Con­fie­so que he vivi­do: Allen­de- Pablo Neruda

Repro­du­ci­mos un frag­men­to del libro del poe­ta Pablo Neru­da “Con­fie­so que he vivi­do”, en su capí­tu­lo “Patria dul­ce y dura” don­de habla de su gran ami­go y com­pa­ñe­ro Allen­de, don­de expo­ne con su magis­tral encan­to cómo lle­ga aquel patrio­ta al poder y por­qué se pro­du­ce el gol­pe y ase­si­na­to de Allen­de, qué sig­ni­fi­có su gobierno, cuál fue el lugar del pue­blo y cuál el lugar de la anti­pa­tria, encar­na­da en los sec­to­res reac­cio­na­rios y los mili­ta­res golpistas.

Estas líneas fue­ron escri­tas por Neru­da el 14 de sep­tiem­bre de 1973. Pocos días des­pués, el 23 de ese mis­mo mes, Neru­da falle­ce de cán­cer, según los diag­nós­ti­cos médi­cos. El diag­nós­ti­co popu­lar dice que murió de pena [o ase­si­na­do por una inyec­ción «equi­vo­ca­da»].

Con­fie­so que he vivi­do (frag­men­to), por Pablo Neruda

Neruda AllendeMi pue­blo ha sido el más trai­cio­na­do de este tiempo.

De los desier­tos del sali­tre, de las minas sub­ma­ri­nas del car­bón , de las altu­ras terri­bles don­de yace el cobre y lo extraen con tra­ba­jos inhu­ma­nos las manos de mi pue­blo, sur­gió un movi­mien­to libe­ra­dor de mag­ni­tud gran­dio­sa. Ese movi­mien­to lle­vó a la pre­si­den­cia de Chi­le a un hom­bre lla­ma­do Sal­va­dor Allen­de, para que rea­li­za­ra refor­mas y medi­das de jus­ti­cia inapla­za­bles, para que res­ca­ta­ra nues­tras rique­zas nacio­na­les de las garras extranjeras.

Don­de estu­vo, en los paí­ses más leja­nos, los pue­blos admi­ra­ron al pre­si­den­te Allen­de y elo­gia­ron el extra­or­di­na­rio plu­ra­lis­mo de nues­tro gobierno . Jamás en la his­to­ria de la sede de las Nacio­nes Uni­das, en Nue­va York, se escu­chó una ova­ción como la que le brin­da­ron al pre­si­den­te de Chi­le los dele­ga­dos de todo el mun­do. Aquí en Chi­le se esta­ba cons­tru­yen­do, entre inmen­sas difi­cul­ta­des, una socie­dad ver­da­de­ra­men­te jus­ta, ele­va­da sobre la base de nues­tra sobe­ra­nia, de nues­tro orgu­llo nacio­nal, del heroís­mo de los mejo­res habi­tan­tes de Chi­le. De nues­tro lado, del lado de la revo­lu­ción chi­le­na, esta­ban la Cons­ti­tu­ción y la ley, la demo­cra­cia y la esperanza.

Del otro lado no fal­ta­ba nada. Tenían arle­qui­nes y poli­chi­ne­las, paya­sos a gra­nel, terro­ris­tas de pis­to­la y cade­na, mon­jes fal­sos y mili­ta­res degra­da­dos. Unos u otros daban vuel­tas en el carru­sel del des­pe­cho. Iban toma­dos de la mano el fas­cis­ta Jar­pa con sus sobri­nos de Patria y Liber­tad, dis­pues­tos a rom­per­les la cabe­za y el alma a cuan­to exis­te, con tal de recu­pe­rar la gran hacien­da que ellos lla­ma­ban Chi­le. Jun­to con ellos, para ame­ni­zar la farán­du­la, dan­za­ba un gran ban­que­ro y bai­la­rín , algo man­cha­do de san­gre; era el cam­peón de rum­ba Gon­zá­lez Vide­la, que rum­bean­do entre­gó hace tiem­po su par­ti­do a los enemi­gos del pue­blo. Aho­ra era Frei quien ofre­cía su par­ti­do demó­cra­ta – cris­tiano a los mis­mos enemi­gos del pue­blo, y bai­la­ba ade­más con el ex coro­nel Viaux, de cuya fecho­ría fue cóm­pli­ce. Estos eran los prin­ci­pa­les artis­tas de la come­dia. Tenían pre­pa­ra­dos los vive­ros del aca­pa­ra­mien­to, los migue­li­tos, los garro­tes y las mis­mas balas que ayer hirie­ron de muer­te a nues­tro pue­blo en Iqui­que, en Ran­quil, en Sal­va­dor, en Puer­to Montt, en la Jose María Caro, en Fru­ti­llar, en Puen­te Alto y en tan­tos otros luga­res. Los ase­si­nos de Her­nán Mery bai­la­ban con natu­ra­li­dad san­tu­rro­na­men­te. Se sen­tían ofen­di­dos de que les repro­cha­ran esos peque­ños detalles.

