No me atribuyo ningún mérito raro si digo recordar, o eso creo, la generalidad de los coloquios profesionales en que he participado dentro y fuera de Cuba, particularmente en España, donde lo he hecho con relativa frecuencia a lo largo de un cuarto de siglo. Con especial precisión me vienen a la memoria algunos celebrados en los años 90 de la pasada centuria. El inicio de esa década coincidió con la proclamación, en Cuba, del llamado período especial; y sus finales los marcó la recordación de los sucesos de 1898.
A mitad de camino estuvo la conmemoración del centenario del proyecto revolucionario con que José Martí preparó la guerra que estalló en 1895, enfilada a impedir lo que acabó sucediendo en aquel 98, fatídico no solo para Cuba, nuestra América y España, sino para el conjunto de la humanidad: ese año se decidió la arrancada de una voraz potencia imperialista, que rompería para su provecho el equilibrio del mundo, a menudo con el estandarte de un mesianismo digno de mucho mejor causa.
Por eso en algunos de los foros, en Cuba y fuera de ella, hablé de “95 vs. 98”, para abordar un hecho a menudo olvidado: problemas y planes de alcance planetario se han dado también en nuestra América. No ha ocurrido solo en Europa, donde alguna interpretación, bien intencionada, y prestigiosa, ha considerado que el siglo XX empezó de veras con la llamada Primera Guerra Mundial, aunque esta fue la ampliación internacional de lo iniciado en Cuba en 1898, con episodios y consecuencias directas para Puerto Rico y otros pueblos.
Con el eurocentrismo mal o bien disimulado, y que no ha prosperado solamente en Europa —el pensamiento dominante prende también, y por eso domina, en el dominado — , tienen que ver muchas de las calamidades de este mundo. Y con el eurocentrismo coexiste su variante que tiene estado mayor en otra porción europea, la más dominante de todas hace años: la Roma imperial implantada en un área del continente americano, más amplia aún por el territorio que le saqueó a México, y por una compra cómica hecha a la Rusia zarista.
También con el eurocentrismo, y con la herencia colonial en general, se vinculan algunas anécdotas que pudiera contar de aquellos foros españoles, a pesar de haber sido preparados por personas de claro pensamiento y honrada actitud, a quienes no se debe responsabilizar por males que ellas han repudiado tan sincera como inteligentemente. Una de las anécdotas sería la del profesor que salió en defensa de Valeriano Weyler aduciendo que no es cierta la suma de muertos que en Cuba se atribuye a la Reconcentración, anticipado ensayo fascista. No hay que recordar cifras exactas —basta lo esencial— ni reproducir puntillosamente lo dicho por el académico, quien sostuvo que Weyler no era el responsable —digamos— de trescientos mil muertos, sino “de cien mil, nada más”. Ese nada más valdría para una ópera satírica de Bertolt Brecht o para una guaracha de Ñico Saquito, o de Carlos Puebla.
En otro foro me sentí llamado a intervenir sobre el culto a la personalidad, una de las acusaciones hechas con saña durante décadas a la Revolución Cubana, y quizás a todas las que, por lo menos durante algún tiempo, han valido de veras la pena y han tenido líderes emblemáticos. No pretendo ahora teorizar sobre realidades y ficciones del tema. El culto a la personalidad parece una tendencia humana de larga data, bien vista cuando se rinde a íconos religiosos o artísticos, y discutida, desde la acera opuesta, en política. Ya en mayo de 2011 publiqué en este mismo Portal [Cubarte] el artículo “Persona e instituciones (Detalles en el órgano. VII)”, que ni remotamente agota el asunto, pero citarlo me ahorra extenderme en él.
Ahora apenas apunto que el peso de las personalidades no se debe minimizar ni desconocer, y que, mientras algunos movimientos revolucionarios, y expresiones artísticas, han contado con representantes merecedores de admiración, camino por el cual se puede llegar al culto e incluso al delirio, difícilmente eso ocurra con cabecillas imperialistas como aquel W. Bush que fue un peligroso hazmerreír. Y cuando el imperio ha logrado fabricar una figura atractiva, con inmoral otorgamiento incluso de un Premio Nobel, y lo ha lanzado como señal de cambio, no tarda en verse que el odioso imperio es el odioso imperio, y punto.
