Es verdad que tampoco habrá revolución sin teoría revolucionaria, ni sin movimiento de masas revolucionario. Como tampoco sin sacrificio ni riesgo personal y social: “¡Patria o muerte!”. Pero la lucha para la transformación radical de esta sociedad requiere de un estado subjetivo interior y emocional de seguridad en la victoria que no se puede menospreciar. “¡Hasta la victoria, siempre!” no es una simple expresión, como no lo fue el “¡No pasarán!”. El optimismo que llevan consigo estas consignas implica una movilización y una participación activa duradera que dirigirá el resto de actuaciones de la persona revolucionaria dentro del colectivo en el que desarrolle su rebeldía y su formación teórica.
El sistema capitalista aprende de sus fracasos y se adapta continuamente a las adversidades de las revoluciones populares y socialistas triunfantes o de los intentos revolucionarios que quedaron en el camino. No solo a nivel militar y represivo con conceptos de “guerra de baja intensidad”, “guerra preventiva”, “doctrina del shock”, “guerra contra el terrorismo”, sino también a través de la intoxicación informativa y la educación y cultura contrarrevolucionarias. En este último apartado entraría el afán con que se han volcado en filtrar en todos los sectores populares la cultura de la pereza, de la desidia, del pesimismo, de la inmovilidad y de la resignación. Y en eso han cumplido un papel muy importante los partidos y sindicatos (empresas, habría que decir, realmente) reformistas y claudicantes, que han usurpado el papel activo del trabajador, agricultor, mujer y joven rebeldes, y han intentado convertirlos en resignados votantes de la burocracia “democrática”. Pero también la vorágine consumista no solo de productos que prometen una falsa felicidad (ciertos alimentos siempre de origen animal, bebidas alcohólicas, electrodomésticos y equipos electrónicos que se constituyen en sí mismos en juego y ocio, etc.), sino también de prácticas convertidas desde esta óptica en alienantes como el deporte (agresivo, machista, competitivo, mercantilizado, verdadero “opio del pueblo” en la actualidad), la sexualidad (falseada y también asquerosamente machista, fetichizada y mercantilizada) o las fiestas continuas impuestas y promovidas por el poder, eclesiástico también, para embrutecer y adormecer a las personas (“pan y circo”, las estrategias de la clase dominante, ¡qué poco cambian algunas veces!) o el individualismo más insolidario y la cultura de la soledad y el refugio en la mística, en la música o en la naturaleza (así mal comprendida).
Ante esta alienación y embrutecimiento ideológico al que el sistema capitalista se ha empeñado en someter al pueblo trabajador, hay que empeñarse en reivindicar todo lo contrario. Teorizar y adaptarse a las nuevas condiciones, por supuesto. Intentar ver los resquicios que puede ofrecer el enemigo de clase para poder combatirlo dentro de las propias instituciones, por supuesto. Pero también, y hoy día en un plano de primer orden, el llamamiento a la lucha y a la movilización, al optimismo revolucionario, a que las victorias grandes o pequeñas son posibles con determinación y apelando a las masas trabajadoras. Las acciones del SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadoras/res) de este verano pasado, con Somonte, las expropiaciones alimentarias y la marcha obrera; las movilizaciones continuas del pueblo trabajador vasco contra los recortes capitalistas, la represión, la dignidad de sus luchadores presas y presos, etc.; la proliferación de Corralas en Sevilla donde combaten los desahucios de viviendas desde propuestas de empoderamiento colectivo y autogestionario; la liberación de Alfon después de semanas de movilización social y política; el triunfo final de la Plataforma Ciudadana “Refinería NO” de Extremadura después de años de movilizaciones; o el cierre de la Central Nuclear de Garoña (aunque se quiera disfrazar de un motivo “económico” o fiscal), son victorias que hay que visibilizar por todos los medios para elevar la moral y justificar así que la lucha es el único camino, y que la victoria será posible.
El sistema capitalista no ceja en su empeño de mostrar los logros tecnológicos, sociopolíticos y económicos que han conseguido en las últimas décadas. Suyo, dicen, son la democracia y las instituciones participativas parlamentarias, el estado del bienestar, los descubrimientos científicos, los avances sanitarios y las obras medioambientales para mejorar el nivel de vida de la población. También las guerras de todo tipo justifican y defienden todas esas “bondades” frente a la “barbarie y la intolerancia”, las “dictaduras de cualquier signo” y el “terrorismo internacional”. Y frente a ese discurso corrosivo y paralizante no podemos quedarnos en lo convencional, en aceptar la legalidad que han impuesto, en la cortesía y normas de urbanidad del “pase usted primero”, del respeto a la propiedad privada que han sacralizado.
Frente a ese discurso debemos emprender una campaña permanente de hacer ver que tenemos motivos para ser optimistas, y que a poco que te informes la lucha y la rebelión se extiende por la mayoría de los países. Frente al derrotismo en el que quieren hundirnos, frente a la impotencia de la crónica de sucesos en que convierten nuestras vidas (los noticieros del sistema están llenos de accidentes, muertes violentas, derrumbes, catástrofes naturales, etc.) con el fin de que hasta demos gracias por nuestra situación “privilegiada”, frente a la cultura de la desinformación y la intoxicación de los medios oficiales, hay que esforzarse por dar a conocer también, por ejemplo, las luchas guerrilleras de diferentes zonas latinoamericanas o asiáticas (tanto las victorias militares como los proyectos de vida nueva construida en las zonas liberadas), los logros de las campesinas y campesinos pobres del llamado Tercer Mundo o de los pueblos indígenas que resisten frente a las multinacionales al expolio de sus tierras, sus recursos y sus conocimientos ancestrales.
