Para mí los rasgos más importantes de la Revolución Cubana son la dignidad y su inagotable capacidad de solidarizar con el sufrimiento y las necesidades de otros pueblos.
Esa dignidad, fruto del coraje y patriotismo del pueblo y de sus dirigentes, se ha demostrado en forma serena y resuelta en cada una de las muchas circunstancias duras y riesgosas que le ha tocado enfrentar en su primer medio siglo.
Por otra parte, la solidaridad generosa e incondicional de Cuba con otros pueblos es, quizás, el fruto más hermoso de una revolución que ha puesto el acento en la transformación ética de la sociedad. Es muy difícil encontrar a otro pueblo que sea capaz, como el cubano, de renunciar a su propio pan para aliviar el hambre y la necesidad de sus hermanos en lejanas tierras. Tiene mucho que ver con el hombre nuevo que ha ido formándose en Cuba.
Los chilenos tenemos el deber, que no siempre hemos cumplido, de dar testimonio de gratitud por esa solidaridad. Cuba nos entregó todo sin pedir nada, sin esperar retribución o agradecimiento alguno. Por eso nuestra deuda es tan grande.
Miles de chilenos encontramos refugio en la isla durante la dictadura militar que martirizó a nuestra patria. Pero aún antes la solidaridad cubana estuvo presente, cuando la tenaza norteamericana convirtió en realidad la amenaza de Nixon de “hacer chillar” la economía del proyecto socialista de Salvador Allende.
La solidaridad que Cuba entregó a Chile es imposible de medir en términos materiales. Porque tuvo un significado moral muy importante. Se trató de aquella solidaridad que se entrega a costa del propio sacrificio. Era la mano tendida de un pueblo capaz de entregar hasta su vida en defensa de la libertad y los derechos de la nación chilena. Los cargamentos de azúcar llegaron cuando el país sufría el boicot del Imperio y el cobre, el sueldo de Chile, como lo llamó Allende, era embargado en los puertos europeos. Se pretendía asfixiar la economía para provocar la ingobernabilidad que necesitaba el golpe militar.
Pero además, después del golpe de 1973, vino la enorme solidaridad con los perseguidos por la dictadura.
No fuimos los únicos a los que Cuba brindó refugio en esa época tenebrosa de América Latina. Estaban también las familias argentinas, uruguayas, bolivianas, peruanas, nicaragüenses, salvadoreñas, haitianas, colombianas, hondureñas, que huían del terror, la prisión y la muerte en sus países. Eramos miles de latinoamericanos refugiados en la isla mientras Cuba enfrentaba los rigores del bloqueo norteamericano. Pero también estaban los becados africanos que se preparaban como profesores, médicos e ingenieros. Y los niños de Chernobyl recuperándose de las horribles quemaduras del accidente nuclear. Y los heridos y mutilados angoleños, sudafricanos y congoleños rehabilitándose en hospitales y sanatorios cubanos. Los camaradas de Giap, los compañeros de Mandela, los herederos de Lumumba, los seguidores del Che de todas partes del mundo.
Los chilenos, pues, no éramos los únicos, ni siquiera los más numerosos. Sin embargo, en la isla nos hacían sentir que no había nada más importante que la resistencia en Chile. Los actos y mítines, las reuniones en centros de trabajo, escuelas, universidades y Comités de Defensa de la Revolución, CDR, se sucedían a diario. Lo que ocurría en nuestro país lo conocía la población a través de charlas y de la información en la prensa, radio y televisión. Ser chileno era casi un privilegio que nos hacía sentir rodeados de amistad y cariño, jamás solos o abandonados a nuestra suerte.
Los nombres de nuestros héroes y mártires los adoptaron las organizaciones del pueblo cubano. Abundaban los Comités de Defensa de la Revolución Salvador Allende, Miguel Enríquez, Augusto Olivares, Carlos Lorca, Arnoldo Camú, Víctor Jara, Marta Ugarte, Víctor Díaz, Juan Alsina, Augusto Carmona. Sus rostros y biografías, poemas y recortes de periódicos estaban en los murales de los CDR y centros de trabajo.
Una avenida importante de La Habana recibió el nombre de Salvador Allende y lo mismo calles y parques en otras ciudades de la isla. Los hospitales Salvador Allende y Miguel Enríquez atendían, y atienden, a sectores populosos de La Habana. Numerosas escuelas, cooperativas y brigadas de trabajo llevan nombres de héroes chilenos que todavía son casi desconocidos en su patria. Se hacían homenajes, se escribía y se hablaba de ellos He visto, por ejemplo, a un grupo de teatro de hijos de trabajadores del Hospital Miguel Enríquez representar la vida de ese revolucionario chileno con una sinceridad que hizo llorar a los padres de Miguel, presentes en ese acto.
Mi familia y yo vivíamos en el corazón del exilio chileno, al este de La Habana. Exactamente en el departamento N° 11, tercer piso del edificio D‑2, Zona 7 de Alamar. Eran dos bloques de departamentos de cinco pisos cada uno que fueron entregados completamente equipados a familias chilenas, entre ellas varias mujeres solas con sus hijos. A la vuelta de la esquina estaban los uruguayos y más allá los argentinos y bolivianos. Los edificios de Alamar, que empezaba a ser una ciudad satélite de La Habana, los construyeron brigadas de trabajo voluntario de cubanos que carecían de viviendas. Sin embargo, fueron ellos los que resolvieron, en asambleas, entregar varios edificios a los exiliados que buscábamos refugio en Cuba. El nuestro fue inaugurado por Laura Allende, la hermana del presidente heroico, que tiempo después se quitaría la vida, enferma de cáncer y desesperada por la prohibición de l a dictadura que le impedía ir a morir en Chile.
