Dicen que el cuento más breve de la literatura es el del centroamericano Augusto Monterroso: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Se han escrito toneladas de letras sobre esta frase, convertida en un mito a través de los tiempos, una paradoja dado su laconismo. Es probable que la lectura de este cuento tenga miles de interpretaciones. Desde mi modestia, me he agarrado a una de ellas, dando argumento al presente artículo. La inmovilidad, el reposo eterno. Nada se mueve bajo la luz lejana de la Vía Láctea, sobre la hierba que alfombra los prados y el musgo que cubre las peñas abiertas al norte.
Hace unos meses, tuve la oportunidad de permanecer una jornada con los jesuitas recluidos en el Santuario de Loiola, la mayoría cercanos al siglo de existencia. Después del almuerzo, nos subieron a un descomunal salón, con toda suerte de licores y pastas. Nos sentamos frente a una cristalera que dejaba pasar imágenes del exterior. Imágenes que, con el paso del tiempo, se repiten, año tras año. Lluvia, sol, bruma, montes permanecían estáticos, como parte del mobiliario. Inmovilismo mientras la vida se aleja. Contemplación. La palabra superada.
Hace unos días me volvió, como un flash, el modelo del inmovilismo. Sin embargo, no se trataba de la quietud de la vida, como en Loiola, sino de la política. Otra. Con motivo de la huelga general para protestar contra los recortes impuestos por el Gobierno al objeto de pagar los intereses de los préstamos financieros a los bancos alemanes y franceses, la policía foral navarra disparó un lote de pelotas de goma con la conocida inscripción. «Recuerdo de España». Me sorprendió el medievalismo policial en la era cibernética, semanas después de las conmemoraciones de la conquista.
Hay más, aunque esta vez es mar de fondo. Mariano Rajoy, el presidente del Gobierno español, y Jorge Fernández Díaz, su ministro del Interior, dirigen la campaña de que «nada ha cambiado» en el contencioso vasco-español, ni siquiera en la gestión de ETA.
Desde que en 1975 murió Franco, la imagen de un estado inmóvil ha recorrido la historia de la «joven democracia española». Las protestas contra la crisis recogidas por los medios de comunicación de medio mundo han incidido en cuestiones históricas como la violencia policial, el nepotismo, el poder de la Iglesia católica, la bula de los banqueros y, en general, la política como medio para enriquecerse.
Los dinosaurios tuvieron una supervivencia exitosa. Surgieron hace muchísimo tiempo. Aunque no vale la pena siquiera para conjeturarlo, lo apunto: 230 millones de años. Desaparecieron con el cataclismo aquel del meteorito que a punto estuvo de ultimar la vida en nuestro planeta, hace 65 millones de años. Cuando despertó Monterroso, el dinosaurio todavía estaba allí. No es de extrañar. Por simple estadística.
La línea de poder española se parece a la de un dinosaurio. Durante decenas de años, desde Madrid y, en otra medida, desde Iruñea y Gasteiz, se ha exigido movilidad a los sectores vascos más combativos, en especial a los que desde posiciones abertzales de izquierda practicaban la violencia como herramienta para avanzar en sus reivindicaciones. La lucha armada, por entendernos.
Las formas de la disidencia, con unos objetivos marcados probablemente ya antes de que ETA naciera, han sido múltiples y en escenarios tan diversos que algunos ya ni siquiera los recuerdo. Desde el invocado Pacto de Baiona, justo concluida la Segunda Guerra mundial, hasta la declaración de ETA del 20 de octubre de hace ahora un año, anunciando el cese de la actividad armada, los movimientos han sido incontables.
Entre ellos, aquel intento de pacto con los monárquicos españoles por un sector del PNV, mientras otro se había acercado a los seguidores de Hitler por si las moscas y triunfaba el totalitarismo de Hitler, en los tiempos en los que la élite oficial jelkide trabajaba para Washington abiertamente. El objetivo final de las tres líneas era el de la liberación de nuestro país.
En la cercanía, la Plataforma y la Junta Democrática, hasta las reuniones de Xiberta, pasando por la confección de una lista de puntos mínimos llamada Alternativa KAS, hasta la más moderna Alternativa Democrática. Modelos frente al inmovilismo del Estado, frente al dinosaurio.
