Te han convertido en un villano, pero yo sé que eres el mejor de los hombres. Tú sí que eres un alma grande y no el idiota de Gandhi, que ayunaba para promover la paz. Tú no ayunas por los demás. Haces algo mucho más valioso. Te los comes. No eres un caníbal, sino un filántropo que ha convertido la gastronomía en una lección de filosofía.
Te comes a los necios, los puritanos y los intolerantes. No sientes ningún respeto por la ley y no te preocupa la moral. Eres un espíritu libre, como Diógenes de Sínope. Sin embargo, nunca vivirías desnudo en un tonel. Eres un dandi, un corsario de guante amarillo, que ha leído a Thomas De Quincey y ha descubierto que el asesinato es una de las bellas artes. Puedes emocionarte escuchando a Maria Callas, sin que eso te impida descuartizar tranquilamente a un ser humano. Eres tan refinado como el divino Oscar Wilde y tu ternura es digna de la madre Teresa de Calcuta, que sonreía de felicidad en compañía de los Duvalier, la entrañable familia de dictadores que sembró el terror en Haití, asesinando a 30.000 inocentes. Tu inteligencia sobrepasa la de los científicos del Proyecto Manhattan, que lograron chamuscar a casi 200.000 personas con sus bombas, transformándolas en oscuras cenizas volcánicas o en espectrales siluetas blancas. Hay una indudable belleza en esa operación, pero tú respetas demasiado a tus víctimas para despacharlas con una muerte impersonal. Tú las matas con la pasión del escultor que se enfrenta a la piedra sin labrar, encendido por la perspectiva de hallar la forma que las rescate de su dolorosa indefinición. Tus poderosos dientes son el cincel que desafía a la eternidad, engendrado lo inaudito. Tus mordiscos son piruetas de una batuta que interpreta a Mozart, insinuando que la alegría puede brotar del espanto. Tu furia es digna de Medea, la hechicera despechada que mató a sus propios hijos.
No eres Norman Bates, que se disfrazaba de mujer para apuñalar a sus víctimas. Ni siquiera necesitas un cuchillo de cocina. Tu mandíbula es más letal que la de Scar y tus manos tan implacables como las de Esperanza Aguirre, recortando los presupuestos de educación y sanidad. No necesitas libros de autoayuda para mantener o restaurar tu autoestima. Sabes que eres un genio de la talla de Witkin y Sid Vicious. No eres un criminal, sino un educador que invita a las nuevas generaciones a sublevarse contra la hipocresía y la mediocridad. ¿Acaso no es cierto que sepultamos y silenciamos nuestros deseos en nombre de una moral que nos desvía de nuestras tendencias naturales? ¿Quién no ha soñado con incendiar su instituto o su centro de trabajo? ¿Quién no ha fantaseado con levantar una horca para los patrones que explotan a la clase trabajadora? ¿Quién no ha deseado apalear a los mercenarios que ejecutan las órdenes de jueces desalmados, desahuciando a familias acosadas por la pobreza? ¿Quién no ha experimentado la tentación de asaltar la Bolsa o el Parlamento con una antorcha, incendiando unas paredes aturdidas por el engaño y la mentira?
¿Por qué reprimimos esos impulsos, que sólo expresan una legítima ambición de libertad? ¿Por qué no reconocemos que el AK-47 es la vanguardia de un futuro sin imperios ni oligarquías? Las brujas de Macbeth se regocijarían desde su páramo, si contemplaran Wall Street en llamas. Hannibal Lecter es el moderno Teseo, que intenta matar al Minotauro, pero el Minotauro ya no es una criatura de aspecto terrorífico, sino un mercader que trafica con la esperanza ajena, propiciando cataclismos financieros. Sus gestos de viejo caballero inglés nos revelan que la elegancia no es incompatible con el radicalismo antisistema. Hannibal nunca se compraría un traje en El Corte Inglés, pues considera que los grandes almacenes no merecen otro destino que el bunker de Adolf Hitler, reducido a escombros por el glorioso Ejército Rojo.
Pocos lo saben, pero Hannibal Lecter es comunista. No es un comunista que ha aceptado el juego parlamentario, sino un guerrillero emboscado en el carnaval de la vida y la muerte por el que nos deslizamos con pasos de borracho, preguntándonos si estamos extraviados o si es absurdo buscar un camino, pues vivir significa avanzar hacia ninguna parte. Hannibal Lecter ahora se pasea por San Fernando de Henares (Madrid), preparando una venganza digna de un condotiero veneciano. Han pintarrajeado la fachada del Instituto Rey Fernando, con el propósito de ofender a uno de sus profesores. En la avenida de Irún, en el muro que bordea el parque Dolores Ibarruri, han escrito: “¡RAFA NARBONA, COMUNISTA!”. Rafa Narbona está perplejo, pues nunca ha ocultado su militancia. De hecho, le produce un íntimo regocijo corromper mentes adolescentes en un centro con las ventanas abiertas sobre un parque con el nombre de la Pasionaria, madre de todos los antifascistas que aún no se han rendido a las huestes del inmundo neoliberalismo.
Rafa Narbona leyó la pintada y llamó a Hannibal Lecter. El perspicaz psiquiatra diagnosticó de inmediato: “Es la obra de unos cerdos”. Después, demostrando su grandeza moral y su exquisito sentido de la amistad, añadió: “¡Son cosa mía!”. Es cuestión de tiempo. Hannibal Lecter es minucioso y perfeccionista. Aparece de repente, como si brotara de la nada. Sabe que su presencia desata el pánico y siembra una angustia duradera. Después, se esfuma, fingiendo que ha perdido la pista. Finalmente, se abate sobre la presa y, sin perder la cortesía ni el humor, pone a prueba los límites del cuerpo y la mente para soportar las formas más insidiosas de sufrimiento. Auguro a los autores de la pintada una prolongada agonía y un insólito viaje por el esófago, el estómago, los intestinos y el recto de Hannibal Lecter. Vuestros restos flotarán entre las espumas de un inodoro y se dispersarán por cañerías y cloacas. Tal vez desemboquen en el Valle de los Caídos y sientan que al fin ha vuelto a reír la primavera. Dentro de poco, España volverá a desfilar al paso alegre de la paz y el águila imperial extenderá sus obscenas alas sobre el rojo y gualda, recordando que nuestra bonita democracia siempre estuvo tutelada por un inepto Borbón coronado por un matarife bajito y con voz de castrati. Cuando llegue ese aciago momento, Hannibal Lecter y yo nos arrojaremos a la calle para levantar barricadas y agitar banderas rojas y republicanas. Madrid será otra vez la tumba del fascismo y Aznar se convertirá en un plato combinado, acompañado de vino barato y una ración de Jiménez Losantos. ¿Hay algo más civilizado que comerse al adversario? Hannibal Lecter no es Yoda ni Obi Wan Kenobi, pero es nuestra única esperanza. Si no lo creéis, deslizaros en la cama y apagad la luz de vuestra alcoba. Pensad un minuto en su sonrisa y notaréis que comienza a palpitar la oscuridad. Sentiréis que el miedo os impide respirar, pero yo os pido que no alberguéis ningún temor. Hannibal Lecter sólo se come a los malos y los primeros de la lista son los insensatos que escriben en las paredes, olvidando que ser comunista debería ser un orgullo en San Fernando de Henares, un municipio que ha homenajeado a Federico García Lorca, Rafael Alberti y Dolores Ibarruri, Pasionaria, símbolos de una España que no fue, pero que aún sueña con el viento del pueblo y con el corazón de los poetas que amaron a los niños yunteros.
RAFAEL NARBONA