Gar­cía Már­quez, el últi­mo encuen­tro- Igna­cio Ramonet

Gabo, amigo íntimo de Fidel CastroGabo, Mer­ce­des y Fidel en la casa de Birán (Hol­guín), don­de nació el líder de la Revo­lu­ción cubana. 

Me habían dicho que esta­ba resi­dien­do en La Haba­na pero que, como esta­ba enfer­mo, no que­ría ver a nadie. Yo sabía dón­de solía alo­jar­se: en una mag­ní­fi­ca casa de cam­po, lejos del cen­tro. Lla­mé por telé­fono y Mer­ce­des, su espo­sa, disi­pó mis escrú­pu­los. Con cali­dez me dijo: “En abso­lu­to, es para ale­jar a los pesa­dos. Ven, ‘Gabo’ se ale­gra­rá de verte”.

A la maña­na siguien­te, bajo un calor húme­do, remon­té una ala­me­da de pal­me­ras y me pre­sen­té ante la puer­ta de la quin­ta tro­pi­cal. No igno­ra­ba que sufría de un cán­cer lin­fá­ti­co y que se some­tía a una ago­ta­do­ra qui­mio­te­ra­pia. Decían que su esta­do era deli­ca­do. Inclu­so le atri­buían una des­ga­rra­do­ra ‘car­ta de adiós’ a sus ami­gos y a la vida… Temía encon­trar­me con un mori­bun­do. Mer­ce­des vino a abrir­me y, para mi sor­pre­sa, me dijo con una son­ri­sa: “Pasa. Gabo ya vie­ne… Está ter­mi­nan­do su par­ti­do de tenis”.

Poco des­pués, bajo la tibia luz del salón, sen­ta­do en un sofá blan­co, lo vi acer­car­se, en ple­na for­ma efec­ti­va­men­te, con el pelo riza­do toda­vía húme­do de la ducha y el bigo­te des­gre­ña­do. Ves­tía una gua­ya­be­ra ama­ri­lla, un pan­ta­lón blan­co muy ancho y zapa­tos de lona. Un ver­da­de­ro per­so­na­je de Vis­con­ti. Mien­tras bebía un café hela­do, me expli­có que se sen­tía “como un ave sil­ves­tre que se esca­pó de la jau­la. En todo caso, mucho más joven de lo que apa­ren­to”. Y agre­gó, “con la edad, com­prue­bo que el cuer­po no está hecho para durar tan­tos años como nos gus­ta­ría vivir”. Acto segui­do, me pro­pu­so “hacer como los ingle­ses, que nun­ca hablan de pro­ble­mas de salud. Es de mala educación”.

La bri­sa levan­ta­ba muy alto las cor­ti­nas de las inmen­sas ven­ta­nas y la sala empe­zó a pare­cer­se a un bar­co vola­dor. Le comen­té cuán­to me gus­tó el pri­mer tomo de su auto­bio­gra­fía, Vivir para con­tar­la (1): “Es tu mejor nove­la”. Son­rió y se ajus­tó las gafas de grue­sa mon­tu­ra: “Sin un poco de ima­gi­na­ción es impo­si­ble recons­truir la increí­ble his­to­ria de amor de mis padres. O mis recuer­dos de bebé… No olvi­des que sólo la ima­gi­na­ción es cla­ri­vi­den­te. A veces es más ver­da­de­ra que la ver­dad. Bas­ta con pen­sar en Kaf­ka o Faulk­ner, o sim­ple­men­te en Cer­van­tes”, afir­mó. Cual tras­fon­do sono­ro, las notas de la Sin­fo­nía del Nue­vo Mun­do, de Anto­nin Dvo­rak, inun­da­ban el salón con una atmós­fe­ra a la vez ale­gre y dramática.

Había cono­ci­do a Gar­cía Már­quez unos cua­ren­ta años atrás, hacia 1979, en París, con mi ami­go Ramón Chao. Gabo había sido invi­ta­do por la Unes­co y, jun­to con Hubert Beu­ve-Méry, el fun­da­dor de Le Mon­de diplo­ma­ti­que, for­ma­ba par­te de una comi­sión, pre­si­di­da por el Pre­mio Nobel Sean McBri­de, encar­ga­da de ela­bo­rar un infor­me sobre el des­equi­li­brio Nor­te-Sur en mate­ria de comu­ni­ca­ción de masas. En aque­lla épo­ca, había deja­do de escri­bir nove­las, por una prohi­bi­ción auto­im­pues­ta que debía durar mien­tras Augus­to Pino­chet estu­vie­ra en el poder en Chi­le. Toda­vía no había reci­bi­do el Pre­mio Nobel de lite­ra­tu­ra, pero ya era inmen­sa su cele­bri­dad. El éxi­to de Cien años de sole­dad (1967) lo había con­ver­ti­do en el escri­tor de len­gua espa­ño­la más uni­ver­sal des­de Cer­van­tes. Recuer­do haber que­da­do sor­pren­di­do por su baja esta­tu­ra e impre­sio­na­do por su gra­ve­dad y serie­dad. Vivía como un ana­co­re­ta y sólo aban­do­na­ba su habi­ta­ción, trans­for­ma­da en cel­da de tra­ba­jo, para diri­gir­se a la Unesco.