Chi­le tie­ne una lar­ga his­to­ria civil con pocas revo­lu­cio­nes y muchos gobier­nos esta­bles, con­ser­va­do­res y medio­cres. Muchos pre­si­den­tes chi­cos y sólo dos pre­si­den­tes gran­des: Bal­ma­ce­da y Allen­de. Es curio­so que los dos pro­vi­nie­ran del mis­mo medio, de la bur­gue­sía adi­ne­ra­da, que aquí se hace lla­mar aris­to­cra­cia. Como hom­bres de prin­ci­pios, empe­ña­dos en engran­de­cer un país empe­que­ñe­ci­do por la medio­cre oli­gar­quía, los dos fue­ron con­du­ci­dos a la muer­te de la mis­ma mane­ra. Bal­ma­ce­da fue lle­va­do al sui­ci­dio por resis­tir­se a entre­gar la rique­za sali­tre­ra a las com­pa­ñías extranjeras.

Allen­de fue ase­si­na­do por haber nacio­na­li­za­do la otra rique­za del sub­sue­lo chi­leno, el cobre. En ambos casos la oli­gar­quía chi­le­na orga­ni­zó revo­lu­cio­nes san­grien­tas. En ambos casos los mili­ta­res hicie­ron jau­ría. Las com­pa­ñías ingle­sas en la oca­sión de Bal­ma­ce­da, las nor­te­ame­ri­ca­nas en la oca­sión de Allen­de, fomen­ta­ron y sufra­ga­ron estos movi­mien­tos militares.

En ambos casos las casas de los pre­si­den­tes fue­ron des­va­li­ja­das por órde­nes de nues­tros dis­tin­gui­dos aris­tó­cra­tas. Los salo­nes de Bal­ma­ce­da fue­ron des­trui­dos a hacha­zos. La casa de Allen­de, gra­cias al pro­gre­so del mun­do, fue bom­bar­dea­da des­de el aire por nues­tros heroi­cos avia­do­res. Sin embar­go, estos dos hom­bres fue­ron muy dife­ren­tes. Bal­ma­ce­da fue un ora­dor cau­ti­van­te. Tenía una com­ple­xión impe­rio­sa que lo acer­ca­ba más al man­do uni­per­so­nal. Esta­ba segu­ro de la ele­va­ción de sus pro­pó­si­tos. En todo ins­tan­te se vió rodea­do de enemi­gos. Su supe­rio­ri­dad sobre el medio en que vivía era tan gran­de, y tan gran­de su sole­dad, que con­clu­yó por recon­cen­trar­se en sí mis­mo. El pue­blo que debía ayu­dar­le no exis­tía como fuer­za, es decir, no esta­ba orga­ni­za­do. Aquel pre­si­den­te esta­ba con­de­na­do a con­du­cir­se como ilu­mi­na­do , como un soña­dor: un sue­ño de gran­de­za se que­dó en sue­ño. Des­pués de su ase­si­na­to, los rapa­ces mer­ca­de­res extran­je­ros y los par­la­men­ta­rios crio­llos entra­ron en pose­sión del sali­tre: para los extran­je­ros, la pro­pie­dad y las con­se­sio­nes ; para los crio­llos las coimas. Reci­bi­dos los trein­ta dine­ros todo vol­vió a su nor­ma­li­dad. La san­gre de unos cuan­tos miles de hom­bres del pue­blo se secó pron­to en los cam­pos de bata­lla. Los obre­ros más explo­ta­dos del mun­do, los de las regio­nes del nor­te de Chi­le, no cesa­ron de pro­du­cir inmen­sas can­ti­da­des de libras ester­li­nas para la City de Londres.

