Hay un concepto en boga que no me acaba de convencer. Y un sentimiento de propiedad que no comparto en absoluto. Desde diversos foros y columnas mediáticas se lanza el mensaje de los militantes del «nacionalismo histórico» para designar a hombres y mujeres del PNV. Del resto de grupos abertzales se diversifican las opiniones, con proclamas en general despectivas. Otras veces paternalistas. Incluso tachando al resto de usurpadores.
Es evidente que las elecciones municipales y forales de mayo de este año pusieron patas arriba la escenificación de fuerzas de cada sector de nuestro país. Fueron elecciones, es cierto, y como tal sujetas a determinadas circunstancias coyunturales. Pero dejaron en evidencia que el mapa político dibujado en los últimos años estaba trucado. No eral real, ni siquiera por proximidad.
Entre las numerosas lecturas electorales, una de ellas está marcando la agenda en el mundo abertzale: la hegemonía política, es decir, la referencia. La escasa diferencia de votos entre el PNV y Bildu, al igual que ocurriera hace 25 años entre el PNV y Herri Batasuna, nos promete un escenario enconado. Las situaciones no son las mismas, los protagonistas, en cambio, similares.
El PNV, hegemónico electoralmente en el mundo abertzale, ha sentido el aliento en el cogote y, al margen de una línea de acoso hacia sus contrincantes políticos, ha reivindicado el concepto de «nacionalismo histórico» para reclamar, como lo ha hecho recientemente José Manuel Bujanda, que «venimos de antes». Una propiedad. El mismo autor señala que «llegados hasta aquí es bueno que marquemos territorio», después de señalar la presencia de Bildu en las instituciones como «graciosa». Un poco de humildad.
Lo que podía resultar una ocurrente reflexión de un asiduo comentarista político jeltzale se transforma en corriente de opinión tras la lectura de decenas de mensajes similares. La conversión del partido H1! en corriente de pensamiento generó un flujo parejo: el nacionalismo histórico está en cuestión, en peligro casi, por la emergencia de la izquierda abertzale («autodenominada» en la mayoría de las anotaciones jelkides, «mundo» en otras, con clara intención peyorativa).
Me resulta infantil el argumento de «yo lo vi antes», «yo llegué antes», «nadie me va a enseñar de patriotismo», etc. El pasado es patrimonio de todos, si el proyecto es colectivo. Siento la biografía del lehendakari Agirre como parte de mi bagaje, al igual que el exilio de Manuel Irujo, jeltzales de pro, como es sabido, pero también la pluma del socialista Tomás Meabe o las reflexiones del anarquista Isaac Puente.
Es sumamente peligroso reclamar propiedades intelectuales. Pertenecemos a todos y a nadie. Lo exclusivo, por definición, es un distintivo atípico. Ajeno. Quienes hablen de gueto quizás podrán reivindicar genoma propio, a lo más herencia. Pero cuidado, la herencia notarial comparte la asunción de beneficios y también de deudas. Habría que recordar, en esta línea, que fracasos jeltzales, y de otros sectores, están en el origen del nacimiento de nuevas corrientes. Entre ellas la de la izquierda abertzale de 1930 o de 1960.
El «nacionalismo histórico» de Sabino Arana primero y Kizkitza después es un proyecto de reacción. Legítimo como cualquiera, pero siempre con el paso cambiado. Según sus primeros protagonistas, la causa primera del nacimiento del alderdi fue una reacción natural al surgimiento del socialismo en Bizkaia. Igual razón fue la de SOV, hoy ELA, ante el empuje de UGT.
La izquierda abertzale, en cambio, nació con un proyecto muy definido. A veces hiperideologizado, demasiado elaborado, pero en su interior, sumamente sencillo. Nada que ver con la gestión jeltzale, con la administración de residuos. Un proyecto nítido de construcción nacional. El PNV lo conoce desde su inicio y, por ello, achaca precisamente a la existencia de ETA su falta de concreción, su falta de decisión soberanista. ETA sería la razón primera de su tibieza reivindicativa.