En cuan­to al perio­dis­mo, su otra gran pasión, aca­ba­ba de publi­car una cró­ni­ca don­de des­cri­bía el asal­to de un coman­do san­di­nis­ta al Pala­cio Nacio­nal de Mana­gua, en Nica­ra­gua, que había pre­ci­pi­ta­do la caí­da del dic­ta­dor Anas­ta­sio Somo­za (2). Apor­ta­ba deta­lles pro­di­gio­sos, dan­do la impre­sión de haber par­ti­ci­pa­do él mis­mo en el hecho. Qui­se saber cómo lo había logra­do. Me con­tó: “Esta­ba en Bogo­tá en el momen­to del asal­to. Lla­mé al gene­ral Omar Torri­jos, pre­si­den­te de Pana­má. El coman­do aca­ba­ba de encon­trar refu­gio en su país y toda­vía no había habla­do con los medios de comu­ni­ca­ción. Le pedí que avi­sa­ra a los mucha­chos que des­con­fia­ran de la pren­sa, por­que podían defor­mar sus pala­bras. Me res­pon­dió: ‘Ven. Sólo habla­rán con­ti­go’. Fui y jun­to con los jefes del coman­do, Edén Pas­to­ra, Dora María y Hugo Torres, nos ence­rra­mos en un cuar­tel. Recons­trui­mos el acon­te­ci­mien­to minu­to a minu­to, des­de su pre­pa­ra­ción has­ta el des­en­la­ce. Pasa­mos la noche allí. Ago­ta­dos, Pas­to­ra y Torres se que­da­ron dor­mi­dos. Yo seguí con Dora María has­ta el ama­ne­cer. Vol­ví al hotel para escri­bir el repor­ta­je. Lue­go, regre­sé para leér­se­lo. Corri­gie­ron algu­nos tér­mi­nos téc­ni­cos, el nom­bre de las armas, la estruc­tu­ra de los gru­pos, etc. El repor­ta­je se publi­có menos de una sema­na des­pués del asal­to. Dio a cono­cer la cau­sa san­di­nis­ta en el mun­do entero”.

Vol­ví a ver a Gabo muchas veces, en París, La Haba­na o Méxi­co. Tenía­mos un des­acuer­do per­ma­nen­te acer­ca de Hugo Chá­vez. Él no creía en el coman­dan­te vene­zo­lano. Yo, en cam­bio, con­si­de­ra­ba que era el hom­bre que iba a hacer entrar Amé­ri­ca Lati­na en un nue­vo ciclo his­tó­ri­co. Apar­te de eso, nues­tras con­ver­sa­cio­nes siem­pre eran muy (¿dema­sia­do?) serias: el des­tino del mun­do, el futu­ro de Amé­ri­ca Lati­na, Cuba…

Sin embar­go, recuer­do que una vez me reí has­ta las lágri­mas. Yo vol­vía de Car­ta­ge­na de Indias, sun­tuo­sa ciu­dad colo­nial colom­bia­na; había divi­sa­do su caso­na tras las mura­llas y había habla­do con él al res­pec­to. Me pre­gun­tó: “¿Sabes cómo adqui­rí esa casa?”. Ni idea. “Des­de muy joven qui­se vivir en Car­ta­ge­na –me con­tó – . Y cuan­do tuve el dine­ro, me puse a bus­car una casa allí. Pero siem­pre era dema­sia­do caro. Un ami­go abo­ga­do me expli­có: ‘Creen que eres millo­na­rio y te aumen­tan el pre­cio. Déja­me bus­car por ti’. Unas sema­nas des­pués, encuen­tra la casa, que en ese enton­ces era una vie­ja impren­ta casi en rui­nas. Habla con el pro­pie­ta­rio, un cie­go, y entre ambos acuer­dan un pre­cio. Pero el anciano pone una exi­gen­cia: quie­re cono­cer al com­pra­dor. Vie­ne mi ami­go y me dice: ‘Tene­mos que ir a ver­lo, pero no debes hablar. Si no, en cuan­to reco­noz­ca tu voz, tri­pli­ca­rá el pre­cio… Él es cie­go, tu serás mudo’. Lle­ga el día del encuen­tro. El cie­go empie­za a hacer­me pre­gun­tas. Le res­pon­do con una pro­nun­cia­ción indes­ci­fra­ble… Pero, en un momen­to, come­to la impru­den­cia de res­pon­der con un sono­ro: ‘Sí’. ‘¡Ah! –sal­ta el anciano – , conoz­co esa voz. ¡Usted es Gabriel Gar­cía Már­quez!’. Me había des­en­mas­ca­ra­do… Ense­gui­da agre­ga: ‘Vamos a tener que revi­sar el pre­cio. Aho­ra, la cosa es dife­ren­te’. Mi ami­go inten­ta nego­ciar. Pero el cie­go repi­te: ‘No. No pue­de ser el mis­mo pre­cio. De nin­gu­na mane­ra’. ‘Bueno, ¿cuán­to, enton­ces?’ –le pre­gun­ta­mos, resig­na­dos – . El anciano refle­xio­na un ins­tan­te y dice: ‘La mitad’. No enten­día­mos nada… Enton­ces, nos expli­ca: ‘Uste­des saben que ten­go una impren­ta. ¿De qué creen que viví has­ta aho­ra? ¡Impri­mien­do edi­cio­nes pira­tas de las nove­las de Gar­cía Márquez!’”.

