Esa mezcla de crueldad autoritaria, mentalidad opaca y mesianismo cristiano, explicarían perfectamente la estructura de la realidad de lo que hoy denominamos España.
Una realidad que como define Subirats se ha desarrollado con un “Carácter simplificador y represor de la diversidad original, lingüística y cultural, con la cual en España se configuró un carácter nacionalcatólico por exclusión de moros y judíos, se negó el humanismo, el iluminismo, las reformas sociales, religiosas e ideológicas y se liquidó el liberalismo”.
La incidencia del catolicismo hubo de ser tan profunda –entendiendo al catolicismo como agresivo virus de intolerancia- y alienante que tan sólo hace unas décadas fundadores del franquismo como Ledesma Ramos, confesaba que “el alma nacional, ha dado al catolicismo, lo más entrañable de ella, su salvación histórica y su imperio”.
Ignoro si en la salvación histórica de España entraban la desaparición de sus históricamente endémicas bancarrotas económicas –que parece que no…- o la superación de esa secular postración que la ha llevado a ser ese país cutre, inculto o si se quiere indocumentado.
Lo cierto e que el virus de ese catolicismo fanático, auténtico tóxico para la salud de la razón, envenenó aquel espíritu liberador y enriquecedor que desde el al-Andalus irradiaba por todo el mundo civilizado con mentes tan prodigiosas como Averroes, Maimónides o el mallorquín Ramon Llul…
Es la vieja piel de toro –ignoro porque no se estimó como de burro o de puerco- de charanga y pandereta, cerrado y sacristía alucinada por el “arte” de Frascuelo.
La altanería es el sello indeleble del proyecto español.
En este sentido Felipe II ha de achacar la debacle de la “Invencible” a las tempestades, nunca a la impericia de sus almirantes. Méndez Nuñez dulcificará la derrota de la armada en Valparaíso con la estúpida “boutade” esa de “más vale honra sin barcos…” Ya se sabe, ¡sin novedad en el Alcázar, mi General!, impasible el ademán.
En pocas palabras, que toda la leyenda negra y el desprestigio obedece a la intemperancia y envida extranjera, o como repetiría el genocida del Prado, al contubernio judeo-masónico.
En resumidas cuentas, que las élites españolas que habitualmente han copado el poder, adolecen de una incapacidad autocrítica preocupante. Viejo engreimiento, de no se qué “superioridad moral”, nunca incapaz de analizar, las razones del profundo fracaso del proyecto hispano.
Y es que de verificar con sinceridad su trayectoria, entenderían por ejemplo, porque vascos, catalanes… nunca se han incorporado libremente a tal proyecto.
El tema es viejo, antiquísimo…
En la Filomena de Lope de Vega, un portugués daba gracias a Dios, porque no le había hecho bestia ni castellano.
Ya sabemos cómo todo su imperio colonial se fugó de la corte imperial como alma que lleva el diablo.
Hay demasiadas evidencias para constatar que la historia de las Españas, es una historia de grandilocuencias, barbarie, aridez intelectual e intolerancia.
Nunca sabremos qué hubiera sido si a los grandes escritores de los siglos XVI y XVII no se les hubiera encorsetado el pensamiento con los grilletes morales del Santo Oficio.
Quizás aquella sociedad anquilosada y atormentada hubiera descubierto otros derroteros más humanos y liberadores, quizás.
Pero todo se resolvió en esa vana y dañina fastuosidad de godos, emperadores, conquistadores, intocables e infalibles purpurados e inquisidores, falangistas… Todos ellos camuflando una sociedad de pícaros que ha pervivido hasta nuestros días.
¿Por qué España, como decía, no se para a pensar qué es lo que comporta en su mensaje y aspiraciones, para impedirle concitar algún tipo de adhesión?
Y ahí estaba Euskalherría, soportando los embates de tan tremenda maquinaria de poder y destrucción.
Es un orgullo y un hálito de esperanza para los vascos, el haber podido mantener durante tantos siglos y tan adversas circunstancias, nuestras señas de identidad y nuestra memoria histórica.
Conociendo pues todo esto, no era de extrañar que en un país, donde nunca alentó una democracia verificable, la respuesta a la propuesta de paz de ETA –al margen de las secretas maniobras que sin duda las habrá‑, no fuera como deseábamos, humana y coherente. “No se negociará”, dicen las fuerzas fácticas del imperio.
Pues de esto hablábamos, de esa pura intolerancia y de esa altanería carpetovetónica, que incluso en circunstancias de paz, sobrecoge por la capacidad de violencia “institucional”, que acarrea.
Porque esta España se baja los pantalones ante los que se acuestan falangistas y despiertan demócratas de toda la vida. Soporta aduladora la impunidad, beligerancia y atropellos de la oligarquía. Sonríe a las veleidades del FMI, FM, Merkel u Obamas de turno… ¡Ah pero cuando se trata de responder a las exigencias de la libre voluntad de sus pueblos y ciudadanos!
Pues eso, que no nos pilla de sorpresa tan altanera actitud.
Otra cosa es que nos quiten la esperanza y la capacidad de encontrar nuestro camino hacia una plena soberanía.
Se solicitará el apoyo de la comunidad internacional, sin duda. Seguiremos armándonos de paciencia inventando si es preciso nuevos caminos, cierto.
Pero lo que sin duda hará irreversible nuestro proceso liberador ‑lo sabemos y se repite por activa y pasiva‑, será la palabra unívoca de todos los que nos sentimos vascos.
Eso, más pronto que tarde, será irrevocable.