Se apea con movimientos lentos que la retratan dolorida y cansada y estira, como puede, cuanto puede, el cuerpo lleno de kilómetros. La mano hinchada que se aferra al bastón se adivina cálida. Sé que es cálida. En la otra mano, un feo bolso de cuadros verdes, tal vez azules, quizás rojos, que entregará con pocas cosas y un cariño infinito: dos libros de tapa blanda, una camiseta, algunas fotos cuidadosamente escogidas que seguramente le devolverán…
Y levanta los hombros aunque casi no puede, y la cabeza, aunque el cuello se resiente, para enfrentar, con serenidad, las puertas que encierran lo que más quiere.
Y hay una dignidad inquebrantable en sus pasos lentos. En su andar trabajoso cuando abandona el bastón para pasar por el detector, en el gesto con el que soporta que los perros la olfateen. Hay dignidad en sus lágrimas cuando las arranca la impotencia, el sufrimiento, la ausencia… el miedo a que un día su cuerpo agotado no le permita subirse al autobús.
Después, con la misma dignidad y la sonrisa aún en los labios, se apresta a la pelea que libraran durante las horas y los kilómetros de vuelta, el sueño, el cansancio y ese terco, puñetero, dolor de huesos. Le costará reponerse al menos dos días, tal vez tres, quizás cuatro esta vez. Y volverá al médico que le dirá, como siempre, que esos desplazamientos no le convienen, que tiene que dejar de viajar. Y ella se reirá, con los ojos húmedos pero con muchas ganas, mientras él le dobla la medicación. Y saldrá contando los días que restan para ponerse en camino otra vez. Para batallar con la fuerza que ya no tiene en los huesos pero que lleva, poderosa, imbatible, en el corazón.