publicitada detención en la madrugada del 1 de marzo, los media difundieron a bombo y platillo que eran sospechosos de ser los autores del atentado mortal contra Eduardo Puelles. Al día siguiente, la agencia Efe informó que dichas sospechas «se han visto confirmadas tras el examen de la documentación incautada». Después, llegó la confesión de numerosos atentados por parte de uno de los detenidos y las continuas alusiones a pruebas materiales que avalaban dicha confesión.
El auto de prisión del juez Marlaska también hablaba de efectos intervenidos en sus domicilios que estaban «íntimamente relacionados con los atentados imputados», pero a la hora de enumerar dichas supuestas pruebas resulta que no mencionaba absolutamente nada relacionado con los dos atentados mortales que se les imputan, el de Santoña y el de Puelles (luego la información antes mencionada de Efe era falsa, otra descarada mentira), y el principal hallazgo, que los media repitieron una y otra vez, consistía en un plano de Burgos con un punto señalado a 300 metros del cuartel de la Guardia Civil en el que estalló una furgoneta-bomba. ¡Menuda «prueba»!
Esa insistencia en mencionar pruebas materiales, por risibles que sean en realidad, tiene un objetivo evidente, intentar justificar las confesiones. Porque cuando alguien se autoinculpa de hechos que acarrean innumerables años de condena sin que medie prueba consistente alguna, lo de decir que se ha tratado de una «manifestación espontánea» no cuela ni por asomo.
El catedrático de ética de la Universidad de Deusto Xabier Etxeberria, toda una referencia para el PSE en lo que se refiere a las víctimas del terrorismo, describe así el subterfugio de que se sirven los torturadores para evitar quedar en evidencia: «obtengamos con tortura la confesión y otros indicia que podremos corroborar al margen de ella y utilicémoslos luego para la acusación o para seguir pistas que servirán de prueba; o incluso consigamos que repita la confesión en un marco diferente del de la tortura».
En este caso, la intensidad de la tortura ha sido tal que han conseguido hasta el último objetivo, el más difícil: que una de las víctimas esté tan destrozada que ratifique su confesión ante el juez. Y ni que decir tiene que, cuando consiguen lo más difícil, el resto lo bordan. Una persona rota hasta ese extremo lo cuenta absolutamente todo, y siendo tan numerosos los atentados que se les imputan, los indicia obtenidos deberían haber sido también considerables, en caso de que fueran ellos realmente los autores. Sin embargo, dichos indicia han brillado por su ausencia.
Además, también brillan por su ausencia las pruebas relacionadas con los atentados fallidos que se imputan al comando: el coche-bomba de Logroño, una bomba-lapa y varias trampas desactivadas. En esos casos, las fuerzas de seguridad habitualmente consiguen numerosas pruebas, como las huellas de ADN y otras, pero ninguna de las huellas halladas en su día se corresponde con las de los detenidos. Significativo, ¿verdad? Muy significativo.
Ante tamaña ausencia de indicia y pruebas, los jueces deberían desechar las confesiones y abrir diligencias contra los agentes que hubiesen intervenido en su obtención, pero sabemos de sobra cómo funciona la (in)Justicia española. Las confesiones obtenidas bajo torturas sirven sin más como pruebas de cargo suficientes y, en cambio, se exigen pruebas que la incomunicación hace prácticamente imposibles para actuar contra los torturadores.
Mientras tanto, todos quienes persisten en negar credibilidad a las denuncias de torturas siguen evitando a toda costa responder a una simple pregunta: ¿Por qué los militantes vascos se niegan a declarar cuando son detenidos en el Estado francés y, en cambio, hacen dejación de su derecho al silencio y se prodigan en confesiones en el español? Ésa sí que es una prueba flagrante de cómo se consiguen esas confesiones y no las birrias que ha presentado Marlaska para tratar de justificarlas.