La vaca nos da su leche, la oveja su lana, el árbol su madera… aprendemos de niños en la escuela. Y, sin embargo, nunca he visto a una vaca que se ordeñe y entregue su leche al ganadero, ni a ovejas que se esquilen entre sí para ir luego balando satisfechas a dar su lana a los pastores. ¿Alguien ha visto a un árbol que se tale mientras el leñador descansa?
La gallina nos da sus huevos, las abejas su miel y el río su agua… pero ¿nos lo dan o se lo arrebatamos?
En correspondencia a tanta dádiva animal hacemos a las vacas responsables de la locura humana, con la misma alegría con que acusamos a corderos y cerdos de la fiebre aftosa o porcina, a las aves de contraer la gripe o a los árboles de extender los incendios.
Usar el verbo dar para resumir tantos años de mercado e industria, de explotación y saqueo, ni es correcto ni es creíble.
Parecerá una tontería preocuparse del buen uso que hagamos de los verbos cuando, además, tampoco estoy anticipando mi renuncia a los huevos fritos con jamón o a la chaqueta de lana, pero a lo que sí renuncio es a endulzar la historia con eufemismos porque quien crece en la certeza de ser el centro del universo y no parte del mismo, quien se hace adulto en la creencia de que todo está subordinado a su interés, tarde o temprano acaba pensando que sus semejantes también comparten ese destino y sólo aspiran a gratificar sus necesidades y deseos, y que el planeta es un gran e inagotable supermercado en el que sólo con depositar nuestros mercuriales argumentos nos ganamos el derecho a tener derechos, y no es el caso.