Alamar fue nuestro pequeño mundo mientras permanecimos en la isla. Ayudados por los vecinos cubanos, en su mayoría obreros, recuperamos la confianza en nosotros mismos. Su amistad y aliento nos hizo reencontrar la esperanza. Su alegría nos permitió salir de la amargura de la derrota. Los cubanos nos enseñaron el valor de las cosas sencillas. Nos regocijábamos con ellos por cada nueva victoria sobre el bloqueo norteamericano. Compartimos su vida de cada día, hicimos guardia en el CDR, trabajo voluntario limpiando escombros y basuras, cuidando jardines, preocupándonos por ahorrar agua y electricidad. Recolectamos potes de vidrio de uso infinito. Mantuvimos limpias las escaleras del edificio, hicimos cola en la bodega y nos encargamos de las compras de los más ancianos. Acompañamos a nuestros enfermos en el hospital y nos turnamos para llevar a los niños a la beca.
La sociedad cubana nos reeducó, aprendimos a compartir.
En la escuela “Solidaridad con Chile”, en Miramar, estaban becados los niños de nuestra comunidad. Muchos eran hijos de chilenos asesinados, o que estaban en las cárceles de la dictadura o que luchaban en la clandestinidad. Los niños permanecían en la beca de lunes a viernes, recibían alimentación, ropa, útiles escolares y atención médica, como cualquier hijo de cubano. Los chilenitos también fueron “pioneros por el comunismo” y juraron ser como el Che. Solemnes y erguidos, junto con sus compañeros cubanos formaban cada mañana luciendo las pañoletas rojas que acreditaban su condición de pioneros de la revolución.
Nunca como en Cuba he visto niños más hermosos, tan bien plantados y fuertes. Caritas limpias llenas de sol, extrovertidos y con una alegría que parece no consumirse nunca. Se adivina en ellos a los futuros maestros, soldados y obreros de una patria libre.
Los muchachos mayores, entre ellos mis hijos, fueron a la universidad y al trabajo en el campo, a la cosecha del tabaco, los cítricos y el café. Se convirtieron en médicos, ingenieros, economistas y científicos. Aunque regresaron a Chile hace años algunos no han perdido el acento cubano ni las costumbres y gustos que aprendieron en la isla. Es divertido hoy oírlos cuando se reúnen y gozan recordando esa etapa de sus vidas.
Cada mañana en la guagua 215, el autobús Alamar-La Habana, nos encontrábamos con vecinos del exilio, cada uno a lo suyo. Mario Benedetti a Casa de las Américas, yo a tareas de apoyo a la resistencia o camino a alguna reunión en el comité chileno que funcionaba en el Vedado. A veces intercambiábamos un guiño de complicidad con jóvenes chilenos que vestían el uniforme verde olivo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Eran los futuros combatientes internacionalistas en Nicaragua y El Salvador. Muchos alcanzaron también su objetivo de retornar clandestinamente a Chile para combatir por la libertad de su patria. Eran jóvenes por cuyas venas corría sangre de héroes, sencillos y claros como los del Moncada. Algunos cayeron combatiendo o asesinados en la tortura, leales a la formación revolucionaria que recibieron en la isla. Entre ellos Mario Amigo Carrillo, un joven proletario de Coronel, un pueblo de mineros en el sur de Chile. Mario, convertido por la clandestinidad en obrero de una empresa forestal, murió en Los Angeles destrozado por un bomba. Fue el padre de dos de mis nietos, Javier y Fernando.
Cuba nos dio todo lo que pedíamos para luchar contra la tiranía. Ayudó por igual a los que creíamos legítimo y necesario empuñar las armas como a los que optaron por la lucha política. Cuba jamás pretendió decirnos lo que teníamos que hacer. Su ayuda fue siempre incondicional y respetuosa de las diferencias ideológicas. Lo que hicimos, mal o bien, lo hicimos por iniciativa propia, pensando que cumplíamos nuestro deber de patriotas y de revolucionarios.
La solidaridad cubana compartió nuestro dolor y se hizo parte de nuestra esperanza. Seríamos unos mal nacidos si no retribuyéramos hoy con nuestra propia solidaridad aquella que nos brindó Cuba.
Por eso nos sentimos parte del pueblo cubano y admiramos su valor, su espíritu revolucionario y su internacionalismo.
Queremos a Cuba y respetamos ese heroísmo que causa asombro en el mundo al desafiar a pie firme las agresiones armadas, el sabotaje y las penurias de un bloqueo inhumano condenado por casi todas las naciones del mundo, excepto el propio verdugo y un par de cómplices a sueldo.
La Revolución Cubana nos enseñó que nada importante se obtiene sin luchar, que sólo luchando se puede ser libre y que sólo hombres libres pueden sentirse hermanos.
Cuba nos mostró la dimensión humana de la acción política y con su revolución aprendimos a descubrir la grandeza en lo más humilde y pequeño.
Por eso queremos a Cuba y le declaramos nuestro amor a viva voz.
Nos preguntamos qué pasará con la Revolución Cubana en los próximos cincuenta años. No somos pitonisos pero hay hechos que permiten aproximarse al futuro. Cuba ya no está sola en América Latina. Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, Argentina y Brasil se abren camino al socialismo o a sistemas de mayor justicia social. La humanidad no tiene otra variable de supervivencia que no sea el socialismo.
En medio siglo más Cuba será la más antigua y respetada de las repúblicas socialistas de América Latina y el Caribe.
Entonces se habrá cumplido el sueño liberador de Fidel.