El doctor Rodolfo Arango, en una reciente columna en El Espectador (29÷08), titulada sin rodeos “Las Farc: ¿a quiénes representan?”[1], se refiere con esperanza a la negociación entre los insurgentes y el Estado. Arango ha sido un demócrata consistente que no ha vacilado en denunciar las perversiones y la corrupción del modelo económico y político que se ha impuesto a sangre y fuego en una década de uribismo-santismo desenfrenado y de Plan Colombia. Se ha negado a callar su voz crítica rechazando sumarse al unanismo que reina entre los opinólogos a sueldo de los grandes medios. La lectura de sus columnas, aunque muchas veces tengamos diferencias con ellas, siempre entrega una visión fresca sobre los problemas que enfrenta la sociedad colombiana, en medio de tanta mediocridad, lambonería y cinismo.
Esta columna constituye un interesante ejercicio en el que se busca conciliar, en el contexto de la negociación, el principio democrático de la “representatividad” con la supuesta “ilegitimidad” del movimiento guerrillero, según se desprende de las encuestas. Termina el artículo con una interesante defensa de la naturaleza necesariamente política que debe tener esta negociación que va mucho más allá de la paz, para abarcar “las diferencias de fondo en sus concepciones de la sociedad, de la economía y del Estado”.
El artículo, aunque estimula el debate, puede ser mal entendido, precisamente en el sentido contrario al que el autor pretende. Al preguntarse sobre la representatividad política de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia hoy en día, Arango plantea:
“La respuesta no es fácil. Amerita toda una investigación histórica sobre sus orígenes y desarrollo. En el imaginario colectivo aparecen el despojo campesino y la opresión social. Aun si para otros se trata de meros carteles del crimen. Por ahora basta responder un interrogante surgido de datos contrapuestos: en las encuestas sobre la legitimidad de los autores políticos, el respaldo a las Farc no pasa del 3% de la población. Pero, cuando se pregunta si se apoya una salida negociada del conflicto, el 60% de los encuestados responde afirmativamente. ¿Si las Farc representan a tan pocos colombianos, por qué la mayoría quiere que se negocie con ellas?.”
La fuente de esta paradoja, es precisamente la naturaleza equívoca de las encuestas, las cuales Arango asume con total naturalidad como “objetivas”, aún cuando está claro que desde el gobierno de Uribe Vélez las encuestas han sido amañadas, inventadas y manipuladas a gusto para legitimar un régimen ilegítimo, al que se le dieron irrisorios niveles de “popularidad” de hasta el 90%. Sin lugar a dudas, Arango es consciente de lo equívoca que puede ser una encuesta telefónica en las cuatro ciudades principales de Colombia, en la que se le pregunte a la gente si apoya, o no, a la guerrilla. Primero que nada porque no todos los colombianos tienen teléfono y claramente el apoyo a la insurgencia es más marcado entre sectores que no tienen acceso a los servicios más básicos. Segundo, porque ni Barranquilla, Cali, Medellín o Bogotá son los escenarios principales de la guerra interna que azota a Colombia, la cual tiene un carácter marcadamente regional: tampoco estas ciudades han sido nunca las reservas principales de apoyo a la insurgencia, las cuales se encuentran fundamentalmente en zonas rurales, principalmente, en el caso de las FARC-EP, en zonas de colonización. Tercero, porque en el actual ambiente de persecución, estigmatización, amenazas y agresiones en contra de quienes remotamente expresen la menor simpatía con el movimiento guerrillero es extraordinariamente improbable que alguien en su sano juicio diga simpatizar con la insurgencia, menos en una encuesta telefónica. ¡Estoy seguro que consultado en esta clase de encuestas, ni siquiera el mismísimo Timochenko reconocería simpatizar con la guerrilla! Preguntar a un colombiano si apoya o no a la insurgencia en una encuesta, es como hacer una encuesta sobre la homosexualidad en Arabia Saudita.
El periodista Garry Leech, autor de un excelente libro sobre las FARC, llama la atención sobre la paradoja de una guerrilla, supuestamente, sin respaldo, y las alucinaciones paranoicas de un Estado que ve la mano de la guerrilla en toda asociación comunitaria, en toda huelga, en toda movilización social para exigir los derechos más básicos. “ Esta posición contradictoria –que las FARC no tienen respaldo popular pero que a la vez importantes sectores de la sociedad civil apoyarían a la guerrilla- es repetida hasta la saciedad por los derechistas y dicho argumento rara vez se confronta en los medios. Pero la derecha no puede tener siempre lo que quiere. O bien las FARC tienen un respaldo significativo en las organizaciones de la sociedad civil y entre los campesinos, o no lo tiene (…) En última instancia, la realidad se encuentra en algún punto intermedio entre estas dos posiciones contradictorias que agita la derecha ”[2].