Aquel ata­que de risa toda­vía reso­na­ba en mi memo­ria cuan­do, en la casa de La Haba­na, pro­se­guía mi con­ver­sa­ción con un Gabo enve­je­ci­do, aun­que inte­lec­tual­men­te tan vivo como siem­pre. Me habla­ba de mi libro de entre­vis­tas con Fidel Cas­tro (3). “Estoy muy celo­so –me decía, rien­do – , tuvis­te la suer­te de pasar más de cien horas con él.”. “Soy yo el que está impa­cien­te por leer la segun­da par­te de tus memo­rias –le res­pon­dí – . Por fin vas a hablar de tus encuen­tros con Fidel, a quien cono­ces des­de hace mucho más tiem­po. Tú y él sois como dos gigan­tes del mun­do his­pano. Si se com­pa­ra con Fran­cia, sería algo así como si Vic­tor Hugo hubie­ra cono­ci­do a Napo­león..”. Lan­zó una car­ca­ja­da, al tiem­po que ali­sa­ba sus espe­sas cejas. “Tie­nes dema­sia­da ima­gi­na­ción… Pero te voy a decep­cio­nar: no habrá segun­da par­te… Sé que mucha gen­te, ami­gos y adver­sa­rios, de algu­na mane­ra espe­ran mi ‘vere­dic­to his­tó­ri­co’ sobre Fidel. Es absur­do. Ya escri­bí lo que tenía que escri­bir sobre él (4). Fidel es mi ami­go y lo será siem­pre. Has­ta la tumba”.

El cie­lo se había oscu­re­ci­do y la sala, en pleno medio­día, esta­ba aho­ra sumi­da en la penum­bra. La con­ver­sa­ción se había vuel­to más len­ta, más apa­ga­da. Gabo medi­ta­ba con la mira­da per­di­da y yo me pre­gun­ta­ba: “¿Es posi­ble que no deje nin­gún tes­ti­mo­nio escri­to de tan­tas con­fi­den­cias com­par­ti­das en amis­to­sa com­pli­ci­dad con Fidel? ¿Lo habrá deja­do para una publi­ca­ción pós­tu­ma cuan­do ya nin­guno de los dos esté en este mundo?”.

Afue­ra, una llu­via torren­cial se pre­ci­pi­ta­ba des­de el cie­lo con la fuer­za de las borras­cas tro­pi­ca­les. La músi­ca había enmu­de­ci­do. Un fuer­te per­fu­me a orquí­deas inva­día el salón. Miré para Gabo. Tenía el aspec­to ago­ta­do de un vie­jo gato­par­do colom­biano. Per­ma­ne­cía allí, silen­cio­so y medi­ta­ti­vo, miran­do fija­men­te la llu­via inago­ta­ble, com­pa­ñe­ra per­ma­nen­te de todas sus sole­da­des. Me esca­bu­llí en silen­cio. Sin saber que lo veía por últi­ma vez.

Refe­ren­cias

(1) Gabriel Gar­cía Már­quez, Vivir para con­tar­la, Bar­ce­lo­na, Mon­da­do­ri, 2003.

(2) Gabriel Gar­cía Már­quez, “Asal­to al Pala­cio”, Alter­na­ti­va, Bogo­tá, 1978.

(3) Igna­cio Ramo­net, Fidel Cas­tro. Bio­gra­fía a dos voces, Madrid, Deba­te, 2006.

(4) Gabriel Gar­cía Már­quez, “El Fidel que creo cono­cer”, pre­fa­cio al libro de Gian­ni Minà, Habla Fidel, Méxi­co, Edi­vi­sión, 1988, y “El Fidel que yo conoz­co”, Cuba­de­ba­te, La Haba­na, 13 de agos­to de 2009.

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