Va dicho eso sin ignorar que algunos caballeros de luz política confiaron y quizás sigan confiando elegantemente en Obama, como algunas damas de cierta izquierda se han rendido a la sonrisa del inquilino de la Casa Blanca. Por ello a un sabio honrado le oí este sarcasmo: “¡Qué encanto la sonrisa! Si Hitler hubiera tenido el don de sonreír, tal vez aún estaría instalado en el Reichstag, o habría muerto de viejo allí”. No obstante, a esa idea podría objetársele que el general Francisco Franco, quien no tenía gracia ni para sonreír, murió de viejo en su puesto de mando, luego de haber ensangrentado a España y “educado” al monarca que garantizaría la pretensa transición de ese país a la democracia.
Sobre el culto a la personalidad achacado a Cuba me limité a decir en aquel foro lo siguiente, que recuerdo sin mayor esfuerzo. Entro en casa de mis colegas españoles y veo que su título universitario está otorgado en nombre del monarca, y nada pregunto; pero algunos de mis colegas me interrogan sobre el culto a la personalidad en mi país, donde el título lo emite el rector de la universidad correspondiente. En mi país ninguna moneda, ni metálica ni de papel, tiene la efigie del jefe de Estado, ninguna calle tiene su nombre ni en sitio alguno hay esculturas que lo ensalcen; pero a menudo en España debo responder preguntas u oír comentarios sobre el culto a la personalidad en Cuba. En mi país no se pone el nombre de familiares del jefe de Estado, por muy infantiles y hermosos que sean, a instituciones públicas; pero es en mi país donde se practica el culto a la personalidad.
Comino más, comino menos, esas fueron las comparaciones que hice en la intervención aludida, única de las mías que no se publicó en el libro donde se recogieron las memorias del encuentro. Se me dijo que se había excluido por razones de espacio, y porque ya había otras aportaciones mías en el volumen, y lo creo: ya me referí a la calidad humana, y añado la profesional, de quienes organizaron aquellos foros y editaron sus actas. Pero me habría gustado que se publicara, para que a nadie se le fuera a ocurrir que se excluía porque mencioné la soga en casa del ahorcado, y no de un ahorcado cualquiera, sino de uno bien pagado y rodeado de inmunidad —¡quién sabe hasta cuándo!— para que pueda actuar a sus anchas, y seguir enriqueciéndose. Tampoco ignoro que aquella nota hubiera sido una hojita borrada por la mar de propaganda contra Cuba.
Con el descomunal per cápita de metros cuadrados —de papel y no digamos ya digitales — , así como de espacio en radio y televisión, y de conversación cotidiana, que en el mundo se propala acerca de ella, no parece comparable ningún otro caso, si bien eso ha cambiado no poco en los últimos tiempos. Tal cambio no se debe a que haya mermado la campaña anticubana, sino a que, de unos años para acá, ha resultado que ya Cuba no está en tanta soledad como al desplomarse el campo socialista (europeo) y disolverse la Unión Soviética. Ocurrió luego lo que muchos, por no decir muchísimos, no esperaban.
Un apogeo emancipador, de transformaciones, brotó volcánicamente en nuestra América, donde —digan lo que digan los voceros del imperio— se ha fomentado un proyecto de ALBA que fue un golpe demoledor contra el ALCA imperialista, y se ha consolidado la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, expresión del inicio de un proceso unitario por el cual clamaron Simón Bolívar y José Martí, este último ya encarando la emergencia del imperialismo estadounidense. Sí, de esa potencia que tanto coyundea y humilla a una Europa que no supo, no quiso o no fue capaz de quitársela de encima cuando desapareció lo que había por allí de “peligro rojo”. Y conste que esto va dicho sin desconocer las potencialidades revolucionarias de trabajadores llevados a una crisis cada vez mayor, y de una población en general en que la indignación acaso no haya hecho más que asomar.
A inicios de los años 90 del siglo pasado, con Cuba en medio de un fenómeno como el denominado período especial, había quien no arriesgaba nada por ella, y abundaron los que vieron el momento de decir cosas como esta: “Las ilusiones de socialismo no tienen cabida en parte alguna de este mundo, y nadie verá mal que me pase, con bagaje y todo, a la seguridad capitalista”. Nada más aconsejable, pues, que arremeter contra Cuba, y mostrar que no tenía la menor posibilidad de mantenerse en pie más allá de dos o tres años. Algún error de cálculo hubo, porque Cuba sigue en pie, y vamos por 2014. De 1990 para acá ha transcurrido casi un cuarto de siglo.
