Mi generación de economistas se formó en un período en el que la economía vulgar alcanzó los niveles más bajos de vulgaridad. Se impone una aclaración. Estoy citando a la señora Joan Robinson, la maestra en Cambridge que afirmó lo anterior en su “Carta abierta de una Keynesiana a un Marxista”. Es un texto dirigido a su colega Ronald Meek en 1953, pero la frase se aplica a nuestra experiencia en la academia, además de caer como anillo al dedo en los tiempos que corren. A lo largo del siglo XX la teoría neoclásica dominó la vida académica y el mundo de la política económica. Cuando se presentaron posiciones críticas, fueron recuperadas y, como hoy se dice, ‘refuncionalizadas’. Es lo que sucedió con Keynes. Cuando eso no fue posible, por ejemplo con los marxistas, la crítica fue marginada y castigada con el destierro. Lo importante era mantener sin contrincantes el espacio académico. Y cuando surgían controversias en las que se demostraban los errores de la teoría neoclásica en sus planteamientos medulares, como en la controversia sobre la teoría del capital de los años 1953 – 1970, la ortodoxia rápidamente los enterró y esperó a que los problemas fueran devorados por el olvido. La práctica docente hizo lo que tenía que hacer, barriendo debajo de la alfombra los problemas. De esa forma la teoría neoclásica pudo seguir triunfando en un torneo imaginario, luchando con su sombra y dando la apariencia de estar envuelta en una justa en la que sobresale el mejor modelo teórico. Sólo así pudo levantar sus extrañas catedrales con altares repletos de falsas deidades. La vulgaridad invadió sus templos hasta quitarle todo vestigio de pensamiento científico. En el desarrollo de una disciplina científica con frecuencia la pregunta es más importante que la respuesta. Una de las grandes preguntas que lanzó Adam Smith es la siguiente: ¿puede un conjunto de individuos que actúan separadamente y sin coordinación producir resultados benéficos para todo el grupo? Esta pregunta se encuentra intercalada en toda la obra del pensador escocés, en especial en su análisis sobre la naturaleza y movimiento de los precios. Smith trazó así un modelo de problema teórico, un paradigma, que animó un programa de investigación de más de doscientos años. En el siglo XIX León Walras recogió la estafeta e intentó responder la pregunta. No pudo ofrecer una respuesta, pero con su modelo de equilibrio general estableció un poderoso formato para seguir buscándola. En el siglo XX, los trabajos de Hicks, Samuelson, Arrow y Debreu desarrollaron el plan de ataque trazado por Walras recurriendo a instrumentos matemáticos cada vez más sofisticados. En trabajos publicados en los años 1959, 1960 y 1974 vinieron las malas noticias. Después de tanto esfuerzo, la conclusión es que en el caso general no se puede, repito, no se puede afirmar que las acciones de una colección de individuos aislados desembocan en resultados benéficos para todos. Desde entonces la teoría de equilibrio general recibió un trato extraño. Se le presentó siempre como un triunfo científico por el uso de instrumentos matemáticos, pero en los cursos universitarios se le enseñó de manera incompleta. Los estudiantes de economía sufrieron el castigo de una educación machacona en lo que se refiere al comportamiento de maximización de los agentes individuales, pero al mismo tiempo se les escamoteó el tema clave de la formación de precios de equilibrio. Es decir, se les hizo pensar (creer) que el análisis de los procesos de maximización era el objeto central del modelo de equilibrio general. Por eso las universidades producen cada año legiones de egresados que creen que la teoría de equilibrio general fue capaz de producir los resultados que alguna vez prometió. Si a los estudiantes se les enseñara bien, a fondo, la teoría de equilibrio general, podrían percatarse que los únicos resultados que ha ofrecido son de índole negativa. Verían que en el tema de estabilidad nunca se pudo demostrar cómo las fuerzas del mercado conducen a vectores de precios de equilibrio general. Si se les enseñara el tema de existencia del equilibrio, verían que la demostración de existencia es un ejercicio matemático desprovisto de sentido económico. En el lugar de estos temas delicados, los cursos de microeconomía neoclásica se concentraron en la maximización individual y poco a poco le dejaron más espacio a la teoría de juegos. Cabe aclarar que el tema de la maximización individual es un tema preliminar en el análisis de la teoría del equilibrio general. No constituye el objeto central del análisis de la teoría de equilibrio general. Si se analiza ese tema es porque es un paso preparatorio en la construcción del modelo: es uno de las piedras con las que se construye la catedral, pero no es la catedral misma. Gastar tiempo enseñando hasta el hartazgo como se tallan esas piedras individuales evita el bochorno de tener que mostrar que la catedral no puede mantenerse de pie. De esta forma, en lugar de exponerla a la crítica, la teoría de equilibrio general fue guardada en una capilla para sólo sacarla a la luz en las peregrinaciones y días de observancia religiosa. Es la forma de asegurar que los millones de fieles sigan desconociendo las sagradas escrituras del neoliberalismo y mantenga su fe en las virtudes eternas del libre mercado. La “teoría” macroeconómica neoliberal está basada en esa misma creencia. Sus