Difícilmente una organización de campesinos insurgentes podría enfrentar de manera exitosa, como lo hacen las FARC-EP, una ofensiva tan devastadora como la que libra el Ejército Nacional (formidable fuerza de medio millón de hombres respaldados con inteligencia, financiamiento y tecnología de punta por los EEUU, la UE e Israel, entre otros), sin un apoyo sustancial de la población, al menos en aquellas regiones rurales que, históricamente, han sido baluartes de la lucha guerrillera. Habrá quien diga que es una organización que la mantiene el narcotráfico, afirmación discutible pues nadie ha podido demostrar de manera inequívoca que los guerrilleros trafiquen (aún cuando cobren impuesto a los narcos al igual que a otros empresarios) como sí lo hacen los paramilitares o hasta el mismo Ejército, según lo demuestra el caso Santoyo. La pregunta es, ¿por qué apoyar a una organización perseguida por el Estado, si otros actores ilegales son tolerados y hasta auxiliados por la oficialidad? Obviamente esta explicación, que reduce la persistencia de la lucha guerrillera al narcotráfico, se queda coja y no esclarece la realidad de que, pese a la persecución oficial y paraoficial, la insurgencia tiene una base social de apoyo significativa, que distingue al proyecto insurgente de otros “actores armados ilegales” y esa es la razón por la cual no solamente ha sobrevivido al Plan Colombia, sino que ha sido capaz de revertir la suerte de las armas ligeramente a su favor en los últimos cinco años.
Lo grave del argumento, es que esa supuesta falta de representatividad es esgrimida por parte del establecimiento como una de las principales razones por las que oponerse a una negociación política para solucionar el conflicto social y armado [3]. Es decir, aunque el artículo de Arango está encaminado a justificar la necesidad de la negociación política, el argumento de la representatividad y la aceptación acrítica de los resultados de una encuesta cuestionable, terminan por entregar baterías a quienes se oponen a la negociación política por considerarla, como Arango lo menciona, un premio al uso de la violencia política, un “chantaje por las armas” de la insurgencia al país [4]. Esta lógica simplista y ahistórica no es del todo satisfactoria para Arango, según se desprende de su columna:
“la negociación adquiere pleno sentido si se piensa que la representación política lo que refleja es un proceso circular entre las instituciones estatales y las prácticas sociales, como la define Nadia Urbinati en su libro Representative Democracy (University of Chicago Press, 2006). ¿Cuáles son las instituciones estatales en las zonas tradicionalmente ocupadas por las guerrillas? ¿Responden dichas instituciones a las prácticas sociales en tales territorios?”
Lo cual lleva la discusión a otro terreno, en el que nociones simplistas de representatividad política y encuestas a sectores urbanos de clase media no son de mucha ayuda. Primero, porque se reconoce que las zonas que tradicionalmente tienen presencia guerrillera representan dinámicas sociales propias, en muchas de las cuales la insurgencia, por décadas, ha sido vista como la autoridad legítima. Para comprobarlo basta darse una vuelta por departamentos como Putumayo, Tolima, Cauca, Caquetá, Meta, Arauca, por nombrar sólo algunos. Muchos campesinos en las zonas de consolidación militar se resienten ante la llegada del Ejército, al cual asocian a violencia, abusos, desplazamiento y despojo. Segundo, porque las prácticas sociales que se dan en esos territorios, difícilmente son compatibles con nociones estrechas de democracia representativa como las que maneja la izquierda “respetable” y el propio Arango.
