El texto Las luchas de clases en Francia es, qué duda cabe, un estudio histórico (o, si se quiere, históricopolítico). Como lo son esos otros textos que le están inevitablemente asociados: cosas como El XVIII Brumario de Luis Bonaparte o La Guerra Civil en Francia, etcétera. En este caso, se trata de un texto que unifica una serie de artículos publicados durante 1850 en la Neue Reinische Zeitung. En ellos, Marx emprende su análisis de la revolución de 1848, con la que Francia inaugura el gran movimiento de las revoluciones nacionaldemocráticas (pero en las cuales el joven proletariado tiene ya un papel de primer orden) que estallan a lo largo de toda Europa. En la propia Francia, como es sabido, el movimiento culmina, momentáneamente, con la coronación imperial de Luis Bonaparte –el sobrino de Napoleón– mediante un grotesco coup d’etat.
Por supuesto, Marx no se conforma con registrar este final abierto, producto de la componenda de unas clases dominantes que –como lo dirá célebremente en El XVIII Brumario– son incapaces de elegir entre un fin terrorífico y un terror sin fin. El “terror”, claro está, ese terror que sólo puede causar el fantasma sobrevolando Europa al que el propio Marx había aludido poco antes, es el motivo central que asoma por detrás del tema de Las luchas de clases en Francia. Es en este texto donde Marx acuña su también famosa frase sobre las revoluciones como locomotoras de la historia: la intervención política del proletariado en los sucesos de 1848 se le aparece como el puntapié inicial de un partido futuro que se jugará en otro terreno, el de la frontal y directa lucha entre las clases “estructurales” de la sociedad capitalista. A su juicio, en efecto, han quedado instaladas las condiciones de una situación potencialmente revolucionaria, indicadas –como él mismo lo dice– por el hecho de que todas las clases de la sociedad francesa, y no solamente algunas fracciones de la burguesía, han sido lanzadas a la arena del poder político. El proletariado, bajo cuyo impulso, en principio, el gobierno provisional burgués se ve obligado a erigir un orden republicano (y al mismo tiempo a desnudar la verdadera naturaleza de clase del orden burgués, que reprime brutalmente a aquéllos mismos gracias a los cuales ha conquistado el poder) ha ocupado el centro de la escena, transformándose por primera vez en un partido independiente de la burguesía. Marx no es, sin embargo, un voluntarista irresponsable: lo que ha ganado el proletariado, dice, es la demarcación del terreno para su emancipación revolucionaria, pero de ninguna manera la emancipación misma. Esta es la tarea pendiente del futuro. Como cualquiera de los otros artículos histórico-políticos de su autor, pues, es también un texto que nos animaríamos a llamar profético, un balance de los acontecimientos del pasado reciente cuyas potencialidades serán realizadas en el futuro. Y, con todo, es, repitamos, un extraordinario estudio histórico.
Pero es un estudio histórico de Marx. Ello quiere decir: un estudio histórico como no se había hecho ninguno hasta ese momento –salvo, claro está, por parte del propio Marx – , y que por lo tanto, en ese momento, difícilmente podía ser reconocido como perteneciente a la ciencia “normal” de la Historia tal como podía haberla definido, digamos, un Leopold von Ranke: esa ciencia fáctica, positivista, obsedida por el afán de reconstruir los hechos “tal cual realmente sucedieron”; es decir –algo que sabemos por el mismo Marx – , una “ciencia” plenamente colonizada por la ideología de la mal llamada “objetividad”. Y no es, por supuesto, que Marx se desentendiera de lo “realmente sucedido”. Al contrario: en la perspectiva de Marx, lo “realmente sucedido” se enriquece y se complejiza con lo que aún continúa sucediendo, en la medida en que la praxis social-histórica que le ha dado lugar no ha desaparecido, no se ha volatilizado conformando hechos cerrados sobre sí mismos, no ha quedado inmovilizada e inoperante en el ya fue de la jerga juvenil; más bien ha producido una acumulación praxeológica que en sí misma constituye –y sigue constituyendo– lo históricosocial, lo “económico”, lo ideológico-político, lo estético-cultural, etcétera: o sea, lo humano como tal.
La “nueva ciencia” inaugurada por Marx, eso que dio en llamarse materialismo histórico (y que, según la ocasión, hay que acentuar por partes: materialismo histórico –para distinguirlo del materialismo estático y abstracto vulgar – , y materialismo histórico –para distinguirlo del idealismo que atiende al movimiento transformador de la historia pero lo sustrae de sus “bases materiales” – ) no es, pues, una más de esas “filosofías de la historia” que viene a competir con las dominantes en su tiempo, sino que apunta a ser, por llamarla de alguna manera (insuficiente, con toda seguridad), una totalización antropológica, una “ciencia” de “lo humano como tal”, que es simultáneamente “estructural” e “histórica”. Y que pone la praxis acumulada en el pasado al servicio del presente y, sobre todo, del futuro. Las premisas de tal antropología están ya esbozadas, por cierto, en los Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844; pero todavía allí –como ha sido apuntado innumerables veces– las reflexiones marxianas sobre la “esencia” de lo humano aún son parcialmente tributarias del “antropomorfismo” deshistorizado de Feuerbach, si bien son de una extraordinaria riqueza “humanística” en su consideración de las relaciones del hombre con la naturaleza y con su propio cuerpo. Pero es en La Ideología Alemana de 1845 donde la antropología de Marx se tornará verdadera y profundamente histórica.
Es archiconocida la tesis central, a estos efectos, de ese texto: aunque Marx no abandona (más bien sostiene y refuerza) sus fundamentos antropológicos del año anterior, considera ahora que toda historiografía debe, partiendo de esos fundamentos “naturales” de la existencia humana, diferenciar al hombre de todo otro ser natural por la capacidad de producir sus medios de vida, y por lo tanto, indirectamente, de re-producir su propia existencia material. Tal “reproducción de la existencia material” –y, desde luego, el aparato simbólico que permite comprenderla y reelaborarla– es, sencillamente, lo que los antropólogos llaman cultura, y que no puede sino ser histórica, vale decir, sometida a las transformaciones en el tiempo. La categoría histórica de “trabajo” (en el sentido amplio pero estricto de “transformación de la naturaleza” orientada a la producción y reproducción de las condiciones de la existencia humana) tiene aquí un alcance teorético inmenso: entre otras cosas, permite consumar la ruptura con la ideología clásica de una idealizada “autonomía de lo político”, que Marx había esbozado ya desde sus escritos de 1842⁄43 como La Cuestión Judía o la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, pero en las que todavía no contaba con esa antropología histórica que le permitiera oponer una alternativa materialmente fundada.
A su vez, el conocimiento científico de esa cultura histórica no es una mera acumulación erudita de saber: es, ante todo, un paso gigantesco en la autocomprensión del hombre acerca de lo que hace, y por consiguiente de lo que puede hacer en el presente y en el futuro. Una “autocomprensión” que, por supuesto – ya nos ocuparemos extensamente del tema– se separa radicalmente de la concepción hegeliana de la autorrealización de la pura conciencia, ya que de lo que aquí se trata, como acabamos de ver, es de empezar por la vida material-concreta del hombre histórico.
Estudio Introductorio a la edición de Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 de Karl Marx realizada por Ediciones Luxemburg (Buenos Aires) abril 2005.
Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850
Karl Marx
Estudio introductorio de Eduardo Grüner
Buenos Aires, abril de 2005
2º edición, febrero de 2007
3° edición, octubre de 2012
272 pág. 20 x 14 cm
ISBN 987−21734−1−9987−21734−1−9