La clave histórica de la fuerza del nacionalismo popular y la marca de su capacidad de persuasión radica en defender una Cuba con todos y para el bien de todos.
I.
A punto de cumplir 16 años, José Martí publicó su primer poema dramático en La Patria Libre. La pieza, «Abdala», contiene una estrofa que ha sido memorizada acaso por todos los cubanos: «El amor, madre, a la patria//No es el amor ridículo a la tierra,//Ni a la yerba que pisan nuestras plantas;//Es el odio invencible a quien la oprime,//Es el rencor eterno a quien la ataca». La frase ha sido citada como la prueba iniciática del amor de Martí por Cuba como nación libre e independiente, pero mucho menos por lo que tiene otras resonancias en el texto: qué entiende su autor por «patria».
Martí no comparte la concepción organicista, al uso en el siglo xix, sobre la nación. Para él esta no es una comunidad heredada, un legado recibido por una historia o territorio compartidos, según la visión conservadora de Herder o Renan. Por lo mismo, tampoco sería la suya, en términos de debates contemporáneos, una especie de comunitarismo, que defienda una identidad cerrada para la nación respecto a otros grupos, le otorgue una identidad esencializada (a la que deberían adherirse todos sus miembros), y devenga al fin un nacionalismo sectario, en tanto identitario.
Si aquella estrofa se lee en relación con otra del mismo poema: «!Soy nubio! //El pueblo entero//Por defender su libertad me aguarda://Un pueblo extraño nuestras tierras huella://Con vil esclavitud nos amenaza;(…)», aparece otra noción de patria. Esta no surge de la «voluntad de los individuos», como aseguraba la concepción liberal de Mazzini. La patria es celebrada por Martí, en contraste, según la acepción republicana del patriotismo: el lugar donde se es libre.
Para la cultura clásica, que Martí estudiaba con Rafael María de Mendive, bajo cuya influencia preparó La Patria Libre, el patriotismo no era un ardor «nacionalista» por «el suelo» ni un arrebato «cultural o histórico», sino una pasión «política»: el amor por una república libre y por su forma de vida: il vivere libero.
El patriotismo reclamaba la lucha por los derechos imprescindibles para vivir y convivir como libres —lo que Martí enlazaba con la reivindicación de la independencia respecto a España— y la defensa del orden que hacía posible esto último. La tesis de Abdala es de todo punto republicana: «el odio a quien la oprime» y el «rencor a quien la ataca» se fundan en la pretensión del tirano de «hacerse dueño del aire» y de hacer rendir «fuego y aire, tierra y agua» —o sea, de apropiarse de los recursos capitales para poder vivir. La tiranía contra la que se rebela Abdala amenaza con la esclavitud política y con la esclavitud del hambre.
En esa concepción democrática, la patria-nación representa el interés general frente al particular, el bien común —el ejercicio universal de los derechos de libertad y de propiedad necesarios para la existencia— frente a la tiranía del privilegio.
Ese patriotismo, al vincularse con la democracia, alcanzó mayor calado. No por azar el subtítulo dado por Martí al semanario La Patria Libre —del que solo pudo editar un número— fue «Democrático-Cosmopolita». El Martí adolescente de la película El ojo del canario, de Fernando Pérez, capta bien dicha creencia. Cuando sus condiscípulos discuten sobre la democracia en Grecia, él responde que era posible encontrarla en el presente, pues la lucha independentista cubana de la hora era una batalla «por la democracia».
Martí reniega del patriotismo desde arriba que absorbe la patria en el proyecto de elites políticas, y lo elabora desde abajo: la nación no pertenece al Estado ni a un estado o clase de la sociedad, sino al pueblo todo, a la patria-nación. Es el «pueblo entero» el que aguarda a Abdala para «defender su libertad». Como el pueblo todo es la patria, Martí podrá decir luego que «patria es humanidad»: la humanidad libre e independiente.
Esta acepción del patriotismo le permitió procesar un nacionalismo asimismo democrático y popular, que perfiló en diálogo con los valores y las formas de organización de los trabajadores, emigrados y mayoritariamente pobres, de Tampa y Cayo Hueso, en la preparación de la guerra por la independencia de Cuba y Puerto Rico. Guiado por el mismo objetivo, agregó la idea de una Cuba democrática como nación posracial: «Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro». «Dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos».