Desde el nacimiento de ETA y de la moderna izquierda abertzale, la función del PNV ha tenido una línea determinada de contención. Ya Ajuriagerra, máximo dirigente jeltzale, ofreció una de las perlas más desafortunadas para señalar su inconveniencia: «en la clandestinidad la deslealtad se paga con la cuneta», como si la izquierda abertzale fuera un hijo ilegítimo del PNV. La deserción en masa hacia ETA de EGI, las juventudes del PNV, a comienzos de los 70, fue sólo la expresión de las prolongadas «vacaciones» jeltzales. Recuerdo con cariño a Joseba Elosegi, el único preso del PNV en el franquismo tardío, gudari en el 36, quien por cierto luego recaló en EA.
En tiempos más recientes, la impronta de Urkullu había sido precedida de la de su colega Josu Jon Imaz: «la tarea histórica del nacionalismo vasco (PNV) es la de ser el abanderado en la deslegitimación de ETA, de Batasuna y de su mundo. Tengo que decir con fuerza, que sus fines no son los nuestros y que eso que ellos llaman su patria no es la nuestra». Más claro el agua.
Sería casi espontáneo hacer una lista con el contenido del significado de la patria jeltzale. Sencillo con un simple repaso a la hemeroteca de las últimas décadas. Miembro fundador de la democracia cristiana internacional, no cabría otra reflexión que la que están adivinando. Por encima del sabor de la tierra, por encima de la lengua y el colorido de las escuelas, por encima de todos los símbolos está la pasta. Nada nuevo bajo el sol.
Por eso, el conjunto de las escisiones reseñables del PNV lo han sido por su izquierda. En la derecha ocupan demasiado espacio como para animar a la deserción. Estos días se cumplen 25 años de la de EA, cuando para frenar su empuje y el de la izquierda abertzale la dirección jeltzale se alió en Gasteiz con el PSOE. Un soplo de vida a la legitimación del Estado ante una incontrolada aventura soberanista.
Más profunda que la de EA, desde mi modesto punto de vista, ha sido la marcha de ELA. El sindicato abertzale ha estado pegado a la historia del PNV como si hubieran sido dos amantes incombustibles. Desde su nacimiento, la dirección de ELA y la del PNV eran dos ramas de un mismo tronco. Hasta los años 90 y los tiempos de la mayoría sindical vasca. La ruptura de ELA con el PNV ha sido histórica. La apuesta de la dirección jeltzale por el dinero y sus tentáculos, por las contrarreformas laborales, por los marcos hispanos de relaciones, etc. dieron a ELA tantos argumentos que la marcha de la casa originaria se produjo sin estridencias. Todavía hoy me pregunto cuándo fue.
¿Podemos afirmar que ELA, EA o incluso la izquierda abertzale no son parte del nacionalismo histórico? No me atrevería con tanto. Es notorio que las fuentes de la izquierda abertzale no provienen de Sabino Arana, ni de los batzokis. O no en exclusiva. Que el magma del que bebieron fue bastante más amplio que el ofrecido por los seguidores de Kizkitza. Y ése, precisamente, es el problema, el grave problema del PNV. Su crecimiento/decrecimiento lo es a cuenta de ese que denomina «gracioso mundo» de Bildu.
Sin embargo, los crecimientos naturales de ese «mundo abertzale» no excluyente, por cierto, lo son por varias esquinas. Sus nichos más amplios. No así los del PNV que sólo tiene un río para pescar. Y así lo hará hasta las elecciones autonómicas. Todos los huevos en una misma cesta. Como si el contrincante político estuviera en casa y no en el patio.
Josu Jon, al que hay que agradecerle su sinceridad, señalaba que la izquierda abertzale se disolvería como un azucarillo. Antes de las elecciones de mayo. Koldo San Sebastián añadía, después de las mismas, que se iba a sentar con una copa de pacharán para observar esa disolución química. Demasiada prepotencia, como si no conocieran el país, ese mismo país que consideran en propiedad.
Excepto en la etapa independentista de Sabino Arana, la labor del PNV ha estado marcada por el rescoldo fuerista: el pacto con la Corona. Incluso Ibarretxe, disidente de la línea oficial, aludió en su Plan a un refrendo del Borbón. Este pacto con la Corona no ha sido otro que el de la validación del Estado en Euskal Herria, la permanente legitimación de los límites, leyes, decretos y demás que Madrid ha impuesto a los vascos.
Hoy, precisamente, está en juego el fin de un proceso histórico, no de un «nacionalismo histórico». Un proceso centenario. El fin del pacto con la Corona. Y ese es el quid de la cuestión. No son las siglas lo que cuentan, sino los contenidos de cada propuesta. Y la cuenta atrás ha comenzado.