¿Qué tienen en común un tanque militar y un fonendoscopio médico? A primera vista nada, pero ambos productos están constituidos por trabajo, para ser más exactos tiempo de trabajo, trabajo humano en concreto.
De ese principio están fabricados, sin excepción alguna, todos los bienes o servicios, desde el más insignificante al más sofisticado. Se trata de una ley económica definitiva e irreductible.
Avancemos un paso. ¿Qué es el dinero? Una conveniencia humana, un símbolo que teóricamente permite transacciones comerciales (necesidades recíprocas) equivalentes entre productos distintos, tomando el dinero como signo acordado de que el intercambio será ponderado entre ambas partes de la compraventa.
Por tanto, se podría decir, siguiendo la lógica de nuestra exposición, que el dinero debería expresar cantidades de tiempo de trabajo determinadas, luego cuando se dice que no hay dinero para dedicar a tal cosa o proyecto, lo que en verdad se quiere afirmar es que no hay trabajo (tiempo de trabajo susceptible de ser explotado en aras de un beneficio empresarial) suficiente para llevar a cabo una inversión o acción específica.
Miremos la realidad. Tiempo de trabajo disponible hay para dar y tomar: millones de parados y pobres, necesidades imperiosas que no pueden vender su fuerza de trabajo ni tampoco adquirir bienes para su subsistencia. Por el contrario, la clase propietaria (banqueros, empresarios, especuladores…) ostenta una riqueza denominada técnicamente capital (dinero, derechos, estatus).
El desequilibrio resulta evidente. ¿Es trabajo propio toda esa riqueza atesorada en manos de unos pocos? No, se trata de trabajo ajeno generado por la plusvalía, la parte del tiempo de trabajo no remunerada que se embolsa el empresario capitalista procedente de cada obrero (el que obra o labora con su esfuerzo individual en cualquier proceso productivo).
De lo antes reseñado se desprende que el capitalista es propietario legal de tiempos de trabajo que no le corresponden legítimamente, pero sí avalados por el ordenamiento jurídico. Esa posesión permite a la clase propietaria dominar todas las facetas políticas e ideológicas del espectro social.
Dejando a un lado el enfrentamiento entre capital y trabajo, la realidad económica suscita también un aspecto muy relevante para justificar las desigualdades de renta entre diferentes sectores de trabajadores. Suele argumentarse que existen empleos que requieren unas habilidades especiales o extraordinarias para el desempeño de una función concreta.
Tomemos un ejemplo gráfico para ilustrar este asunto. Un médico (o ingeniero) precisa de más tiempo de estudio que un albañil (o administrativo) para alcanzar un nivel satisfactorio de conocimientos que le habiliten profesionalmente en el mercado de trabajo. Vistas así las cosas la apariencia indica que el salario de un médico o ingeniero debería estar por encima del sueldo de un albañil o administrativo. De esta sutil manera de vera las relaciones surge la segmentación de la clase obrera en cientos de compartimentos-estanco: clase media, funcionarios, parados, pensionistas, cuadros intermedios…
Pero hay un apartado o aspecto que se olvida en este somero análisis.
El trabajo, para ser relevante, ha de ser socialmente útil. ¿De dónde sale el crédito para que un médico o ingeniero completen sus carreras? Del tiempo de trabajo acumulado socialmente, que revierte mediante créditos o ahorro comunitario en el sistema educativo. Por tanto, el tiempo de estudio (o de atención sanitaria) sería inviable sin la inversión de tiempo de trabajo anterior de la comunidad laboral.
Siguiendo la tesis de que el trabajo propio ha de servir para intercambiar productos y bienes equivalentes que cubran las necesidades personales, las diferencias salariales caen por su propio peso.
Lo reflejado sirve también para sistemas educativos o sanitarios privados. El capital inversor también se ha generado en el trabajo ajeno, hurtado por el mercado financiero a través de la plusvalía de cada trabajador particular.
El neoliberalismo actual está acentuando estos desequilibrios de modo preocupante. Precarizando o desmantelando lo público y rebajando las obligaciones fiscales a las rentas de capital, los Estados son rehenes de los mercados y de sus aleatorios procedimientos de préstamo. El mundo a revés: el representante del todo social ha de pedir o suplicar dinero a los particulares con mayor capacidad económica, que han acumulado tiempo de trabajo ajeno en la actividad empresarial cotidiana.
Resulta obvio señalar que la teoría que asegura que el dinero expresa los bienes y servicios en circulación es una burla de la compleja realidad económica. La política monetaria inyecta billetes obedeciendo a directrices políticas muy sutiles. Con el mágico y simbólico dinero circulante (y con los valores creados ad hoc por la ingeniería financiera) se condicionan o determinan políticas de diverso signo.
El dinero en si mismo es un acto de fe porque ya no expresa con equidad ni por aproximación la relación de valor entre los bienes y los productos en venta. Es, a lo sumo, un arma simbólica que dicta de forma “natural” (la mano anónima de los mercados) lo que la política define mediante discursos y mensajes ideológicos.
