magínate, por un momento, que eres un mulá iraní. Sentado con las piernas cruzadas sobre tu alfombra persa en Teherán y dando sorbitos a una taza de té, le echas un vistazo al mapa de Oriente Medio colgado en la pared. La imagen es inquietante: tu país, la República Islámica de Irán, está rodeada por todos lados de virulentos enemigos y rivales regionales, tanto nucleares como no nucleares.
En la frontera oriental, los Estados Unidos tienen desplegados cien mil soldados que sirven en Afganistán. En su frontera occidental, los EE. UU. llevan ocupando Irak desde 2003 y planean conservar una pequeña fuerza de contratistas militares y agentes operativos de la CIA después incluso de su retirada oficial el mes que viene. Pakistán, país que cuenta con armas nucleares, se encuentra al sudeste; Turquía, aliado de Norteamérica en la OTAN, al noroeste; Turkmenistán, que ha hecho las veces de base de reabastecimiento de los aviones militares de transporte desde 2002, al noreste. Al sur, en la otra orilla del Golfo Pérsico, vemos un racimo de estados clientelares de los EE. UU.: Bahrein, sede de la Quinta Flota norteamericana; Qatar, que va a albergar el cuartel general previsto para el Mando Central norteamericano; Arabia Saudí, cuyo rey ha exhortado a Norteamérica a «atacar a Irán” y «cortarle la cabeza a la serpiente”.
Luego, por supuesto, tenemos, a menos de mil millas al oeste, a Israel, tu mortal enemigo, que posee más de un centenar de cabezas nucleares y con un historial de agresiones preventivas contra sus oponentes.
El mapa lo deja claro: Irán está, literalmente, rodeado por los EE.UU. y sus aliados. Por si no fuera bastante preocupante, tu país parece ser víctima de ataques (encubiertos). Varios científicos nucleares han sido misteriosamente asesinados y a finales del año pasado, un sofisticado virus de ordenador consiguió dejar fuera de combate aproximadamente a una quinta parte de las centrifugadoras nucleares de Irán. Sólo la semana pasada, el «pionero» del programa de misiles de la República Islámica, el general de división Hassan Moghaddam, resultó muerto – junto a dieciséis personas más – a causa de una enorme explosión en una base de la Guardia Revolucionaria, a 25 millas de Teherán. Y en la Red descubres que hay periodistas occidentales que informan de que se cree que el Mossad está detrás de la explosión.
Y luego te paras a recordar la lección geopolítica fundamental que tú y tus compatriotas habéis aprendido en la última década: los EE. UU. y sus aliados optaron por la guerra contra un Irak no nuclearizado, pero se decidieron por la diplomacia con Corea del Norte, que disponía de armas nucleares.
Si tú fueras nuestro mulá de Teherán, ¿no querrías que Irán dispusiera de armas nucleares, o como mínimo, de «latencia nuclear» (es decir, de capacidad y tecnología para fabricar armas nucleares si se viera amenazado por un ataque)?
Seamos claros: todavía no hay pruebas concretas de que Irán esté fabricando una bomba. El último informe de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA), pese a su muy discutida referencia a las “posibles dimensiones militares del programa nuclear de Irán”, reconoce también que sus inspectores continúan «verificando que no hay desvío del material nuclear declarado en las instalaciones nucleares [de Irán]». Los dirigentes de la República Islámica – del Supremo líder, ayatolá Jamenei, al rimbombante presidente Mahmud Ahmadineyad – mantienen que su objetivo estriba únicamente en un programa civil, no en bombas atómicas.
No obstante, ¿no sería racional que Irán – geográficamente rodeado, políticamente aislado, y sintiéndose amenazado – quisiera poseer su propio arsenal de armas nucleares con fines defensivos y de disuasión? El Examen de la Posición Nuclear [Nuclear Posture Review] del gobierno norteamericano admite que esas armas desempeñan «un papel esencial a la hora de disuadir a potenciales adversarios» y mantener la «estabilidad estratégica» frente a otras potencias nucleares. En el año 2006, el Ministerio de Defensa del Reino Unido argumentaba que nuestra disuasión nuclear estratégica estaba destinada a «disuadir e impedir el chantaje nuclear, así como actos de agresión contra nuestros intereses que no pueden contrarrestarse por otros medios».
Aparentemente, lo que vale para el pavo angloamericano no vale para la pava iraní. Escasea la empatía. Tal como ha observado, George Perkovich, destacado analista de la política nuclear norteamericana: “El gobierno norteamericano nunca ha evaluado pública y objetivamente las motivaciones de los dirigentes iraníes para conseguir armas nucleares ni lo que los EE. UU. y otros países podrían hacer para eliminar esas motivaciones». Por el contrario, se desestima a la República Islámica como irracional y megalómana.
Pero no solamente son los dirigentes iraníes los que se muestran remisos a dar marcha atrás en la cuestión nuclear. El martes, cerca de mil estudiantes formaron una cadena humana en torno a las instalaciones de conversión de uranio de Isfahán, cantando «Muerte a América» y «Muerte a Israel». Puede que su protesta haya sido organizada por las autoridades, pero hasta los dirigentes y miembros del Movimiento Verde opositor tienden a apoyar el programa de enriquecimiento de uranio de Irán. De acuerdo con un estudio de 2010 la Universidad de Maryland, el 55% de los iraníes respaldan el empeño de su país en relación con la energía nuclear y, lo que es más notable, el 38% apoya la fabricación de un arma nuclear.
Así pues, ¿qué se ha de hacer? No han funcionado las sanciones y no funcionarán. Los iraníes se niegan a comprometerse en lo que creen su «inalienable» derecho a la energía nuclear de acuerdo con el Tratado de no Proliferación. La acción militar, tal como reconoció la semana pasada Leon Panetta, secretario de Defensa, podría tener «consecuencias indeseadas”, sin descontar un contragolpe dirigido a las «fuerzas norteamericanas en la región». La amenaza de ataque no hará más que endurecer la determinación de alcanzar la disuasión nuclear; la beligerancia engendra beligerancia.
El hecho es que, sencillamente, no hay alternativa a la diplomacia, no importa lo truculentos o paranoides que puedan parecer los dirigentes de Irán a ojos occidentales. Si ha de evitarse un Irán con armas nucleares, los políticos norteamericanos tienen que rebajar el tono de su amenazante retórica y encarar la percepción, muy real y racional en las calles de Teherán e Isfahán, de Norteamérica e Israel como amenazas militares a la República Islámica. Los iraníes tienen miedo, están nerviosos, a la defensiva, y, tal como muestra el mapa de Oriente Medio, acaso por buenas razones. Y como reza el antiguo dicho, que seas un paranoico no significa que no puedan andar persiguiéndote.
Mehdi Hasan es redactor jefe de la sección política del semanario británico New Statesman, trabajó como editor de noticias en el Channel 4 y es coautor con James Macintyre de un libro sobre el actual líder del Partido Laborista Ed: the Milibands and the Making of a Labour Leader.