Esas “comunidades díscolas”, como las definió Fals Borda, han construido otras formas de representaciones políticas y colectivas. En los pueblos de esa otra Colombia, invisible desde las grandes urbes, se han construido experiencias de poder popular, de democracia directa, experiencias autogestionarias muchas veces, que no han recibido la necesaria atención por parte de investigadores. Por algo el corresponsal francés Romeo Langlois se quejaba amargamente de que los periodistas no vayan a las zonas de conflicto, que no visiten las zonas rurales, prefiriendo la cómoda y aséptica transmisión de partes militares desde el Ministerio de Defensa. Allá, en esas zonas, la gente dice cosas que uno no escucha en los medios, como que el Estado es terrorista; allá la gente se siente orgullosa de ese “Ejército del Pueblo” al cual se unen sus muchachos, sus hijos, sus amigos, sus vecinos[5]. En un trabajo de Francisco Toloza, de la Universidad Nacional de Colombia, se reconoce que “ las FARC, como pocas en el mundo es una guerrilla telúrica, en estrecha relación con las zonas que actúa, obviamente no sólo con su geografía (…) sino especialmente con su población ”[6]. Negociar con la insurgencia es mucho más que negociar con diez mil hombres y mujeres en armas.
La insurgencia, además, encarna una parte importante de esa larga tradición de luchas y de programas de país elaborados por cuatro generaciones de luchadores sociales, muchos de los cuales fueron exterminados físicamente, a sangre y fuego; de esas elaboraciones, recogidas y asimiladas bien o mal por la insurgencia, miles si no millones de personas tomaron parte. El reconocimiento de esa otra Colombia, históricamente negada e ignorada en todos los intentos de negociación del pasado, así como de la legitimidad de la que se ha dotado a sí misma en medio siglo de resistencia[7], es un factor de primer orden para avanzar hacia una solución política, estructural, de fondo, de las causas que originaron el conflicto. El reconocimiento político del proyecto insurgente como expresión histórica de un acumulado de luchas populares, pero ante todo, como expresión política actual de muchas comunidades, está en el corazón de la negociación política vigente. Desde ese espacio de representatividad política, puede también articularse el proyecto político insurgente con el de otros sectores marginados, oprimidos y excluidos que tampoco tienen posibilidad de representación en el actual modelo. Es que el problema de la representatividad de un movimiento como el insurgente es más complejo que según lo plantea Arango: las propuestas de la insurgencia pueden representar los intereses y aspiraciones de sectores que no necesariamente se sienten representados por sus métodos. Y es, precisamente, la posibilidad de que esa convergencia de intereses se materialice en el marco del proceso de negociación al conflicto lo cual constituye la pesadilla última del bloque dominante.
Desde ese espacio de convergencia es desde donde se podrían reinventar, radicalmente, nuevas formas de representación y, en última instancia, de democracia. Proyectos como los contenidos en el Congreso de los Pueblos o la Marcha Patriótica toman en consideración realidades que son vivencia cotidiana en muchos rincones de Colombia donde rara vez los medios dirigen su mirada. Es a partir de esas realidades y proyectos de vida desde las cuales se debe construir una nueva Colombia, una donde todo el mundo sea tomado en serio.
El reconocimiento de la representatividad y, consecuentemente, de la legitimidad política de la insurgencia (así como de otros sectores políticos y sociales oprimidos y subalternos) es un aspecto central para quienes creen en la solución política al conflicto social y armado colombiano más allá de los saludos a la bandera y las buenas intenciones. Y para ello, es necesario “desuribizar” el discurso de la guerra y la paz, aún el de personas que como el doctor Arango no tuvieron pelos en la lengua para criticar al régimen.
José Antonio Gutiérrez
18 de septiembre de 2012
Rebelión
NOTAS:
[1]http://www.elespectador.com/opinion/columna-371191-farc…entan
[2] Garry Leech “ FARC, the Longest Insurgency ”, Zed Books, 2011, pp.92 – 93
[3] Hay otras, como supuestamente la bandolerización o la desideologización de los guerrilleros, o su carácter supuestamente terrorista, término extremadamente elástico y mal definido.
[4] Es curioso que el argumento del “chantaje de las armas” es utilizado por quienes han impuesto por las armas, no un debate sobre temas de importancia nacional, sino que un proyecto de país y de Estado mediante la herramienta paramilitar, por quienes han sido cómplices del despojo de tierras del campesinado y del exterminio de partidos enteros de oposición.
[5]http://anarkismo.net/article/23219
[6] En “FARC-EP, Temas y Problemas Nacionales, 1958−2008” Ed. Carlos Medina Gallego, Universidad Nacional, 2009, p.63
[7] El concepto de legitimidad está íntimamente ligado al de representatividad, aunque no representan lo mismo. Para discutir el concepto de “legitmidad” hay que entrar a debatir temas como los instrumentos del derecho internacional, o incluso la misma declaración de los Derechos Humanos que consagra el derecho a la rebelión. Eso, obviamente, es un tema muy importante a debatir, pero queda por fuera del debate de este artículo.