“Corruptio optimi, pessima”. Cuando lo que se descompone es un imperio, con la peste que emana tal descomposición, germina el drama y la desesperanza.
La mayor tragedia para el imperio español, fue su recalcitrante manía y los fallidos intentos para prolongarlo a través de los siglos.
Tras una guerra civil (lo de civil…) que dejó al país exhausto, los nostálgicos del imperio vociferaban sus ideales, puro esperpento, ante las naciones civilizadas.
Difícil que lo olvidemos aquellos a quienes nos tocó vivir la burda farsa, tan traumática como insufrible.
“Así quiero ser (El niño del nuevo estado)”. Era la “enciclopedia” en la que, en nuestra más cándida infancia, habíamos de libar las esencias de aquella sagrada españolidad.
Es decir, lo de la España una grande y libre.
Una: porque no admite desgarraduras geográficas, que destruya su único cuerpo (¿) y su única alma. El alma española es naturalmente la católica. Grande: porque se ha impuesto al mundo(¿) por el sacrificio heroico (¿) de sus hijos, que han demostrado que su dignidad es superior a la vida. Grande: porque se ha sacudido la servidumbre de los pueblos extraños que quisieron arrebatarle las esencias de su personalidad histórica (¿).
“Es una unidad –continuaba el texto que habíamos de memorizar- de destino en lo universal, que consiste en la salvación de todos los pueblos por la fe. Nuestro símbolo el yugo y las flechas, símbolo histórico de la España imperial. Nuestro jefe, el caudillo que sólo responde ante Dios y ante la historia.”
¿Estaremos viviendo el último episodio de un larguísimo proceso histórico, en que un país incapaz de evolucionar como España, alcanza su fatídico ocaso?
Porque en pleno s. XXI, el estado del nacionalcatolicismo, no parece haber alterado tan anacrónicos principios, mensajes y objetivos fundacionales.
Veamos. Se mantiene la vieja idea de unidad, mantenida a la antigua usanza, con sables, sangre y la estrecha colaboración de una jerarquía eclesial, que conserva intacto su carácter fanático e inquisitorial, lo que muchos denominaríamos “obscena institución”.
Esa sagrada unidad, forjada contra la voluntad libremente expresada de los pueblos. Concretamente, los que –caprichos de la historia- vimos asentado parte de nuestro territorio, en esa mal llamada piel de toro de la vieja Iberia. Euskalherria, Cataluña… La antigua Lusitania despertó a tiempo…
Una España libre, que nunca fue menos libre.
Hoy la vemos vergonzosamente prendida de las manos desaprensivas de los mercados, agencias de calificación y de toda la delincuencia financiera. Truhanes impunes, que sin tapujos ni pudor pueden defenestrar a su antojo a cualquier enclave del planeta y entre ellos, si les viene en gana y sin que rechisten sus élites patrióticas, España
Lo de la España grande, ya es otro cantar. ¿De verdad se ha sacudido la servidumbre de los pueblos extraños? ¿No le duele a la “creme imperial” esa postura tan servil con el demonio yanqui?
Tiene que resultar humillante el inquilino gringo, con derecho a pernada en todas las cocinas del estado, llámense Zarzuela, Moncloa, ejército, DGS, etc…
¿Dónde ha ido aquel endiosamiento o histriónica “grandeza”?
Tanta grandilocuencia, tantas ínfulas… ¿Para que? Tan solo les queda una comedia bufa, representada por una corte grotesca, altezas de chirigota y viejos abolengos, que tan pronto asoman, bordan el ridículo más estrafalario (o cutre, y a las pruebas me remito)…
Se trata pues de un estado en descomposición, sin alternativas.
Porque podría haber alternativas…
España debe olvidarse de grandezas, destinos mesiánicos estrafalarios, unidades sagradas a cuchillo y volviera a refundarse con nuevos principios más humanos, y democráticos o preparar sus exequias…
Para ello debe desechar monarquías, como dice el coronel Martinez Inglés, obsoletas y sin sentido, con reyes dotados del pedigrí desastroso de los borbones. Tan parásitas como insoportablemente gravosas.
