El miedo es consustancial al ser humano. Nos mantiene alerta para no caer en la indolencia y la apatía extrema. Tener miedo puede salvarnos la vida, al hacernos detectar peligros latentes o inmediatos, lo que provoca y activa respuestas contrarias a la causa que nos atemoriza, aflige o amenaza. Cuando salta la alarma, todo el organismo se pone a trabajar para resolver el conflicto existencial de la mejor manera posible. Otra cosa es que ese miedo sea inducido por el sistema social con el fin de ejercer poder y control sobre cada sujeto individual. Es lo que sucede ahora en las sociedades de consumo neoliberales, a los miedos innatos o naturales se agregan los miedos creados por la estructura de dominación económica. Estos miedos de segundo grado, elaborados por la ideología capitalista, tienen consecuencias muy graves a escala particular y colectiva, entrando de lleno en la esfera de la política común.
Valiéndonos de la psicología clásica, podemos señalar que las estrategias de defensa anti-miedo son cuatro: escapar ante el peligro inminente, oponer resistencia y luchar, quedarnos inmóviles hasta que pase el vendaval o bien someternos a las furias desatadas del destino de modo incondicional. Elegir una u otra opción depende de las circunstancias íntimas y ambientales, de la adaptación al entorno y de la postura crítica de cada individuo. El efecto contagio y de mimesis colectiva juega un papel destacado en la toma de decisión política, aunque lo más urgente y relevante sea mantener la vida propia. Traduzcamos vida propia por no perder el empleo o el estatus, la capacidad imperiosa de adquirir bienes de primera necesidad, de la presión de los círculos de convivencia más próximos y de la dignidad o autoestima privada. Son factores complicados de sopesar con exactitud, concretos pero difíciles de mensurar. Sobre ellos actúa la ideología hegemónica del régimen capitalista, cultura, idiosincrasia histórica, leyes y tradiciones locales, para dirigir a la masa por caminos y decisiones acordes con los intereses de la elite o castas dominantes.
Ese miedo es más palpable desde el advenimiento de la crisis que hoy todavía padecemos. La globalidad pretende la sumisión incondicional de la ciudadanía mundial en su totalidad, empresa casi imposible de conseguir solo con la sugestión ideológica y la seducción publicitaria. Sin embargo, el control es bastante efectivo. Para las ovejas que se descarrían están las cárceles, la porra policial, la patada militar o el ostracismo social de la indigencia. Son soluciones expeditivas de último recurso. En sociedades debidamente formateadas es menos costoso y violento ejercer el control sibilino de las conductas cotidianas mediante la extensión del miedo social.
Antes citábamos las estrategias psicológicas para superar o aliviar el miedo. Entremos a diseccionarlas brevemente por separado.
La huida a la carrera, metafóricamente hablando sin excesivas formalidades conceptuales, es la salida que adoptan los suicidas, los que esperan a que amaine el temporal escondidos en zulos alejados del conflicto social y los que jamás se detienen a pensar críticamente por sí mismos y relacionarse de igual a igual con el otro. Al otro lado de la huida está dispuesto un sorteo mefistofélico: el precipicio abismal o el éxtasis paradisíaco, el infierno o el cielo, la mala conciencia o la muerte sentimental. Huir significa eludir la solidaridad con el otro, con la familia, con tu clase social. Volver a empezar después lanzarse a la escapada solitaria tiene costes muy elevados, llevar el estigma de la indignidad hasta la misma muerte, la que hemos evitado por puro azar inefable.
Enfrentarse al tsunami que se nos viene encima requiere coraje, equilibrio mental y dominio de sí mismo. Puede ser también que nos hallemos, por exceso de confianza, ante una temeridad absoluta por no haber analizado correctamente los pros y los contras del evento en cuestión. En ese caso, estaríamos ante un perfil heroico más allá de lo humano, en una dimensión mítica de la existencia, un aquí y ahora totalizador jugado a cara o cruz. Morir y vivir en un solo acto, que asimismo podría interpretarse en ocasiones puntuales como un salto al vacío o huida encubierta con recompensa en la eternidad, actitud típica de fundamentalistas dogmáticos entregados al sino inescrutable de algún credo esotérico o religioso. Luchar contra el peligro, la realidad que habitamos, no obstante lo dicho, representa mayoritariamente una actitud valiente y mesurada, una postura que busca y nos vincula al semejante para constituir una fuerza más poderosa que tenga éxito contra el peligro que acecha. Es la posición más emblemática de los revolucionarios, los trabajadores con conciencia de clase y de gentes rebeldes que no adoptan por obligación impuesta al orden establecido. Una variante negativa de esta tipología política son las masas alienadas que se adhieren a los cantos de sirena del fascismo o del entretenimiento estéril del espectáculo capitalista.