La izquierda abertzale ha demostrado en estos últimos cincuenta años imaginación organizativa desde decenas de ángulos. Algunos para poder coquetear con la legalidad, otros para aglutinar fuerzas. Los encuentros de Xiberta citados fueron quizás el paradigma, pero en el camino quedaron otros de tanto o mayor calado, desde el BAT hasta el Herrikoi Batasuna, pasando por el EHBai o la última apuesta soberanista, EH Bildu.
El historiador Eric Hobsbawm, recién fallecido, apuntaba a que, en sus orígenes, el nacionalismo vasco surgió con 30 años de retraso respecto al catalán. Es probable. Pero su ingenio y audacia le llevó, y esto ya es de mi cosecha, a adelantarse en el tiempo a Catalunya, a pesar de las noticias que nos llegan del Mediterráneo en las últimas semanas. Euskal Herria ha sido un hervidero de propuestas, de actividades paralelas y perpendiculares que la han llevado a la antesala de la soberanía. Habrá que observar atentamente, de cualquier manera, lo que sucede en Cataluña a partir de finales de noviembre de este año. Quizás me equivoque.
En frente, sin embargo, el dinosaurio ha permanecido inamovible. Tanto para unos como para otros. Las respuestas a las demandas soberanistas de vascos y catalanes, con la excepción de los Estatutos de Autonomía de 1936 y 1979, previstos más como frenos al separatismo que como expansión de unas ansias, han estado siempre avaladas por los sectores fácticos: Ejército, Banca e Iglesia. Que esta última tenga aún el poder que tiene es un síntoma de lo atrasada que esta la sociedad española, del inmovilismo que atenaza puertas y ventanas de esa gran casa ibérica.
Cuando ETA avanzó su intención de concluir con su estrategia político-militar, se levantaron algunas voces (en el PSOE y en el PNV) señalando que «concluía la transición en Euskadi». Un poco larga para ser «transición», 35 años después de iniciada. Mis dudas se acrecentaron y, con ellas, la sensación de que hemos estado todos estos años bajo el paraguas de una gran mentira.
La mítica transición española fue un montaje para integrar en el nuevo sistema político español a una caterva de impresentables, fascistas, falangistas, banqueros, bandoleros de guante blanco y curas. En lo fundamental, unos cuantos banqueros y unas decenas de familias, bien colocadas al final del franquismo, son los dueños actuales del escenario. En los calabozos la picana no concluyó, y en cuanto a los medios de comunicación… ¿Se acuerdan de «El Alcázar» o de «La Voz de España»? Nada que envidiar al «El Mundo», «La Razón»… Y sobre los de Vocento, qué decir. Los mismos apellidos en sus consejos de administración.
La primera transición española aún está por realizar. Algunos la llevan esperando desde que se inició la Revolución Industrial en Gran Bretaña. Esa transición que a lo mejor hubiera podido avanzar, si le hubieran dejado, la Segunda República. Pero que, desde luego, no se hizo a la muerte de Franco, ni siquiera a la apertura del modelo de «café para todos», y, menos aún, concluida con el anuncio de ETA de octubre del pasado año.
La transición española todavía no ha despuntado. Y lo hará, precisamente cuando, al despertar, el dinosaurio haya desaparecido. La española será una transición ligada íntimamente a su concepción nacional. Apaño tras apaño, zurcido tras zurcido, chapuza tras chapuza… las consecuencias de una construcción artificial han comenzado ya a pasar factura. Una cuenta atrás irreversible que, 70 o 40 años atrás se habría saldado, como habitualmente, con los tanques de Basagoiti y sus amigos de clase. Hoy, Madrid es un muñeco parlante, un loro belicoso. Nada más.
Euskal Herria va camino de que su mayoría se convierta en una mayoría soberanista, lo que a la postre significará una mayoría separatista. Entonces, ese dinosaurio que encontrábamos al fin de todas nuestras pesadillas habrá desaparecido. Y Monterroso, desde alguna nube cercana, escribirá con letras mayúsculas: «Cuando despertó, el dinosaurio ya no estaba allí».