Aunque la profunda renovación estratégica que ha cuajado en la izquierda abertzale se desarrolla con paso firme, hay abertzales que, al mismo tiempo que aprueban el cambio, siguen rumiando los análisis efectuados, y todo lo que va emergiendo desde ellos. Lo mismo el lenguaje de Sortu que la composición de Bildu. Tampoco faltan quienes desconfían abierta o calladamente del cambio. Y porque no se trata de estados de ánimo simples, viene a cuento analizar una y otra vez los elementos del proceso, que es lo que seguidamente hago.
La primera cuestión a recordar es cómo se abrió paso esta modificación de estrategia. Y esto no nos lleva sólo a debates realizados hace un par de años, sino a un largo recorrido. Es necesario recordar que durante las primeras décadas de pugna frontal con el Estado no había tiempo ni ganas para dejarse tumbar por las propias limitaciones o desaciertos.
Se daba por hecho que era infinitamente mejor una batalla directa con todas sus heridas, dureza y lagunas que amortiguar la ira o el amor en torno a un confesionario. El amor y la ira eran las claves abertzales, no la exquisitez moral y el visto bueno del sistema. Incluso se opinaba que el frente lingüístico, el cultural, el obrero, el institucional, el feminista estaban condenados al desgaste si no se les inyectaba ira. A un pueblo que le substraes la ira le tapas los ojos. Lo desinflas.
En ese transcurso de lucha frontal sobrevino, sin embargo, una fase en la que el amor y la ira empezaron a tropezarse consigo mismos. El sistema se había despojado ya de la fragilidad franquista, manejaba nuevos recursos y era cada vez más agresivo.
Por otra parte, los logros de aquel enfrentamiento conllevaban enormes déficits pues no se lograba atraer a suficientes porcentajes de ciudadanía vasca, no se hilaba una dinámica satisfactoria para los diferentes sectores y territorios, y no existía suficiente retroalimentación con los grupos empeñados directamente en la construcción nacional. Otra dificultad más se produjo cuando un número significativo de personas, con el apoyo del sistema, empezaron a organizar su propia ira, de signo diametralmente contrario.
De esa manera se abrió paso la sospecha, luego el análisis y el debate, y se tomó finalmente la decisión colectiva de que era necesario abrir una estrategia que no se trabara consigo misma y que interrelacionara profundamente con el resto. Y se asumió que esa estrategia sólo podría ejercerse dentro de las reglas democráticas porque solamente desde ellas podría inhibir la ferocidad del Estado, posibilitaría la acumulación de sectores y de agentes sociales y políticos, y obtendría el apoyo internacional.
Ahora bien, una vez asumida la nueva solución, ha aparecido sobre la mesa un elemento antes difuminado. La magnitud del problema. Hasta la fecha, la cuestión era resistir, no dejarse engullir por el sistema, ser levadura que haría fermentar en un futuro todo el país. Por ello se la protegía como a un óvulo en el útero de la madre. El útero eran las sedes, las reuniones, las consignas, el intimismo de cara al exterior, las bases sociales de barrios y pueblos. Y se soslayaba la magnitud de la tarea en su globalidad.
Por el contrario, la nueva estrategia-solución deja ver con toda claridad que construir este país supone una tarea enorme, progresiva y llena de riesgos.
Es necesario inocular conciencia ciudadana para lograr instituciones participativas; mover amplios sectores para implantar en todos los ámbitos la igualdad de roles de mujeres y hombres; sumar fuerzas sociales para que los trabajadores protagonicen el sistema productivo y que el emprendedor no sea engullido por el capitalismo bancario y multinacional; incorporar colaboración a todos los niveles para que el euskara se propague y ejerza; apoyar la dinámica del campo para que se consolide la producción agrícola y ganadera; propagar la cultura ecológica para que las áreas metropolitanas no devoren a las zonas rurales ni rompan el equilibrio de la tierra; pasar de los ritos y enamoramiento de los presos y refugiados a que vuelvan a casa; no profesar simplemente la existencia de Euskal Herria, sino rehacer la cohesión e interrelación de los siete territorios.
Sólo pujando por esa compleja dinámica se conseguirá funcionar como sujeto jurídico y dinamizador frente al sistema político y frente al estatus social y económico vigente.
Teniendo en cuenta que a todos nos cuesta interiorizar que haya semejante faena por hacer, no es extraño que a veces nos sintamos perplejos, resulte arriesgada la interrelación con nuevos socios o desazone el lenguaje. ¿Qué hacer en ese caso? ¿Obligarnos a la ingenuidad? En absoluto. El trayecto político no es un paseo por el campo, sino un viaje entre barrancos. Es imprescindible saborear la alegría de que suscitamos alarma en el sistema, recelo y envidia en las filas de los pactistas y un sorprendente apego de nuevos compañeros de viaje, pero a la vez vale la pena tener los ojos bien abiertos por lo mucho que nos jugamos.
Y a las personas que disienten claramente ¿hay que considerarlas hostiles? En absoluto. Hay que adjudicarles el rol que les corresponde. ¿Sientes escozor con el nuevo lenguaje y temes que todo se convierta en sistema? ¿Supones que ya no se dan suficientes dosis de rabia ante la crueldad del Estado? O, todavía más grave, ¿piensas que esa tarea infinita de construir igualdad de roles entre hombres y mujeres, dar protagonismo a los trabajadores, revitalizar el campo, cuidar la ecología, interrelacionar territorios, extender el euskara y fabricar paso a paso el sujeto jurídico suena a ideales lejanos y, por ello mismo, carentes de compromiso real?
Pues, entonces, no te sientes en el sofá de tu casa, no te paralices en tu amargor ni pienses en crear una célula de abertzalismo auténtico.
Todo lo contrario. ¡Quédate y aporta! Sé un grano en el culo, si te parece, pero trabaja dentro, mete amor e ira en todo lo que se haga, vigila los hechos, sé un perro de presa. Lo inaceptable y antiabertzale sería que te imaginaras el no va más por declararte desinflado, ir de resentido y optar por cualquier tipo de abstención.