Con ello, elaboró el núcleo de la ideología más poderosa del siglo xx cubano: el nacionalismo, ora popular ora populista, según sus diferentes versiones, formuladas contra el liberalismo oligárquico, y por ende proimperialista y antipopular, que sostuvo la primera república cubana de 1902 hasta 1933. En ese contexto, un patriotismo corrupto podía servir de excusa al sostenimiento del orden de privilegios vigente.
II.
El republicanismo oligárquico se afianzó durante el siglo xix en América latina. Arribó a los 1930 espantado ante la política de masas, el sufragio universal, los derechos laborales y la creciente legitimidad de las costumbres plebeyas e hizo todo lo posible para evitar el ascenso de las masas y excomulgar su cultura. Por ese camino, Juan Carulla, un influyente escritor argentino en la fecha, nacionalista y oligárquico, llamaba al gobierno de Hipólito Yrigoyen «bano de pus y cieno». Las masas eran, para él, «una hedionda turba» sedienta de poder «manejada por negritos mediocres y enfermizos».
Una de las primeras impugnaciones fuertes del orden nacido en Cuba en 1902 —las demandas del Partido Independiente de Color (PIC)— recibió en contra esos argumentos al uso en el continente. Se le ha llamado «guerra de razas» al crimen de estado que asesinó en 1912, a raíz del levantamiento del PIC, entre 3000 y 5000 cubanos negros por parte del ejército nacional —que sufrió entre 12 y 16 bajas — . En efecto, fue una guerra, pero de la república oligárquica y blanca contra sus ciudadanos.
El PIC sostenía un patriotismo cívico, no un nacionalismo racial. Su programa no era «negrista»: «¿Somos los cubanos de hecho y de derecho ciudadanos de una república democrática o no? (…)». «El día en que en este país todos los nacidos en él puedan ser todo lo que haya que ser, desde Primer Magistrado de la nación hasta el último barrendero, entonces y solo entonces, empezará a brillar la aurora republicana para este miserable pueblo».
La plataforma nacionalista del PIC exigía derechos obreros; derechos ciudadanos; instrucción pública y tierra para los campesinos; regulación legal del trabajo infantil; el establecimiento de seguros contra accidentes de trabajo; la gratuidad de la enseñanza e incluso de la Universidad; el desestímulo a la inmigración selectiva, debido a los intentos de blanquear el país; la oposición a la pena de muerte; la reforma penal; el nombramiento de ciudadanos de color en el cuerpo diplomático entre los nativos cubanos; entre otras. Era esta la «República de charol» contra la cual la nación elitaria echó a andar la eterna mitología racista: los negros eran «fieras disfrazadas de hombres», aquello fue una «bulla racista», «al negro no se le puede dar mucha ala».
El PIC comprendía que la exclusión del negro era una de las claves de la cohesión del Estado nación oligárquico —como sucedía en América latina con la exclusión del universo indígena. De hecho, sus exigencias prefiguraron muchos de los contenidos de la política democrática de masas asumidas por la institucionalidad cubana tras 1930.
III.
El hallazgo de Martí, reivindicado a su manera por el PIC, fue primordial para hacer política democrática en la Isla: el patriotismo debía defender un nacionalismo popular para una república inclusiva, libre e independiente.
Para Julio Antonio Mella el nacionalismo democrático no consistía en sustituir «al rico extranjero por el rico nacional». El joven líder afirmaba: «Ya no será ¡Cuba Libre…! para los nuevos tiranos sino para los trabajadores. Quien se diga demócrata, progresista, revolucionario en el verdadero sentido que la respeta (dirá): ¡Cuba Libre, para los trabajadores!». Los «nuevos tiranos» de Mella eran los herederos del republicanismo oligárquico tan criticado por Martí.
El programa que enfrentó a esos «nuevos tiranos» incorporó sujetos plurales, más allá de los actores de la política socialista obrera. En rigor, todas las ideologías antioligárquicas cubanas posteriores a los 1930, defendieron distintas versiones del nacionalismo. Desde ahí obtuvieron la mayor base de masas y la mayor capacidad para formular demandas y reivindicaciones democráticas en el campo político cubano hasta 1959.