modelos optaron por descansar cada vez más en el supuesto de que de alguna manera el mercado efectivamente conduce a posiciones de equilibrio. Poco importaron los resultados negativos de la teoría microeconómica. De ahí la idea de definir los “fundamentos microeconómicos” de la macroeconomías, una idea falaz que parte del supuesto de que la teoría del comportamiento individual puede ser extrapolada para construir un modelo macroeconómico. Ese intento de buscar los “micro-fundamentos de la macro” está emparentado con el proyecto de construir una teoría macroeconómica con la figura del “agente representativo”, una entidad ficticia que elabora un plan de maximización intertemporal para asignar recursos entre ahorro y consumo. Estos ejercicios han hecho caso omiso de un hecho fundamental: la agregación del comportamiento especificado para los agentes individuales no permite conservar las propiedades de las funciones de oferta y demanda. Este resultado está claramente demostrado por el teorema Sonnenschein-Mantel-Debreu de 1974 y, por lo tanto, el agente representativo es una construcción absurda o un supuesto abusivo. Ciertamente no debería ser utilizado para definir directrices de política macroeconómica. Pero como la iglesia neoclásica está basada en los misterios de la fe, la figura del agente representativo es una pieza clave en la última generación de modelos de teoría macroeconómica neoclásica. Los modelos dinámicos estocásticos de equilibrio general (DSGE por sus conocidas siglas en inglés) modifican el problema de la optimización intertemporal al introducir el riesgo estocástico y las expectativas racionales sobre los efectos de la política económica. En estos modelos se permite la presencia de choques externos (tales como un aumento en los precios de petróleo o innovaciones tecnológicas) pero el supuesto clave es que los agentes pueden asignar correctamente una distribución probabilística a estos eventos, eliminando así el problema de la incertidumbre. El uso de la figura del “agente representativo” elimina la distinción entre la posición de equilibrio de todo el sistema y la del equilibrio de cada agente. Básicamente, el problema macroeconómico desaparece. Aún así, los modelos DSGE se convirtieron en el instrumento favorito de los bancos centrales en muchos países. La conclusión de esta familia de modelos es que la estabilidad de precios es fundamental para el buen funcionamiento de la economía. La pregunta es entonces ¿cómo se puede alcanzar y mantener la estabilidad de precios? La respuesta es que eso se logra a través de las metas de inflación (“inflation targeting”) anunciadas y buscadas de manera consistente por las autoridades monetarias. Desgraciadamente, esa no es una buena pregunta. El estallido de la crisis en 2007 demuestra que la estabilidad de precios no es sinónimo de estabilidad macroeconómica. Así que además de la cauda de problemas teóricos que arrastran los modelos DSGE, su utilidad para enfrentar los efectos de la crisis se acerca asintóticamente a cero. El choque de los modelos neoclásicos con el pensamiento de Keynes no puede ser más violento. El análisis de Keynes parte del reconocimiento de la inestabilidad intrínseca de las economías capitalistas. Su programa de investigación se organiza alrededor de la necesidad de alcanzar el pleno empleo de los recursos en una economía monetaria de producción capitalista, el alcance de un balance de pagos entre todos los países con instrumentos compatibles con el pleno empleo y un sistema de tipos de cambio que permita lo anterior. Pero los poderes establecidos, en la academia y la política, decidieron que este programa de investigación era demasiado peligroso y le condenaron al exilio por subversivo. Hoy, frente a una crisis que no pudieron prever, se podría pensar que los seguidores de los principios neoclásicos habrían adquirido por fin una brizna de humildad. Y en medio de un agravamiento de la crisis precipitado por las recetas y dogmas neoclásicos, se podría esperar al menos una ligera apertura intelectual. Pero no es así. Tanto en la academia, como en los espacios de la política económica la dogmática se ha endurecido. Desde lo más alto de la pirámide neoclásica, hoy se exige que el mundo se transforme para adecuarse a los axiomas de la teoría neoclásica. Lo anterior no es una metáfora. Realmente lo que buscan las directrices del Banco Central Europeo y del Fondo Monetario Internacional, así como la retahíla de recetas sobre las tenebrosas “reformas estructurales”, es en efecto, transformar el mundo. El objetivo no es superar la crisis y restablecer los niveles de empleo que había antes del colapso. Y la pregunta de sus analistas es: ¿cómo se puede destruir lo que queda del estado de bienestar y las instituciones que obstaculizan la explotación de las clases trabajadoras? En eso reside la vulgaridad in extremis: cero ciencia, cero soporte racional para la política económica. Decía Marx que la economía vulgar se contenta con traducir las nociones vulgares al lenguaje doctrinario. Por eso los falsos eruditos desempeñan el papel de vulgarizadores de lugares comunes y desempeñan un papel apologético. Para ellos está cerrado el camino que lleva al trabajo científico. No pueden ver hoy que la pregunta histórica es ¿cómo construir la transición al socialismo? Alejandro Nadal es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso. |