Pero fue cerca de 1990 —¿1993, 1995?— cuando tuvo lugar otro de los foros que recuerdo con especial claridad, en particular por una charla que, antes de celebrarse aquel, se me organizó en la Universidad Complutense de Madrid. El tema era el único o uno de los pocos que interesaban entonces: la realidad de Cuba. Mientras la verdadera izquierda sufría por el temor a que este país colapsara, o por el precio que tendría que pagar para mantenerse en pie, la falsa izquierda estaba de fiesta. Suponía que tenía a la vista la inminencia del hundimiento de Cuba, de su rendición a los reclamos del imperio, pues su otra opción sería convertirse en una Numancia inútil, como en su momento alguien ganado por el espíritu del Zanjón llamó Cristo inútil a Martí.
La verdad es que aquella charla empezó pareciendo un pluriloquio en el que solamente no podía hablar el encargado de hacerlo. Iba a empezar una respuesta, y enseguida algún apasionado vaticinador saltaba para negarle a Cuba la menor posibilidad de sobrevivir, de mantenerse en su camino. Algunos, además de la sapiencia oracular, tenían de su lado el testimonio de su conocimiento de Cuba, donde habían pasado unos días de vacaciones, tiempo suficiente para disertar sobre la realidad de este país como verdaderos expertos: ¡que te lo digo yo!, y no había más que hablar. A duras penas el conferenciante podía hilvanar algunas frases, porque sabios de turno le salían al paso. Estuvo a punto de perder la compostura, lo último que podía hacer como invitado en un recinto de índole académica, por más señas. Pero casi la pierde.
Alguien se encargó de ayudarlo, de aliviarle la vida y allanarle el camino. Ese alguien levantó su índice, puso rostro de quien se las sabe todas, y preguntó, seguro de que ponía el detonante último, tras el cual el pobre conferenciante no tendría más que retirarse, callarse o acaso echarse a llorar. Realmente, había tardado mucho en aparecer la preguntica: “¿Qué va a pasar en Cuba cuando muera Fidel?” El conferenciante se relajó, no pensó mucho, y soltó su respuesta: “Espero que no tenga el mal gusto de dejarnos un rey”.
Fue una respuesta indelicada, porque le recordaba al auditorio algo que tal vez muchos de los allí presentes preferían ignorar, e impropia, porque en Cuba —donde en 1959 triunfó una revolución popular, no el fascismo— no ha habido monarquías, el pueblo, o su vanguardia, ha tenido el coraje de echar a las tiranías que la han enlutado, y a dos imperios, y hoy vive una institucionalización dirigida, entre otras cosas, a evitar perpetuaciones que pudieran compararse con prácticas monárquicas. Pero los ánimos en aquel salón se aquietaron y el conferenciante completó su tarea sin que nadie más lo interrumpiera, como si se hubiese producido en el auditorio, o en gran parte de él, una anagnórisis colectiva y dolorosa.
En todo eso he pensado con intensidad en estos días, cuando en España —cuyo pueblo está sembrado entre mis mayores afectos— se produce una sustitución monárquica que nada tiene que ver con democracia alguna, aunque la monarquía haya sido enarbolada, desde el sanguinario caudillo Franco, como garantía para una Transición Democrática cuya naturaleza está a la vista. Y no precisamente en medio de bonanza alguna, ni real ni artificial.
Todo ocurre cuando la crisis sistémica ha propiciado el aumento del desempleo, mientras una Casa Real, envuelta en grandes escándalos, seguirá costándole millones de euros a la nación: una fortuna que no sale de actos de magia, sino de una economía que en pocos años pasó de jactarse quiméricamente de andar por el octavo puesto en el mundo a descubrirse en plena debacle, sin los “brotes verdes” que alguien anunció en el afán de que se mantuviera en la presidencia su partido, que no es ni obrero ni socialista, como tampoco es popular el otro que alterna con él en la Moncloa. La crisis no la sufren los ricos, quienes se enriquecen aún más, ni los gobernantes que los representan, sino el pueblo trabajador, que se ve sin la ilusión de burbujas fabricadas para simular el esplendor de una democracia transaccional, falsa. A grandes males, ¿grandes remedios?