A través del nacionalismo populista, el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), de Ramón Grau San Martín, logró ser el partido cubano más influyente desde su fundación en 1934 hasta el advenimiento del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), de Eduardo Chibás, un desprendido de aquel (en 1947) que ganó existencia diferenciada. Esa fue la ideología triunfante en la Convención constituyente de 1940, que produjo una gran constitución democrática.
El nacionalismo popular fue derrotado en los 1930, pero dejó un sinnúmero de conquistas, que encontraron confluencias con el programa populista: la creación de la Secretaría de Trabajo, el establecimiento de la función arbitral del gobierno en las relaciones obrero-patronales, la institucionalización del sindicato, el salario mínimo, la protección de la mujer y del niño, la ley de accidentes de trabajo, la jornada de ocho horas, la contratación colectiva, la nacionalización del empleo; el seguro y el retiro obrero, la reglamentación de la usura y el sufragio femenino.
El perfil democrático de ese nacionalismo popular/populista puede apreciarse en esta frase de Juan Marinello de 1940: «No el nacionalismo de banderas ni de himnos: el nacionalismo como satisfacción legítima de las necesidades de la masa que encara la nación». El espectro nacionalista buscaba incluir a todos los sectores: reconoció la igualdad civil de la mujer casada, suprimió las diferencias entre los hijos habidos dentro y fuera del matrimonio, condenó la discriminación racial y se pronunció sobre problemas de la juventud estudiantil, desde la enseñanza primaria hasta la universitaria. En lo cultural, abogó por una «escuela cubana» y criticó la existencia de una «patria sin nación».
El nacionalismo democrático resultaba patriótico por denunciar el nexo entre oligarquía e imperialismo en Cuba y proponer como horizonte una nación más incluyente, predominantemente dentro de un marco burgués que defendía el antimperialismo económico (aquí se encuentra la posibilidad y el límite de la Constitución de 1940).
Ese antimperialismo burgués comprendía el derecho a la autodeterminación, a la conquista de la independencia nacional y a la liberación económica, quiere decir a «nacionalizar» las riquezas, en el sentido de «cubanizarlas», de que fuesen cubanos sus propietarios.
Ramiro Guerra sintetizó el programa para esa Cuba burguesa posterior a 1930: luchar contra el latifundio, como régimen de explotación de la tierra, por destruir la economía, la organización social y, a la larga, la soberanía política y la independencia nacional, sin que ello conllevara una acción contra la industria azucarera ni contra el capital nacional o extranjero. Ese programa fue relaborado —fuese por impugnarlo o por reformarlo— por el nacionalismo popular o por el populista ampliándolo hacia una política de masas.
El campo popular aportó el cambio radical a ese proyecto. Jesús Menéndez había afirmado: «sin obreros no hay azúcar», contra la frase de la gran burguesía azucarera: «sin azúcar no hay país». Menéndez quería decir: sin obreros no hay país. En los 1950, el Movimiento Revolucionario 26 de Julio llamó a quemar caña y enarboló una consigna más generosa aún: «Sin libertad no hay país». Esa fue la confluencia que triunfó en 1959: la del nacionalismo con el socialismo en clave democrática. Como es observable, repica aquí el principio martiano: la patria es el lugar donde se es libre.
IV.
Ahora, nótese un hecho: el esplendor del patriotismo cubano, con su cenit en 1959, estuvo vinculado a un denso nacionalismo, abierto hacia todas las dimensiones, en defensa de la soberanía nacional, la soberanía popular, la economía democrática (que consideraba a la propiedad como una función social, constitucionalizaba el trabajo y fomentaba la economía nacional y el mercado interno —hecho que expresaba de modo cabal el lema de la Feria Exposición de Productos Cubano de 1959: «consumir productos cubanos es hacer patria» — , todo ello en lucha contra desigualdades de clase, raza, género y edad. El nacionalismo popular se entendió siempre como espacio democrático de inclusión, como una brega para que todos los sectores encontraran espacio y desarrollo en una nación para todos.
¿Existen ambos elementos hoy, de modo que uno sirva para reforzar el otro y hacer avanzar a ambos?
