Del blog Segunda Cita
La primera segundaciter@ de todo el cono sur que conocí, fue a Catalina. Ella, sabiendo que yo era “el señor de las lluvias”, se escabullía por aquí y por allá, buscando mundos, supongo secos, pero quién sabe si mojados…
Después posé los ojos en su mamá, la querida amiga querida Paloma, que me pareció, como se suele decir en Cuba: “mujer y amiga”.
Otro dicho que se dice en la isla es: “a la tercera va la vencida”… pero esta vez no fue el caso, porque la tercera persona que conocí fue a Samanta, de quien dudo que haya conocido la derrota.
A Pablo lo hallé en el parqueo del hotel y nos hicimos una foto, pero hasta que no la publicó no caí en que… ¡era Pablo!
Unas pocas horas antes de tomar el avión, entre ensayos y preparativos, me enteré del honor que me haría la Universidad Nacional de Córdoba. Así que las palabras de gratitud las terminé llegando a esa ciudad. En el hotel no hubo manera de imprimirlas y en los alrededores parecía que tampoco. Al fin hice una colita en una papelería y pude tener en mano los tres folios. Por eso llegué tarde al acto en que nos esperaba tanto pero tanto amor.
La tarde que llegué al hipódromo de Rosario, para la prueba de sonido, había varias personas en el portón de entrada: un señor corpulento, una linda familia y unos chicos con guitarra. Me di cuenta de que uno de ellos era Diego y saqué la cabeza para saludarlo. Con él estaba su amigo Pablo Poletto, integrante también de “Compañeros poetas”. A la salida de la prueba tuvimos un intercambio de disparos fotográficos y dejo testimonio.
Minutos después, en el lobby del hotel, caí en la emboscada afectuosa de Adriana, Patricia y Graciela. Me senté unos minutos en los que, gracias a los preámbulos segundaciter@s, sobraron explicaciones. Tres señoras sonrientes, en extremo gentiles, incluso filosóficas, que en la memoria se me grabaron como las Damas de Pergamino.
Después del concierto de Rosario, que duró tres horas, a la puerta del hotel me esperaban muchachos. Varios gritaron y uno sostuvo en alto una guitarra de colores. No respondí por agotamiento. Cuando partíamos temprano, la mañana siguiente, alguien dijo que había sido una madrugada de serenata. Sana envidia.
En el buquebus que abordamos para ir al Uruguay había Internet, no muy buena, pero pude entrar al blog y subir mensajes. Misterio de los misterios, a la puerta del hotel nos esperaban el chileno Rodrigo Riquelme y algunas chicas. Entre ellas la nieta pelirroja del cholo César Vallejo, la que me regaló un libro de su abuelo, que casi es mi padre. Les prometí llamarles, pero en Montevideo tenía amigos que hacía mucho tiempo no veía, como ese ser María Gravina.
Stella, con su redonda cara sonriente, me saludó a la salida del ensayo, en Charrúa. Intenté bajar del carro para hacernos la foto, pero las piedrecitas del camino, las hojas en el aire y otras partículas se materializaron de pronto en multitud, por lo que apenas rocé el suelo.
Cada concierto se fue haciendo más largo. El de Montevideo había llegado a las 3 horas. Al día siguiente hicimos la travesía de regreso a Buenos Aires. Al ratito de llegar sonó un teléfono y era Tucú viajera, que estaba abajo con Violeta Gitana, Vivian Mariana y Christian. Fui hacia ellos y tuvimos una conversa animosa, pero debía descansar. Desde la noche siguiente nos miraba el estadio Ferrocarril Oeste.
Hacer este viaje después de 6 años fue especial. Sabía que nos estaban esperando. No alcancé a todos, pero ponerle pieles, miradas y voces a algunas incógnitas del éter fueron grandes regalos. Desde antes, la producción también mandaba datos, así que sabíamos que habría público. Pero los cuatro conciertos, en los que compartimos con algo más de 50 mil personas, burlaron lo numérico con la sustancia receptiva. En todos los caminos, ciudades y escenarios nos dieron y dimos abrazos.
En los últimos minutos de la última función, que parecía interminable, no sé por qué miré hacia arriba y vi descender una lluvia de papeles brillantes. Afinando los ojos alcancé a ver que los balcones de los edificios que rodean el estadio estaban repletos de personas que nos saludaban con los brazos en alto, como los que estaban en la cancha. Por un momento no supe si estaba en Caballito o en algún barrio de La Habana. Entonces recordé que allá, aquí, dondequiera somos lo mismo.
Por la luz de ese instante hubiera valido la pena empezar de nuevo.