Plusvalía, necesidad y tiempo de trabajo son las tres patas fundamentales de las sociedades humanas. Marx lo sintetizó de manera magistral, dando la vuelta a lo que venían predicando los filósofos que le precedieron. La clave de todo reside en las causas no en el estudio pormenorizado de sus efectos. Aplicarse en los efectos no es más que un remedio paliativo. De ahí que al poner el dedo en la llaga de las causas y los conflictos primarios, las soluciones han de ser radicales, revolucionarias literalmente si pretendemos una sociedad más solidaria y justa.
Sabido es que dos conflictos esenciales concurren en el régimen capitalista, capital contra trabajo y entre los propios “acumuladores” capitalistas de tiempo de trabajo ajeno, detentadores de dinero (crédito, financiación, marcas, patentes…) en diversas formas y títulos.
Ellos son los que mantienen la riqueza social secuestrada en manos propias.
¿Cómo se defiende un esquema social tan injusto y desigual? Con armas y con seducción. Para eso están los ejércitos y la policía. Lo mismo que las leyes y la ideología. Cuando ésta falla, hablan las bombas y la represión institucionalizada.
En efecto, el capitalismo institucional está basado en la violencia de la apropiación del tiempo de trabajo por parte de una camarilla convertida en clase poseedora legalizada por la normativa jurídica y la madeja inextricable de la ideología.
Izquierda: populistas y posibilistas
El gran error del populismo de izquierdas es adaptarse a las circunstancias, pretendiendo a corto plazo ganar espacios políticos sancionados por las urnas. A ese empoderamiento puntual ellos lo llaman toma de poder, olvidando que los enemigos o adversarios capitalistas seguirán ostentando los resortes y mecanismos principales de la hegemonía ideológica.
En el fondo, todo populismo de izquierdas nace de un fracaso colectivo de la clase trabajadora, que no ha alcanzado una conciencia de clase suficiente para socavar la ideología hegemónica de las clases pudientes. El populismo es un atajo “a lo grande” para tomar por asalto un imposible. El posibilismo, por el contrario, se nutre del mismo fracaso, pero en este caso presentando sus debilidades como virtudes esenciales: la libertad formal, el diálogo teatral con la derecha, el consenso político, la renuncia a los principios ideológicos…
Posibilismo y populismo de izquierdas son caras de una misma moneda. Y todas suelen terminar sus días en un hangar o estacionamiento histórico llamado socialdemocracia o economía social de mercado, su eufemismo con mayor éxito desde el siglo XX.
De alguna manera, los populistas de izquierda parten de la base de que la ideología capitalista ha penetrado hasta los tuétanos en los miembros de la clase trabajadora, resultando de tal análisis que más vale tomar el poder ya que ir asentando la política sobre bases más profundas, coherentes y duraderas. Llevan razón en parte, la ideología, la cultura y las costumbres no se transforman de la noche a la mañana. Sin embargo, ¿todo será tan fácil como ellos apuntan una vez ganadas las elecciones generales? ¿Todo será color de rosa o rojo intenso después? ¿La reacción de la clase hegemónica será de adhesión inquebrantable a la buena nueva? ¿Devolverán el tiempo de trabajo robado a la comunidad de buen grado? ¿El pueblo o gente adquirirá conciencia de clase en un santiamén iniciático?
Demasiadas preguntas sin respuesta clara y convincente. Lo más probable o factible será que el populismo radical de la vanguardia posmoderna tenga que plegar velas a las actitudes posibilistas de siempre. Donde no hay sujeto histórico ni ideología anticapitalista fuerte todo acaba en fuegos discursivos estéticos y alianzas tácticas a la defensiva. Posibilismo y populismo son primos hermanos. Sin poner énfasis en las diferencias de clase que se originan en el sistema laboral solo estaremos actuando sobre los efectos del capitalismo, no en las causas de las que nacen o brotan las desigualdades sociales.
Derivar el conflicto latente en el régimen capitalista hacia una categoría denominada “casta” enfrentada a “la gente decente” es diluir la lucha de clases en una superficialidad banal absoluta. El capital tiene dinero para comprar “nuevas castas” y renovar por completo a los guardianes o testaferros de sus fincas privadas. Las vanguardias de la gauche divine de Mayo del 68 francés son, en gran parte, las “castas” recicladas de hoy en día.
El poder vive en la estructura. La “casta” no es más que la imagen pública de la clase dominante, que ésta puede convertir en chivo expiatorio y sacrificar a conveniencia para así distraer a “la gente decente” de las verdaderas raíces del conflicto capitalista. ¿Muerta la “casta” actual desparecerá la “rabia” capitalista histórica?
“Casta” contra “gente decente” suena a las mil maravillas. No obstante, ¿cuánta “gente decente” tiene conciencia plena de las razones ideológicas de la explotación capitalista?