En cincuenta años, muchas cosas han pasado en Cuba. Entre lo sucedido, la división ideologizada de la nación no es un problema menor, pues ha producido nacionalismos de trinchera y patriotismos de estado.
Por lo dicho, el tema es más complejo que restringir el análisis a un corte en el cual de un lado están los patriotas y del otro los plattistas. Dicho sea de modo tajante: no es dable ser patriota y defender al unísono especie alguna de agresiones políticas, culturales, económicas y militares contra la nación cubana, y contra sus nacionales, pero dicho sea también con énfasis: agotar el patriotismo en esa única distinción deja fuera un conjunto de temas esenciales que conforman el patriotismo como la pasión de los ciudadanos por vivir como libres.
Después de décadas de abandono, el nacionalismo vino al rescate de la ideología revolucionaria tras la implosión de la Unión Soviética y del «marxismo-leninismo» proveniente de ella. No obstante, el nacionalismo popular tiene necesidades propias para su desarrollo: la construcción política del pueblo como actor de su poder y sus proyectos, la identidad del movimiento popular a partir de la existencia de un tejido de organizaciones capaces de representar autónomamente sus intereses; la fuerza y penetración de la cultura popular; la capacidad para canalizar la diversidad de demandas populares dentro de un espacio político inclusivo; la expansión de un tipo de economía comprometida con la satisfacción de las necesidades de reproducción de la vida de los sectores populares; y la expansión del poder popular como movimiento autónomo de empoderamiento social, capaz de poner la política —la posibilidad de decidir sobre la vida personal, social y natural— al alcance de todos.
No hay espacio aquí para explorar estos problemas. Solo afirmo una necesidad: es preciso resituar el nacionalismo popular como el espacio de inclusión y desarrollo del conjunto de la vida ciudadana, como el presupuesto del patriotismo de los ciudadanos frente a cualquier forma de patriotismo elitario, de estado, de partido o de clase.
Hoy se abre una época que parece clamar otra vez el «Cuba para los cubanos» del nacionalismo burgués de los 1940, como medio de justificar, por ejemplo, las inversiones de cubanos de la diáspora en la Isla. Recuérdese aquí a Mella: no se trata de sustituir «al rico extranjero por el rico nacional». Es un derecho de los ciudadanos cubanos invertir en su país según lo regule la ley, pero es un deber de la política democrática construir al mismo tiempo defensas contra la economía capitalista (la potencia de los derechos laborales, la fuerza de los sindicatos para disputar decisiones empresariales, el aseguramiento eficaz de la soberanía nacional sobre los recursos estratégicos, el carácter público de los servicios fundamentales para la vida y la constitucionalización y ecologización de todo el funcionamiento empresarial para controlarlo desde abajo y desde afuera), como, sobre todo, es un deber de la política democrática potenciar la existencia de múltiples formas de organización económica popular, no sometidas a las reglas de hierro de la rentabilidad capitalista.
La clave histórica de la fuerza del nacionalismo popular y la marca de su capacidad de persuasión radica en defender una Cuba con todos y para el bien de todos. «Cuba para los cubanos» significa, como en Martí, un ideal igualitario y por ello democrático: el bien común sobre el privilegio: ningún privilegio para un cubano, por ser rico o poderoso, y ningún privilegio para un extranjero por encima de un nacional.
El nacionalismo democrático, afincado en Martí, afirma que la nación pertenece al pueblo y el Estado pertenece a sus ciudadanos y no permite cruzar los términos de la ecuación: la nación no pertenece al Estado ni el Estado pertenece al «pueblo» y menos a una parte de él, pertenece a quienes tienen derechos exigibles sobre el Estado: los ciudadanos.
Ese patriotismo podría ser hoy el valor político más convincente para los cubanos en la medida en que comunique el nacionalismo con la democracia y el cosmopolitismo; impugne la nación como un proyecto oligárquico, patriarcal o blanco, en suma elitario, y la defienda como una realidad igualitaria en la pluralidad y la diversidad; excluya a quienes atenten contra ese orden, y defienda por todas las vías el patriotismo como el amor por la convivencia entre seres libres y recíprocamente iguales.
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La Habana, mayo de 2012
Julio César Guanche es un jurista y filósofo político cubano, miembro del consejo editorial de SinPermiso, muy representativo de una nueva y brillante generación de intelectuales