Nueva York. Sede de las Naciones Unidas. El constitucionalmente recién ungido Felipe VI comparece ante la Asamblea General y discursea ante los casi doscientos jefes de estado allí presentes para apoyar la candidatura de su reino a ocupar silla en el Consejo de Seguridad durante 2015 – 2016.
No vistió allí uniforme militar, de Jefe de los Ejércitos, sino civil, con traje de corte personalizado y barba recortada. Guapo y buen mozo, como exigía el guión.
Y allí nos llamó “territorios”. Dijo que España es un país que “ampara a los distintos territorios” que la componen “en su diversidad política, geográfica, cultural y lingüística”. O sea, que no somos ni nación, ni nacionalidad, ni siquiera comunidad, sino tan solo territorio. Como aquello que utilizaba Franco en sus discursos cuando hablaba de la “diversidad de las tierras de España”. Diversos y diversidad, sí, toda la que quieras, pero puros territorios, no más.
Territorios de ultramar llamaron también sus antecesores coronados a las colonias americanas, asiáticas y africanas, porque aquello tampoco eran pueblos, ni naciones –el concepto aún no existía‑, ni nada parecido, sino pura tierra de conquista y expolio. Territorios imperiales en los que nunca se ponía el sol y mucho menos aún la justicia. Sus gentes fueron tan solo mano de obra a exprimir, almas a convertir. Hubo dudas, incluso, sobre si eran seres humanos.
La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Catalunya subrayó expresamente por cinco veces la “indisoluble unidad de la nación española” y que la “Constitución no conoce otra nación”, salvo ésa. Verdad de fe como la de la Santísima Trinidad, que son tres personas distintas pero un solo Dios verdadero, y al que diga que son tres dioses, hoguera y excomunión, que esas cosas no pueden someterse a consulta, votación ni referendum.
Desde distintos ámbitos de la izquierda estatal se está haciendo también hoy referencia a la crisis del actual “modelo territorial” y de la “articulación territorial del Estado”. Desaparece así lo principal, el sujeto, las naciones, los pueblos, las gentes. Somos, a lo más, territorios en los que existen distintas lenguas y culturas, pero el elemento subjetivo al cual se somete todo es el de la soberanía estatal. El Estado sigue siendo el elemento de referencia para elaborar estrategias y tácticas y se encubre bajo conceptos planos como “ciudadanía” y “sociedad” la existencia de pueblos y naciones a las que ni siquiera se les permite afirmarse como tales en una consulta.
Pero las naciones son mucho más que un territorio a articular. Son historia, cultura y lengua, sí, pero, sobre todo, son pueblos que tienen todo el derecho del mundo a tomar el destino en sus propias manos, sin ingerencia externa alguna. Es una aspiración libertaria y democrática básica que no puede estar supeditada a que encaje mucho, poco o nada en los constitucionales marcos del Estado al que pertenecen. Porque una cárcel de pueblos, por mucho que ésta relaje su disciplina interna o permita alguna salida de fin de semana, sigue siendo una cárcel y Catalunya, Euskal Herria…, están en una cárcel, no por haber cometido delito alguno, sino por haber sido encerrados en ella a la fuerza. La solución, por supuesto, no es buscar una articulación distinta del “territorio”, sino reconocer a esas naciones su derecho a decidir.
La solidaridad entre los pueblos solo puede darse si está asentada en el respeto a la soberanía de cada cual. Si no es así, no será solidaridad, sino imposición, que es una cosa distinta. En el caso del Estado español, la opción independentista de Catalunya o Euskal Herria no es, per se, menos solidaria con el resto de pueblos que lo que pueda ser una opción federal. Si fuera así, por esta lógica formal, ésta última sería a su vez más insolidaria que una opción más unitaria y centralista, lo cual es una inmensa tontería. Porque la solidaridad entre los pueblos no depende de que formen o no parte de un mismo Estado, sino de la política concreta que cada cual realiza.
Andalucía no es la comunidad que más paro, pobreza y desigualdad tiene en todo el Estado por la falta de solidaridad de Catalunya o Euskal Herria, sino porque el injusto régimen latifundista de propiedad de la tierra que tiene y el impulso de una economía asentada en la importación de turistas y la exportación de mano de obra. La solidaridad que allí se precisa es, sobre todo, realizar una reforma agraria radical, repartir sus riquezas y recortar las desigualdades sociales y romper por último con el poder caciquil para así poder democratizar la vida política, social y económica de ese pueblo.
En el pasado referéndum escocés, los lugares en los que el “Sí” a la independencia ha sido mayoritario han sido los condados, ciudades y barrios más populares y golpeados por la crisis, mientras que en los más adinerados ha ganado el “No”. Junto a ello, era la campaña del “Sí” la que hablaba de la necesidad de construir una Escocia más justa, de la defensa de las conquistas sociales y en contra de la política neoliberal de recortes, paro y desigualdad que ofrece Londres. Pues bien, ¿acaso la unidad del No” defendida por tories y multinacionales estaba la más asentada en parámetros de “solidaridad”?
La solidaridad y la democracia no solo se usan por la derecha española para negar nuestra soberanía, sino que también son argumentos de buena parte de la izquierda política y social española para hacer algo similar. En nombre de la primera, los grandes sindicatos españoles firman convenios estatales, reformas laborales y de pensiones, pasando por encima de las mayorías sindicales y sociales vascas. Aquellos hablan de concertación y consenso; estos de resistencia y confrontación. ¿Qué es más solidario?
En nombre de la “democracia” se impuso a Euskal Herria una Constitución que no aprobamos y una OTAN que rechazamos. Mayorías políticas estatales, minoritarias en nuestro pueblo, nos imponen hoy leyes y recortes que hemos rechazado social e institucionalmente. Y hoy también, en nombre de la democracia, oímos hablar de nuevo de “ciudadanía” y “sociedad”, ocultando su adjetivo de “española”. Se difumina así, cuando no se oculta, el derecho de las naciones a poder hablar también de su propia ciudadanía, su propia sociedad y su propio futuro; es decir, del derecho a decidir.