El debate sobre la energía nuclear, que ha cobrado fuerza tras el desastre acontecido en Japón, está lleno de engaños a juicio del autor, al centrarse en la seguridad de las centrales, cuando el ámbito de reflexión debería ser más profundo y abordar la misma existencia del ser humano. En este artículo, Antonio Álvarez-Solís se pregunta si hay espacio en este mundo para la pervivencia «inteligente y serena» de la humanidad, o si nos debemos limitar a ser simple combustible del desarrollo.
La discusión sobre la utilidad de las centrales nucleares que generan electricidad sigue pareciéndome un debate preñado de ocultamientos y engaños. Los argumentos suelen centrarse en si son seguras o inseguras y la cuestión es mucho más honda por referirse a la forma misma de vida que haría más cordial la existencia del ser humano. Según los políticos, los financieros y los especialistas que defienden estas instalaciones, y que recomiendan incluso su proliferación, las centrales nucleares son el único camino sólido para satisfacer las necesidades energéticas en el mundo de hoy y, más aún, las que plantee el planeta en los años venideros.
Bien; esto es cierto si prescindimos, ya de entrada, de la diferencia esencial entre dos tipos esenciales de necesidades: las de tipo financiero y productivo ‑ahí prima el argumento de la seguridad o inseguridad- y las que caracterizarían a una vida auténticamente humana. Son dos posturas vitalmente contrapuestas de abordar el problema. El primer punto de vista citado ‑el de las necesidades financieras y productivas- defiende el crecimiento de la riqueza en términos monetarios, el segundo punto de vista propone una vida más amable en términos existenciales, es decir, una vida radicalmente distinta Estamos, pues, ante un dilema profundo: vivir en la paz y la armonía o existir simplemente como generadores de un poder para unas determinadas minorías.
Hay que tener en cuenta, ya de entrada, que de todos los modos históricos para producir energía el nuclear representa el único de final incontrolable por su propia esencia y, además, por su prácticamente inacabable duración y efectos. Esto ha de reflexionarse con un cuidado exquisito. Una vez liberado el átomo de sus ataduras naturales nadie puede afirmar ya que sea posible retornarlo a control alguno, incluyendo su clausura o destrucción en caso necesario. La irradiación que produce cualquier artificio nuclear, desde las centrales eléctricas hasta los motores e instrumentos puestos en marcha con tal base, se convierte en el malvado genio que redimido de su redoma se convierte en un dios perverso e imprevisible. Con retorcimiento teológico diríamos que se libera al Diablo. Ante esta realidad no valen argumentos retóricos en pro del progreso y la seguridad ni reflexiones hipercientíficas que traten de anular las tesis en apoyo de una política amortizadora de este tipo de instalaciones.
Estas reflexiones sobre el rechazo nuclear, que son comunes en muchas personas caracterizadas por la calidad de su pensamiento, vuelven hoy a adquirir una rotunda actualidad a la vista de lo ocurrido en Japón, por obra del trágico maremoto, con tres centrales dedicas a la fisión atómica. Los escapes radiactivos debidos a la avería de varios reactores van cobrando fuerza a medida que pasan los días. Más aún, las últimas noticias son patéticas: las autoridades japonesas confían como parte del remedio frente a las emisiones radiactivas que una serie de fenómenos atmosféricos empujen esas emisiones hacia el océano. O lo que es igual, la prepotente ciencia ha de contar con elementos absolutamente naturales para librar su combate contra la muerte o la enfermedad. Poco viaje para tanta alforja. La ciencia reconoce su incapacidad para remediar la tragedia por adelantarse, en servicio a la avaricia, a lo que hubiera tenido que ser un proceso quizá muy largo o quizá imposible.
He aquí, pues, que el riguroso desastre japonés vuelve a enfrentarnos con la disyuntiva esencial acerca de la vida futura: ¿qué hemos de hacer, proseguir en la batalla de la invención sin los controles necesarios ‑deus ex machina- o bien detener la alocada carrera del supuesto desarrollo y sustituirla por una forma de existencia más serena y moderada caracterizada por su humanismo? Sin ánimo de falacia: ¿ciencia ya u hombre todavía, en este escenario? En principio esta es la cuestión a fecha de hoy en que millones de seres expresan la voluntad de conservar su vida en términos razonables.
En una palabra, se trata de determinar si la especie humana tiene el derecho a la pervivencia inteligente y serena o si, rechazando toda armonía, hemos de convertirnos autodestructivamente en simple combustible de lo que solemos entender por «desarrollo».
Hay, además, en esta cuestión un dato a considerar. Un dato estremecedor ¿Se ha tenido en cuenta lo que esas centrales pueden significar de riesgo en caso de un conflicto armado? Es como si los afectados por un estremecedor resultado hubieran contribuido a hacerlo posible instalando en su propio territorio la bomba más importante que sería la misma central atómica. No se habla nunca, me parece, de tal aspecto de la cuestión. O si se habla se hace en términos turbios y oscurecedores. Una bomba normal se convertiría, a los efectos finales, en una bomba atómica si sucediese el bombardeo. Ahora la pregunta ante tal estremecedor panorama: ¿a los dirigentes mundiales les interesa realmente el hombre?
Sé que las energías limpias y renovables ‑la eólica, la solar, la termal con que cuenta la naturaleza- no han alcanzado todavía el grado suficiente de desarrollo. No es lícito, por tanto, fantasear con estas cosas. Pero vuelvo a preguntarme si dada la situación del consumo y las crecientes necesidades de ese consumo no sería más lógico afrontar las formas y dimensiones del consumo y proceder a un reordenamiento más humilde de la vida. El progreso no viene significado por una flecha única y lineal sino que debiéramos considerarlo en su multiplicidad de vectores creadores de vida real. No debe considerarse el progreso como un mecanismo de acumulaciones materiales superpuestas sino como una suma sucesiva de acontecimientos confortables, teniendo por tales los avances que se registren en la moralidad personal y colectiva, en el equilibrio social y en la práctica de un paso reposado en el avance e incorporación de posibilidades.
El dominio del hombre sobre el mundo, que tantas voces filosóficas y religiosas ha convocado, empieza por el dominio sobre sí mismo. En este sentido es rigurosamente necesario considerar que el futuro exige una cierta relentización de la vorágine técnica y un aumento de velocidad en el pensamiento humanista. Los problemas económicos, por ejemplo, han de ceder el paso a las grandes cuestiones sociales, o sea éticas, que han experimentado un retroceso estremecedor en los siglos de la llamada modernidad. Si no lo entendemos así seguiremos divergiendo de la naturaleza a pasos agigantados, mientras la naturaleza nos seguirá demostrando su poder. La convocatoria que debemos hacer consiste precisamente en movilizar una humanidad que confluya todo lo posible con esa naturaleza de la que aún no somos, ni muchos menos, reyes, como quieren hacernos entender, con su perversa vanidad usuraria, los protagonistas de los poderes actuales.
Va a ser difícil calcular el daño directo que padecen y seguirán padeciendo los japoneses; pero aún va a ser más difícil medir el daño que va sufrir, seguro que subrepticiamente, el mundo entero, porque la agresión nuclear, liberado el átomo de la redoma, seguirá actuando esencialmente por muchas medidas que se adopten. Lo que probablemente resulte más grave en esta cuestión es que lo poderes y las minorías que hacen de ellos su arma, procederán a contaminar de falsedad las fuentes informativas. Nunca sabremos el resultado más o menos final que llegue a tener la catástrofe nipona. Nada sabemos hoy de la herencia que dejaron Nagasaki e Hiroshima. Ni de la herencia de otros muchos sucesos nucleares.