La maquila neoconservadora global se ha creado a imagen y semejanza de su madre nutricia, la bien engrasada maquinaria neoconservadora norteamericana. De manera abierta o encubierta, jubilosa o aún vergonzante, una turbamulta de pensadores de alquiler y de políticos relumbrones y engominados de varias partes del mundo, abrazan hoy este credo de la vanguardia imperialista en las condiciones del mundo posterior al fin de la Guerra Fría. Al tañido de la campana dorada, a la vista de los verdes pastizales del dólar donde engordan desde hace tiempo ciertos patriarcas y padrinos, tránsfugas de las izquierdas y aún del tibio liberalismo norteño, nuevas hornadas de neocons se han sumado al festín del dinero que las grandes corporaciones canalizan hacia tanques pensantes y fundaciones del mismo cuño. También profesionales emigrantes ansiosos por la asimilación, jóvenes sedientos de fáciles reputaciones y retribuciones inmediatas y una tropa auxiliar bárbara, o sea, que vive más allá de las fronteras de la Nueva Roma, pero que igual le ha jurado lealtad a su bolsa, es decir, a sus ideas.
La hidra neoconservadora norteamericana se ha mostrado empecinadamente apegada a la vida después de la debacle de las elecciones del 2008 en los Estados Unidos. Todas sus mañas y trucos, todo su arsenal ha sido movilizado para recuperar el protagonismo que las fuerzas que le restaron las fuerzas que están detrás de Barack Obama. Todo vale en esta lucha a brazo partido por la transitoriamente perdida hegemonía doméstica, punto de partida para intentar la recuperación de un liderazgo mundial, también perdido.
Oleadas tras oleadas, los generales neocons lanzan contra las endebles fortalezas del partido Demócrata a populistas vocingleros del Tea Party Movement, a comentaristas radiales, incendiarios y odiadores profesionales, como Rush Limbaugh, Newt Gingricht o Sean Hannity, a chancleteras de la prensa escandalosa, como Ann Coulter y Michelle Malkin; a fulleros de las encuestas y las campañas como el inefable Karl Rove; a atildados caballeros de gabinete y academia, como Edwin J. Feulner, presidente de Heritage Foundation, con su conservatismo constitucional, y hasta a versiones 2.0 de aquel lobby de presión contra Clinton y un titubeante George W. Bush inicial, de aquel nefasto Proyecto Para un Siglo Americano, hundido en la estela del tsunami Obama. Hoy estas cabezas del leviatán neoconservador se hacen llamar Foreign Policy Initiative, creada hace un año, y más recientemente, Keep Safe America, donde la hija mayor de Dick Cheney ha plantado credenciales.
Para que este coro aullante pueda llevar a cabo la lucha política ideológica y cultural doméstica, que en muchos sentidos es la decisiva, se han repartido entre las tropas bárbaras las misiones de avanzadilla y contención regional. La hermandad neo, disciplinada por el respeto indiscutido a quien paga y a quien manda, está demostrando que es ya una entente madura, cohesionada y coherente, o lo que es lo mismo, una transnacional reaccionaria y contrarrevolucionaria de alcance global que emplea mano de obra local para producir a bajo costo las mismas mercancías ideológicas de la matriz.
Puede que los neoconservadores británicos del Center for Social Cohesion, o del Salisbury Group, fundado en 1978 bajo la influencia de un filósofo como Roger Scrouton y un historiador, como Maurice Cowling, se escandalicen por la sola sospecha de que giran en la órbita de alguien diferente a su propia sapiencia, y mucho más si se afirma que este centro gravitacional es el poderoso pero plebeyo Primo Americano. Vale la pena recordar que cuando el fuego se acerca, no hay remilgos aristocráticos que respetar: por algo en la selecta Cambridge se fundó en el 2005 la “Henry Jackson Society”, en honor de aquel aglutinador de los conservadores norteamericanos que fue el senador del mismo nombre.