Allen­de nun­ca fue un gran ora­dor. Y como esta­dis­ta era un gober­nan­te que con­sul­ta­ba todas sus medi­das. Fue el anti­dic­ta­dor, el demó­cra­ta prin­ci­pis­ta has­ta en los meno­res deta­lles. Le tocó un país que ya no era el pue­blo biso­ño de Bal­ma­ce­da; encon­tró una cla­se obre­ra pode­ro­sa que sabía de qué se tra­ta­ba. Allen­de era diri­gen­te colec­ti­vo; un hom­bre que, sin salir de las cla­ses popu­la­res, era un pro­duc­to de la lucha de esas cla­ses con­tra el estan­ca­mien­to y la corrup­ción de sus explo­ta­do­res. Por tales cau­sas y razo­nes, la obra de que reali­zó en tan cor­to tiem­po es supe­rior a la de Bal­ma­ce­da; más aun, es la más impor­tan­te en la his­to­ria de Chi­le. Sólo la nacio­na­li­za­ción del cobre fue una empre­sa titá­ni­ca, y muchos obje­ti­vos más se cum­plie­ron bajo su gobierno de esen­cia colectiva.

Las obras y los hechos de Allen­de, de imbo­rra­ble valor nacio­nal, enfu­re­cie­ron a los enemi­gos de nues­tra libe­ra­ción. El sim­bo­lis­mo trá­gi­co de esta cri­sis se reve­la en el bom­bar­deo del Pala­cio de Gobierno; uno evo­ca la Blitz Krieg de la avia­ción nazi con­tra inde­fen­sas ciu­da­des extran­je­ras, espa­ño­las, ingle­sas, rusas; aho­ra suce­día el mis­mo cri­men en Chi­le; pilo­tos chi­le­nos ata­ca­ban en pica­da el pala­cio que duran­te siglos fue el cen­tro de la vida civil del país.

Escri­bo estas rápi­das líneas para mis memo­rias a sólo tres dias de los hechos inca­li­fi­ca­bles que lle­va­ron a la muer­te de mi gran com­pa­ñe­ro el pre­si­den­te Allen­de. Su ase­si­na­to se man­tu­vo en silen­cio; fue ente­rra­do secre­ta­men­te; sólo a su viu­da le fue per­mi­ti­do acom­pa­ñar aquel inmor­tal cada­ver. La ver­sión de los agre­so­res es que halla­ron su cuer­po iner­te, con mues­tras de visi­ble sui­ci­dio. La ver­sión que ha sido publi­ca­da en el extran­je­ro es dife­ren­te. A reglón segui­do del bom­bar­deo aéreo entra­ron en acción los tan­ques , muchos tan­ques, a luchar intré­pi­da­men­te con­tra un solo hom­bre: el Pre­si­den­te de la Repú­bli­ca de Chi­le, Sal­va­dor Allen­de, que los espe­ra­ba en su gabi­ne­te, sin más com­pa­ñía que su cora­zón , envuel­to en humo y llamas.

Tenían que apro­ve­char una oca­sión tan bella. Había que ame­tra­llar­lo por­que nun­ca renun­cia­ría a su car­go. Aquel cuer­po fue ente­rra­do secre­ta­men­te en un sitio cual­quie­ra. Aquel cadá­ver que mar­chó a la sepul­tu­ra acom­pa­ña­do por una sola mujer que lle­va­ba en sí mis­ma todo el dolor del mun­do, aque­lla glo­rio­sa figu­ra muer­ta iba acri­bi­lla­da y des­pe­da­za­da por las balas de las metra­lle­tas de los sol­da­dos de Chi­le, que otra vez habían trai­cio­na­do a Chile.

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