Liberarse –en su caso mandar a hacer gárgaras- de la tuela perniciosa y onerosa ‑38 millones de eurazos mensuales entre otras prebendas- de una iglesia, auténtica rémora para una sociedad libre y democrática.
Organizar un ejército –mejor fuera prescindir, pero…- absolutamente democrático, que reniegue del cuartelazo y de cualquier intento de intervenir en un ordenamiento jurídico proyectado desde y para la ciudadanía…
Debe plantearse un proyecto económico centrado en una racionalización coherente de sus recursos, de un desarrollo industrial viable, conscientes de las carencias estructurales históricas, debidas a una reforma agraria y a una revolución industrial inexistentes.
No fiarse del turismo. Podrá ser un gran recurso, pero debido a esa fluctuación que conllevan las modas y los enjuagues propagandísticos, nunca da garantías de estabilidad.
Lo del ladrillo, ya hemos visto, un parcheo coyuntural que en manos del buitrerío financiero –¡que amargamente estamos pagando su bancarrota!- nos esta llevando a un cataclismo.
Y por supuesto, en esta nueva regeneración, se habría de controlar rigurosamente ese mundo picaresco de una oligarquía insolidaria, latifundista, maestra del pelotazo y a todo ese choricerío político tan mal habituado a entrar a saco en las arcas públicas…
Evidentemente, en el ámbito de esta posible futura y democrática constitución, bien lejos del paripé “¿constitucional…?” de la transición, entrarían los pueblos del estado que libremente la aceptaran.
Es decir, se respetaría la libre decisión de pueblos como Euskalherría, Cataluña u otros –chi lo sa?-…
Es decir, que pueblos que tuvieron su constitución –sus fueros- y que nunca renunciaron a su soberanía, no encontrarían ningún obstáculo para restaurarla.
Así pues, España debería parar el tiempo y detenerse para estudiar en profundidad su fracaso como proyecto político y partir de cero.
Estoy seguro de que bastante gente, incluso algunos españoles, que los hay, apoyarían el proceso.
Pero ni somos tan ingenuos, ni nos engañamos. España nunca ha sido un país que negocie, o se detenga para virar la brújula. Siempre ha optado, eso sí, muy dignamente, por insistir en el error, aún a riesgo de arrojarse al precipicio.
Y no es de extrañar, no se trata únicamente de que el pueblo esté aborregado y trague sapos y culebras sin rechistar. Al menos mientras se le eche futbol y todas esa bazofia de realytis –con perdón, puro defecar-…
Más alarmante es el sequero intelectual y crítico, que medra en la corte y sus epígonos.
Porque ese es el gran cáncer que corroe a este país. Durante siglos y hasta nuestros días, mediante expurgaciones y una larga variedad de prácticas inquisitoriales, se exilió, condenó, encarceló, lapidó etc… la inteligencia y el sentido común.
España ignoró a sabios, intelectuales y pensadores que objetaron o en su caso condenaron las causas que han conducido a este desgraciado país al estado ruinoso que padece con tan malos presagios.
Personalmente, no me siento insolidario, cuando de día en día y con más urgencia, trato de urgir la recuperación de la soberanía navarra.
Puede parecer, el grito desesperado de sálvese quien pueda y quizás lo sea, porque la conciencia te grita con pavorosa nitidez, que el desastre español acabará arrastrándonos inevitablemente.
Al propio tiempo, tengo la convicción de que el estado español o lo que en este previsible futuro quede de él, sólo podrá resurgir de sus cenizas, el día en que sea capaz de reconocer sus carencias y sus grandes pecados históricos. El día en que se olvide de sus grandilocuencias y con auténtico espíritu democrático, sin ser más ni menos que nadie, trate de caminar con sus posibilidades, solo con las suyas, con el resto de los pueblos…