Quedarse parados o hacerse el muerto para que los rayos no reparen en nosotros es tanto como apostar a la ruleta rusa o a la veleidosa fortuna. Puede suceder que el miedo atenace e impida el movimiento, otras veces será por iniciativa personal con el propósito de pasar desapercibidos en medio de la tormenta mientras el pánico empuja al resto a salir en estampida. Se trata de un nicho psicológico de caracteres egoístas a ultranza o de marginados sin futuro de largo recorrido vencidos irremisiblemente por la desdicha personal, en cualquiera de los dos amplios supuestos de individuos desconectados de la convivencia social bien por pertenecer a las clases pudientes o los despojados de la mínima condición humana por los avatares de la estructura capital-trabajo.
El cuarto factor al que aludíamos en párrafos precedentes se refería a la estrategia, inteligente sin duda alguna aunque con efectos secundarios que pueden dejar secuelas de por vida, de aceptar la sumisión al statu quo y colaborar con el régimen de explotación capitalista. Antes de aceptar la esclavitud o rendición absoluta a las normas legales y los estereotipos culturales, hay que hacer violencia de las ideas propias y abjurar de planteamientos políticos contractuales o negociados, en definitiva, renunciar a la libertad de ser uno mismo. En sentido diametralmente contrario, podría argüirse que el sometimiento no siempre es real porque el sujeto utiliza la sumisión de forma ficticia, a la espera de tiempos mejores para quitarse el traje provisional de masoquista y saltar al ruedo político en igualdad de condiciones que sus antagonistas del complejo ideológico y económico que le oprime. Así es, la sumisión tiene dos caras, una asumida e interiorizada en actos y pensamientos y otra táctica, de nadar y guardar la ropa para alcanzar un porvenir más favorable para la lucha a plena luz.
El miedo inducido, como hemos visto a grandes rasgos, está directamente relacionado con la estructura capitalista. El capitalismo produce miedo en forma de ideología, imposiciones irracionales y prohibiciones legales. De esta manera, ejerce un poder invisible en la gente común. El miedo es la sustancia intangible más eficaz para crear mayorías silenciosas que solo buscan sobrevivir a toda costa y que la existencia pase sin sobresaltos extraordinarios, mayoría silenciosa nunca irreversible pero de textura no demasiado moldeable ni abierta a aventuras democráticas radicales, a no ser que sean movilizadas a través de emociones y pasiones fáciles de digerir conducidas por iconos mediáticos reconocibles al instante.
En mayor o menor medida, casi todos participamos a la vez de todas las estrategias relatadas, si bien casi siempre hay alguna más preponderante en función de nuestras circunstancias personales. Combatir el miedo escénico de manera colectiva es ir directamente a desactivar las causas profundas que provocan las injusticias de la globalidad. Tener miedo no es de cobardes, sí lo es en cambio hacer del miedo capitalista nuestro único hogar posible. Desde que nacemos estamos modificando los alrededores internos y nuestro propio entorno, forma parte de nuestra esencia constitutiva. Si nos dejamos llevar por el capitalismo, el sistema es el que nos transformará a nosotros en simple mercancía en provecho ajeno, monigotes en manos de un destino sin futuro ni libertad. La mayoría silenciosa que calla y otorga ante los desmanes del neoliberalismo no es más que la cristalización de algunas estrategias ensayadas de modo innato por el ser humano para combatir el miedo psicológico artificial inducido por el capitalismo: huidas irresponsables, quietud insolidaria y sumisión visceral al orden establecido. Que el miedo cambie de bando y mire a las alturas no es asunto fácil ni baladí. Entablar diálogo sincero y sin tapujos con el otro puede ser el primer paso a dar, tal vez el principio de una gran amistad como en la famosa frase de Rick-Humphrey Bogart al inspector Renault-Claude Rains en la legendaria película Casablanca. Miedos íntimos compartidos abren espacios a la esperanza colectiva.