El ministro Pedro Pablo Abarca de Bolea (conde de Aranda) había entregado al monarca un proyecto neocolonial sobre las provincias americanas, sugiriendo que la referida unidad fuera una suerte de «Commonwealth hispano».
Con vista larga, el conde de Aranda recomendaba a la corona «deshacerse de sus posesiones americanas, conservando sólo Cuba y Puerto Rico para el comercio español». Para ello se establecerían tres infantes o reyes en América: uno como rey de México, otro como rey de Perú y otro como rey de Costafirme. Los tres gobernarían el continente en nombre del emperador Carlos III.
El Informe Aranda quedó en agua de borrajas, y recién en 1808 sería retomado por Manuel Godoy, el todopoderoso ministro de Carlos IV. Plan que, asimismo, llegó demasiado tarde, a causa de la invasión francesa, la abdicación de Fernando VII, la falta de generosidad de la Junta Suprema de Aranjuez con los hermanos americanos (se les concedía representación con arreglo a los blancos, excluyendo a indios, negros y zambos), y la inminente guerra con Inglaterra (1808).
La guerra de la independencia dio a la burguesía criolla la oportunidad que esperaba. Dos años después se iniciará el proceso que en veinticinco años llevará a la independencia a la casi totalidad del continente americano.
1910. Barcelona, 25 de mayo. En la conferencia Causas y consecuencias de la revolución americana, el socialista argentino Manuel Ugarte (1875−1951), manifiesta que la insurrección producida en las colonias un siglo atrás, no llevaba propósitos separatistas. Ugarte fue el primero en plantear la «cuestión nacional» de la independencia.
El historiador Norberto Galasso sostiene que, a juicio de su biografiado (Manuel Ugarte), la misma revolución democrática que se operaba en España contra el oscurantismo monárquico se realizaba en las colonias. Pero no contra España, sino contra la minoría que dominaba en España y en las colonias, es decir, contra el absolutismo. El separatismo, según esta tesis, surgió después, inevitablemente, al ser derrotada la revolución democrática por la reacción en España.
En El porvenir de la América española (1910) Ugarte analizó los orígenes de la América española, refiriéndose en particular a los pueblos indígenas, españoles, mestizos, negros, mulatos y criollos como «componentes del hombre latinoamericano». Los socialistas argentinos, en nombre del internacionalismo proletario, niegan toda cuestión nacional en América Latina. El imperialismo carece de importancia o no existe, y hay que limitarse a lograr conquistas obreras.
1946. En febrero de 1946, horas después de los comicios presidenciales, el presidente electo Juan Domingo Perón (1895−1974) se dirigió por escrito al legendario caudillo del Uruguay Luis Alberto Herrera (1873−1959). El mensaje del líder argentino (hallado por el investigador Carlos Machado) dice: «Hay que realizar el sueño de Bolívar. Debemos formar los Estados Unidos de Sudamérica».
El 7 de julio de 1953, en una cena de camaradería de las fuerzas armadas, Perón expresa por primera vez las ideas que presidirían su programa global:
“No hay soberanía política plena mientras el continente siga fragmentado por el interés imperial. No hay independencia económica en el marco de la dependencia como fruto de la monoproducción. No hay justicia social sin asentar la base material que la posibilite, y resulta imposible lograrla malherida por la desunión… Presentimos que el 2000 nos encontrará unidos o dominados.”
Perón erró por menos de cinco años. En efecto, y con excepción de Cuba y Venezuela, el escenario latinoamericano de finales del siglo mostraba un cuadro ideológicamente confuso y políticamente desolador.
No obstante, en la cuarta Cumbre de presidentes, frente a las narices de W. Bush, el peronista Néstor Kirchner, el bolivariano Hugo Chávez, y el sindicalista Lula enterraron el proyecto de libre comercio de las Américas (Mar del Plata, noviembre de 2005).
Tres años después se constituyó la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), y en días pasados, en Caracas, la flamante Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac) puso punto final al monroísmo, abriendo de par en par (y con exclusión de Estados Unidos y Canadá), la integración, cooperación y solidaridad entre los países del continente.
La Jornada