Dicen los más sabios del lugar que las puntualizaciones y explicaciones acerca de lo que hacemos solo tienen sentido como consecuencia de una mala estrategia comunicativa, es decir, que si somos claros y eficaces transmitiendo nuestro mensaje, las aclaraciones están de sobra.
No obstante, en el proceloso océano de los medios de comunicación españoles son tan frecuentes las mareas negras y el vertido de aguas fecales que la mierda y el chapapote enturbian incluso los trabajos más diáfanos y transparentes. En plena batalla de las ideas, «Abc» hizo la semana pasada un ejercicio propio del mismísimo Joseph Goebbels, al dictado de lo que hoy en día se conoce como el marketing social. Como réplica al trabajo de varios años de la Fundación Euskal Memoria, un artículo firmado por Itziar Reyero y Javier Pagola era titulado así: «ETA elabora un censo de víctimas propias e incluye a muertos por infarto o accidente». En el mismo, ensalzando muchos sentimientos de orgullo patrio, promoviendo odios y persuadiendo a sus lectores de cosas muy alejadas de la realidad, se adentraron en lo que, desde mi punto de vista, es intolerable: insultar y ridiculizar a personas heridas o fallecidas en el contexto del conflicto político y armado que aún no hemos cerrado. Compartí cárcel con Esteban Nieto, estuve con la familia de Remi Ayestaran a las pocas horas de su muerte, conocí a Tamara Muruetagoiena el pasado invierno, en unas jornadas contra la tortura en las se proyectó el documental que ella misma dirigió en recuerdo de su padre, muerto tras ser torturado por la Guardia Civil. Todos ellos, sin excepción, hasta 475 personas recogidas con rigor documental, fallecieron como consecuencia de la violencia estatal o por causas derivadas del conflicto entre los años 1960 y 2011. Por eso denuncio la actitud de estos atrincherados en el Führerbunker del diario monárquico y franquista. Ser un pelele del equipo redactor de un periódico de esas características no otorga bula para tachar de obesos descuidados, criminales con cardiopatía o ancianas impresionables a personas muertas en el contexto de una intervención policial, por la desatención médica derivada del exilio o la clandestinidad, o por el horror provocado por un pelotón de policías irrumpiendo en tu casa de madrugada tras derribar la puerta a patadas.
La terminología empleada para definir situaciones y contextualizar las muertes producidas en más de medio siglo de conflicto es una herramienta de control y manipulación política de primer orden. Con el término «víctima» el esfuerzo por confundir ha sido, sigue siendo, inconmensurable. Hay todo un debate pendiente de abordar entre todas las personas y organizaciones que, lejos de la podredumbre moral de los periodistas citados, requieren aclaraciones terminológicas y un esfuerzo aún no completado para categorizar todas las consecuencias del conflicto armado al que nos referimos. Y este debate, cuando llegue, va a echar por tierra bastantes de los asertos y pasajes heroicos utilizados para confeccionar determinados relatos.
Galo Bilbao imparte Ética de la universidad de Deustu, y es, además, integrante de Bakeaz, y uno de los fundadores de Gesto por la Paz. En las «Jornadas de Solidaridad con las víctimas» organizadas por Gesto el pasado mes de junio, este docente desgranó algunas reflexiones muy interesantes para acotar el significado de tan controvertido concepto: víctima. ¿Quién es víctima? ¿Qué categoría clave es el rasgo identificador básico de la víctima?
Todavía es frecuente encontrar testimonios acerca de la ejemplaridad de las víctimas, lo que nos coloca ante la descripción de un referente moral. La inocencia absoluta de todas las personas muertas por las organizaciones armadas vascas es una premisa abanderada por el propio Patxi López. Galo Bilbao afirma, y coincido con él, que es constatable la grave falta moral de alguna de las «víctimas del terrorismo» que a todos se nos exige honrar públicamente. A menudo el listado de esas excepciones se limita a mencionar a Melitón Manzanas y a Luis Carrero Blanco, sendos victimarios muertos en atentado. Pero si analizamos caso por caso las abundantes y nunca coincidentes listas de víctimas elaboradas con propósito exaltador, no es difícil encontrar bastantes personas alejadas del carácter inmaculado que se les atribuye. ¿Son los altos cargos políticos del «franquismo político» como Javier de Ybarra, Augusto Unceta o Juan María de Araluce, implicado públicamente en la matanza de Montejurra de 1976, victimarios convertidos en víctimas? ¿Cómo catalogamos, en toda su extensión, a Jose Maria Arrizabalaga, Clément Perret o Juan Manuel Eseverri, participantes directos en acciones terroristas o parapoliciales? José Francisco Mateu, exdivisionario y último presidente del TOP, José Lasanta, coronel de Infantería y juez instructor del Juzgado número 2 del antiguo Tribunal Militar franquista especializado en delitos de terrorismo, Manuel López Triviño, el famoso guardia civil al mando del cuartelillo de Zarautz que arengaba a sus tropas antes de disparar al grito de «¡Muerte a los vascos!» ¿son personas que evocan la justicia o algún tipo de valor cívico?
Es cierto que a casi todas ellas las mató ETA. Galo Bilbao apostilla su reflexión con una consideración muy juiciosa: a todo tipo de víctimas «podemos denominarlas inocentes porque no merecían el acto de victimación padecido (…), su muerte ha supuesto una conculcación de sus derechos humanos fundamentales, una violación de la intangible dignidad personal». Cabe entender que esa categoría clave para describir la inocencia abarca a cualquier persona muerta o herida por acción de terceros, sea el afectado de una tipología o de otra.
Por no dejar resquicios interpretativos, además de las «víctimas del terrorismo», de las «víctimas de la violencia estatal», habría que referirse a otro tipo de «víctimas» derivadas del conflicto, que requieren de otro tipo de categorización documental, pero que no pueden ser excluidas de los relatos por construir. Es lo que ha tratado de hacer Euskal Memoria en sus trabajos de documentación y divulgación de todas las consecuencias del conflicto en los últimos cincuenta años, incluyendo entre las víctimas del conflicto a los militantes de organizaciones armadas fallecidos accidentalmente, en el exilio o en circunstancias no directamente atribuibles a la responsabilidad de los estados. Sólo desde la mala fe o la burda propaganda se deduce de ello la intención de evocar equiparaciones, trazar simetrías o inflar las cifras del sufrimiento en Euskal Herria.
La dirección de nuestro trabajo es bien distinta, y se podría sintetizar así: todavía sigue sin cerrarse el conflicto político/armado contemporáneo. Debemos incidir en la asunción por cada parte de sus responsabilidades (reconocimiento de todas las víctimas) y en la necesaria construcción de un marco democrático inclusivo (reparación del déficit actual y principal garantía de no repetición). Con ese fin, además de distintos relatos con vocación convergente, se precisan instrumentos. La Comisión de la Verdad ‑uno de los más importantes- establecerá como prioridad política la implementación de ambas condiciones en relación con el último medio siglo de nuestra historia. Desde la misma se propondrán medidas para documentar lo acontecido, dar cauce a los diferentes relatos existentes y fomentar la reparación de los daños en toda su extensión.
No más basura periodística ni declaraciones evasivas. Los estados son los últimos de la fila en esta tarea multilateral, e insisten en parapetarse tras los pretextos y la mentira. Deben saber que Euskal Herria y la verdad nunca serán víctimas de su inmovilismo.