Puede que los neoconservadores japoneses, esos chovinistas soberbios del “Neo-Defense School”, consideren igualmente ofensiva la alusión a sus nexos con los neoconservadores estadounidenses, en tanto reivindicadores del honor perdido del imperio en la Segunda Guerra Mundial, enemigos de la menor disculpa nacional por los crímenes de guerra cometidos, y enamorados por igual de los fastos expansionistas y guerreros de sus ancestros y del Bushido samurái. Pero lo cierto es que estos políticos veteranos como Shinzo Abe, Toru Hashimoto o Shigeru Ishida se unen de buena gana a la labor de los tumultuosos “Young Lawmaker’ s Group for Establisihing Security in the New Century”, creado no por gusto, en el año crucial del 2001, y vinculado al complejo militar-industrial oriental, y por extensión, norteamericano. Y que es el neoconservatismo, sino una de las encarnaciones posibles de esa deidad global, dueña y señora de las guerras y las invasiones?
Puede que los neoconservadores franceses o canadienses, incluso, los remotos australianos de Peter Reith, ex Ministro de Defensa en el gobierno de Howard, hagan votos públicos de la indeclinable independencia que los caracteriza. Y es cierto: tienen tanta independencia simbólica y relativa como puede tenerla una pequeña industria local de neumáticos o timones de autos con respecto a los grandes tiburones que dominan el mercado automovilístico global, al estilo de la General Motor, recién rescatada de la ruina por un galante presidente de la esperanza y el cambio.
Pero a pesar de los pesares, y gracias a los eufemismos más o menos creativos que utilizan para dejar a salvo el honor nacional, estos miembros multinacionales de la maquila neoconservadora global no son independientes, pero lo parecen. No en vano en todas esas naciones existe una palpable línea de pensamiento conservador, una tradición anclada en su devenir histórico, en sus instituciones, respaldada por un linaje que puede exhibir, por ejemplo, a Edmund Burke, aquel clérigo inglés que, espantado ante el espectáculo de la Revolución Francesa, dio bases al conservatismo moderno. No ha habido que inventar sobre el papel lo que está en el pasado. No se ha necesitado estirar mucho la cuerda, simplemente se ha dejado fluir, con cierto donaire natural, lo que ha estado ahí de siempre y explica a Coblenza, a la Vendee de los chuanos, a la Francia de la Restauración, a Thiers y a De Gaulle, a Churchill y a Sarkossy, y al título de Baronesa otorgado a Margaret Thatcher.
Ni por asomo ocurre lo mismo con esa versión forzada y adulona del neoconservatismo ibérico que tiene en José María Aznar su mesías de “charanga y pandereta, devoto de Frascuelo y de María”, como lo hubiese caracterizado Antonio Machado. Nada que ver, nada natural, nada espontáneo, nada arraigado en raíces propias, ni en herencias ideológicas que no han podido brotar, ni arraigar, sino es apelando a la violencia, en un suelo, de por sí mismo, rebelde, popular y de izquierdas, donde los accidentes en su curso natural se llaman Fernando Séptimo y Cánovas del Castillo, Franco y el propio Aznar. Donde por cada Menéndez y Pelayo o Laín Entralgo hubo decenas de Marañones y abates Marchenas, Unamunos, y Marías Zambrano. Donde hasta un general Valeriano Weyler y Nicolau, diezmador durante la última guerra de independencia de la población civil de la isla mediante la Reconcentración genocida, se declaraba liberal y constitucionalista en la política doméstica.
Y he aquí que esta apoteosis de lo esperpéntico que es el neoconservatismo español, fruto amorfo de la ingeniería forzada del consenso y de la genuflexión ante las razones del fuerte, tiene en el Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES) su versión flamenca de American Enterprise Institute o Rand Corporation. De más está decir que presidida con señoril ademán, por ese mismo José María Aznar.
Hasta ahí la intención y los interese tras bambalinas, también la manera indulgente con que se sueñan a sí mismos los neocons españoles. Veamos la realidad.
Y entenderemos mejor esa ancestral queja española contra lo que se ha dado en llamar, con entera razón, como” la chapuza nacional”.
Olé, al señorito, que así se torea….
Fuente: Cuba debate