Por lo general, nos centramos más en dos aspectos de la crisis actual que en otros igualmente importantes, e incluso más necesarios para disponer de una perspectiva a medio y largo plazo. El grueso de los análisis de la situación se dedican al momento económico y a la coyuntura política, ambos en su inmediatez más urgente: la prima de riesgo y las próximas elecciones, por citar dos casos. No digo que no deba hacerse, digo que es insuficiente, y que cuando se abusa de lo inmediato e insuficiente se corre el riesgo de la desorientación y vacuidad, dos de las grandes limitaciones de la izquierda actual. Sin embargo, lo que va confirmándose de manera aplastante es que, como se había adelantado hace tiempo, además de la crisis estrictamente económica, simplificada en su expresión más simplona como «crisis del euro», también existe una verdadera crisis de la estrategia imperialista puesta en práctica a finales de la II GM y readecuada a partir de los ’70 con el neoliberalismo y la financiarización.
La situación de la Unión Europea sólo es comprensible en su gravedad inquietante si tenemos en cuenta la forma en que se presenta y actúa semejante agotamiento del sistema no sólo en su área socioeconómica sino además en la democrática, estatal, simbólica e histórica. Estas cuatro expresiones de la crisis general inciden directamente en la evolución económica, agravándola, de manera que debemos analizarlas con suficiente detalle para disponer de una perspectiva más amplia. La célebre «crisis de legitimidad» no es sino una de las consecuencias de la sinergia del debilitamiento más o menos simultáneo de los componentes de la totalidad social en crisis.
El desprestigio de la democracia realmente existente afecta a uno de los pilares sobre el que se sustenta la estrategia de orden elaborada tras 1945, pilar cierto comparándolo con los regímenes nazifascistas anteriores, y que consistía en demostrar que la vida burguesa era cualitativamente superior a la versión oficial que se daba del modelo ruso. Mientras duró la expansión capitalista y la represión se cebó sólo en la izquierda revolucionaria, la democracia real reforzaba la sensación de tranquilidad; la crisis de finales de los ’60 y comienzos de los ’70 empezó a debilitar este mito fundacional que se ha ido diluyendo en la medida en que la ferocidad neoliberal destroza los derechos sociales uno a uno; la impunidad con la que el capital financiero-industrial dirige la concentración y centralización del poder en la UE, termina por descuartizar el muy importante mito fundacional de la democracia como valor absoluto e intocable. Esto no quiere decir que muy amplios sectores sigan creyendo en él, en realidad indica que está abierto en combate por otra democracia más plena y radical, la socialista, pero también que crecen las fuerzas ferozmente antidemocráticas, neofascitas y abiertamente nazis.
El mito democrático se sustentaba en la realidad del Estado keynesiano y taylor-fordista más o menos desarrollado, de modo que encontraba en esta forma-Estado una demostración de eficacia. Pero la burguesía quiere más mercado y menos Estado llamado «benefactor», a la vez que multiplica su omnipotencia represiva. El retroceso del Estado «social» frente a la voracidad financiera y de las grandes empresas, debilita uno de los pilares básicos de la «paz social» que facilitó la larga expansión socialdemócrata, el del reparto menos injusto de la llamada «renta nacional», en beneficio no sólo de las burguesías estatales sino cada vez más del nuevo bloque de clases dominante en la UE. La difuminación del Estado va unida a una corrupción creciente, a una mezcla de impotencia y falta de voluntad para administrar la crisis a favor de la mayoría sino precisamente contra ella. Esto hace que tienda a agudizarse el choque entre alternativas sociopolíticas que cada vez más afectan a la forma-Estado bien siquiera de forma defensiva, para que no se deteriore más en beneficio de la fracción dominante de la burguesía, bien para que recupere algo de su poder regulador anterior, o incluso para reforzarlo en el sentido neofascista.
Democracia y Estado daban contenido a la simbología humanista de la versión oficial de la «identidad europea» desde la Grecia clásica a la UE. La simbología occidentalista jugaba un papel cohesionador como ideología alienante interclasista e intraeuropea, y como «marca Europa» en el cada vez más duro y competitivo mercado mundial. Durante decenios, la fuerte migración interna, las notorias diferencias nacionales y culturales y hasta las crecientes luchas sociales, fueron absorbidas y hasta desactivadas gracias a la construcción del mito fundacional de la «ciudadanía europea». Ahora este símbolo artificialmente creado por la casta de funcionarios intelectuales se ha pulverizado en la nada al aumentar el euro escepticismo, el rechazo de la «Europa rica» hacia la «Europa pobre», a la que acusa de despilfarradora y vaga, el racismo y las tendencias ultraderechistas. La simbología europeísta centrada en el mito la superioridad de los «valores occidentales» pierde su oropel y aparece como mera propaganda reaccionaria del euroimperialismo.
La «ciudadanía europea» reventada, el Estado keynesiano desguazado, el mito democrático incapaz de detener la represión, la debacle económica, etc., hacen estallar la fase histórica de los «treinta gloriosos» que fueron apagándose definitivamente pese a todos los fracasados esfuerzos por revivirlos. La fracción dominante de la burguesía europea no quiere volver a ellos, ni tampoco puede hacerlo. Al contrario, necesita con urgencia acelerar la definitiva entrada en una fase dura y permanente de sociedad autoritaria compacta. Mientras que algunos sociólogos divagan sobre una inexistente «sociedad líquida», el capital blinda su civilización con el rearme intensivo, la sobreexplotación, nuevas represiones de toda índole, el fundamentalismo cristiano y el empobrecimiento social. Una densa y pegajosa maraña tentacular solidifica el orden europeo preparándolo para una defensa desesperada de su poder mundial, cada vez más debilitado por contradicciones estructurales que no puede resolver como la lucha de las clases y pueblos explotados en su interior, la dependencia energética y de recursos vitales, la amenazante competencia económica, tecnocientífica y militar exterior, el rechazo creciente de los pueblos del mundo de los «valores occidentales», su retroceso y envejecimiento poblacional.
Es el Estado español el que mejor plasma esta sinergia de crisis parciales: la corrupción como identidad, la ineficacia como emblema, el desprecio al saber como orgullo, la mentalidad inquisitorial como matriz social, la tortura como síntesis social, la mentira como verdad y la verdad como pecado, el futbol como mística, la sumisión como virtud y la pobreza como designio divino. No hay duda de que reverdecen las raíces tridentinas de la españolidad, regadas siempre por la derecha, aceptadas por el reformismo y apenas combatidas por la izquierda. Sin embargo, el viejo topo marxiano cava y socava los cimientos de la anacronía reinante, y nunca mejor dicho. El bloque de clases dominante en el Estado se enfrenta, por tanto, a la misma crisis de proyecto histórico de la UE, pero agudizada en grado extremo. Frente a esto, la consigna de la independencia socialista y euskaldun se yergue como la única solución viable y factible, necesaria, una independencia inextricablemente unida a un Estado vasco que le garantice su existencia y que sea, junto al poder popular externo a ese Estado, el medio de inserción de Euskal Herria en la lucha internacional por la emancipación humana.
IÑAKI GIL DE SAN VICENTE
EUSKAL HERRIA 25-VI-2012