Es en esta línea que me parece muy instructivo y recomendable el libro de Lionel Astrue “Vandana Shiva. Las victorias de una india contra el expolio de la biodiversidad”. Más allá del excesivo protagonismo que el autor atribuye a Vandana Shiva, que por supuesto es una persona de gran valía como científica, de una gran sensibilidad social y comprometida íntegramente con las personas pobres y desfavorecidas, especialmente las mujeres agricultoras de la India, de la lectura de este libro se aprende a ser optimista, a comprobar cómo hasta en las zonas más humildes y apartadas del planeta, a los pies del Himalaya, la rebelión es un hecho cotidiano y las grandes empresas capitalistas no disponen de impunidad ilimitada para amasar sus fortunas y contaminar el medioambiente o apropiarse de los recursos seculares campesinos.
Todas las personas revolucionarías deben alegrarse, y sacar las conclusiones correspondientes y aplicarlas a su entorno, cuando se enteran de victorias como la conseguida por el movimiento campesinos indio en el año 2004, tras varios años de duras luchas con decenas de personas detenidas, heridas y encarceladas, que acabó con la expulsión de la fábrica Coca-Cola de Plachimada (en el sur de la India) que había contaminado gravemente las aguas y los campos de las poblaciones vecinas, y desecado el pantano que alimentaba los pozos y canales de los arrozales.
Un año después, el 20 de enero de 2005, 100.000 manifestantes participaron en las cadenas humanas que rodearon unas 40 fábricas de Coca-cola y Pepsi de toda la India, exigiendo que se marcharan del país y dejaran de perjudicar al medio ambiente de sus comunidades.
Esta gran victoria no fue la primera ni la más sonada en las diversas “guerras del agua” que han tenido lugar en países del denominado “Tercer Mundo”. La más mediática ocurrió cuatro años antes en Cochabamba (Bolivia), cuando en abril del 2000 una increíble movilización popular demandó en las calles y plazas respeto a sus derechos más elementales y rechazó la privatización del agua expulsando al consorcio “Aguas del Tunari” y la multinacional Bechtel Co. con capital estadounidense que la manejaba.
Ahora que se recrudecen los planes privatizadores de las empresas públicas del suministro del agua, cuyo último acto ha sido la noticia de la privatización de “Aigües Ter-Llobregat” en Cataluña vendida a “Acciona S.A.” su gestión durante 50 años por 1.000 millones de euros (multinacional que previamente ya se había hecho con la gestión de las aguas públicas de Zafra, en Badajoz), no está de más que recordemos las palabras del manifiesto de campesinos indios conocida como “Declaración de Plachimada”: “…el agua es la fuente de vida. Es un don de la naturaleza y pertenece a todos lo seres humanos. Todos los intentos de privatizar y comercializar el agua son actos criminales a los que debemos oponernos”.
O como las que realizaron las mujeres indias del valle del Dun, muchas del movimiento Chipko (“abrazar los árboles”), que en 1983 después de resistir tras ser apaleadas salvajemente por hombres armados del lobby minero obligaron a las empresas de la región a cerrar en unos pocos meses 53 de las 60 canteras que dañaban gravemente los recursos hídricos del valle.
O las sonadas victorias que infringieron a los “biopiratas” capitalistas a partir del año 2001, siendo la primera de ellas la emprendida contra la empresa estadounidense “Rice Tec Inc.”, radicada en Texas, que un buen día de 1997 decididió apropiarse de las cepas y las semillas del arroz basmati presentando la patente nº 5663484. “Rice Tec”, la primera empresa que comercializó las semillas de arroz híbrido en el continente americano, no pensaba que su alevoso intento de apoderarse del ingente trabajo de observación, experimentación y selección que habían llevado generaciones de agricultores indios y paquistaníes sería desbaratado por activistas medioambientales y el movimiento campesino. Pero después de varios años de luchas encarnizadas ante los tribunales indios y estadounidenses, el 14 de agosto de 2001 se obligó a que la Oficina de Patentes y Marcas Registradas de los EEUU anulara la mayor parte de la patente presentada por Rice Tec, haciéndola inviable.
En años sucesivos activistas medioambientales, asociaciones ecologistas y movimientos campesinos consiguieron anular las patentes de la semilla de la variedad de trigo india pobre en gluten conocida como “Nap Hal” (en 2004 contra la poderosa multinacional Monsanto) y la de la semilla del árbol de la margosa (“neem”) potente fungicida y con otras aplicaciones que los agricultores indios había estado aplicando durante siglos (en 2005 contra la multinacional agroquímica “WR.Grace”).
La reivindicación urgente de los movimientos campesinos y de las organizaciones sociales y sindicales de los trabajadores y trabajadoras del campo de todo el mundo reclamando la seguridad y la soberanía alimentaria es de vital importancia, y no siempre suficientemente comprendida. El capitalismo del siglo XXI no tiene bastante con apoderarse de la plusvalía del trabajo asalariado, y se ha lanzado a apoderarse de la tierra, de los recursos naturales de la naturaleza y de los propios alimentos. Una vez más, la alianza de obreros y campesinos, antiguamente preconizada, se hace imprescindible pero a escala planetaria, entre países pobres campesinos y países ricos industrializados. Este será el internacionalismo revolucionario más necesario y vital. Por eso, las victorias que se describen en el libro de L. Astrue son tan motivadoras y nos hacen soñar en un mundo mejor. Además, el optimismo de Vandana Shiva y su activismo desbordante nos contagia; hacen faltan muchas personas que digan como ella palabras así: “Yo estoy totalmente segura de que ganaremos, semilla tras semilla, planta tras planta, campesino tras campesino, comunidad tras comunidad. Y liberaremos la Tierra. ¡Y ganaremos la seguridad alimentaria!”.