Hay cosas que bajo ninguna premisa o supuesto fáctico pueden decirse públicamente en los sistemas capitalistas de corte democrático occidental. Si se dicen tal cual, sin tapujos y a la cara, la censura cae sobre sus autores de manera inmediata. En la masa, esas ideas, palabras o conceptos tabúes operan como un filtro de prejuicios instantáneo que las hace desechar con rapidez o mirarlas con recelos negativos de culpabilidad personal.
La opinión general la crean y moldean los medios de comunicación, disponiendo un marco ideológico de referencia que sirve de traductor automático y virtual de lo que es aceptable o no, bueno o malo, acorde a las buenas costumbres, de sentido común o fuera de lugar o contexto.
Ese marco de referencia emana del poder establecido, un consenso tácito de las elites que se traduce en el ordenamiento jurídico y en el estilo político cotidiano. Está mal visto todo lo que huele a izquierda radical, transformadora, alternativa o revolucionaria, sobre todo, en sus amplias y diferentes versiones comunistas, socialistas marxistas o anarquistas.
El debate político resulta excluyente y maniqueo con inclusión de un tercero en discordia aparente para trasladar la idea de complejidad y pluralismo democrático. Las tríadas más efectivas y utilizadas son: derecha-izquierda-nacionalismo y conservadores-progresistas-antisistema.
En los dos casos mencionados “nacionalismo” y ”antisistema” juegan un papel subalterno, de contrapunto inocuo al régimen capitalista de elecciones parlamentarias.
Cualquier discurso que pretenda romper esta dicotomía singular con objetivos de gobierno (otro modelo de sociedad, crítica total del capitalismo, nuevos valores de solidaridad…) choca frontalmente con el consenso ideológico de la cultura del consumo y del individualismo a ultranza.
Hemos llegado a esta situación por distintas razones. Los sindicatos mayoritarios han aceptado en su programa estratégico el eufemismo de economía social de mercado sin oponer ninguna resistencia. Y las formaciones de izquierda transformadora han perdido fuelle al no hallar nexos de contacto directo con el movimiento obrero y los problemas o conflictos sociales a ras de suelo.
La ola mediática, el crecimiento incontrolado y el consumismo full time se han llevado los fundamentos ideológicos de la izquierda y de la clase trabajadora. La inmensa mayoría somos hoy miembros numerarios de la clase media, un artificio que permite solapar las diferencias de clase en una categoría omnicomprensiva y desmovilizadora.
Clase media es como el himno nacional: todos nos ponemos de pie con respeto por inercia colectiva. Así nos sentimos parte de un todo emocional que no admite discusión alguna. En este teatro de operaciones, de anquilosamiento de las estructuras políticas de la democracia capitalistas, es donde tiene su caldo predilecto de cultivo las soluciones de izquierda exprés y de ebullición inmediata.
Se ha demostrado en las últimas décadas que la izquierda radical se enfrenta a topes insalvables en las sociedades capitalistas. Sus ideas de justicia social se topan con una barrera poderosa: el vivir al día y la incomunicación social de nuestros días. La propaganda capitalista devora toda capacidad crítica de abordar el escenario sociopolítico de modo más auténtico y profundo.
Este teatro social abona las iniciativas de izquierda que simplifican el análisis político reduciéndolo a esquemas o binomios de fácil acceso para la mayoría. ¿Qué se precisa en estos momentos de crisis para intentar recobrar la ilusión de las capas sociales más desfavorecidas y de los segmentos de clase media más vulnerables a ella? Un líder mediático y un eslogan sencillo: nosotros somos la “gente decente” (el 99 por ciento); el adversario, la “casta” (el 1 por ciento).
A simple vista, la técnica publicitaria de enganche para prender la llama en una amplia mayoría social es efectiva, joven, fresca y directa, lo que augura un éxito a corto plazo bastante apreciable. Las palabras o conceptos fetiche que se utilizan profusamente son democracia participativa en la toma de decisiones y un cualquierismo difuso que capacita a todos para asumir responsabilidades ejecutivas o representativas sin cortapisa alguna.
En la práctica estamos viendo (Podemos, Syriza…), que las “mayorías democráticas” se van conformando alrededor de un líder mediático y la vanguardia dirigente, los “fundadores” en términos exactos, quedando las bases en un segundo plano. Las ideas ceden ante el prestigio o carisma de un líder incontestable y su aparato más cercano, los exégetas autorizados del presente y profetas áulicos del porvenir.
Con estas fuerzas políticas emergentes se suscita otro debate interesante. Dicen sus líderes o representantes cualificados que para conseguir una mayoría suficiente es preciso desideologizar los mensajes y que, una vez alcanzado el poder, será el tiempo de llevar a cabo las transformaciones de genuina izquierda que demanda objetivamente cada país en concreto. Ahora tapan o suavizan sus ideas para no dar munición a la casta política y al poder de facto. Eso afirman con discreción.
Volvemos al principio del artículo. Hay cosas que no se pueden decir en las democracias capitalistas. Lo interesante en la situación actual (en Europa principalmente), es si las izquierdas de nuevo cuño (¡existe un registro histórico de tantos fracasos sonoros de “nuevas izquierdas”!) serán capaces de conectar con el movimiento obrero clásico y con las ideas radicales de transformación social que buscan y trabajan por un modelo alternativo al régimen capitalista.
No podemos precipitarnos al vacío de pensar, sin más, que somos más listos que las estructuras de dominación hegemónicas. El adversario es mucho más que el 1 por ciento de la sociedad porque su capacidad de influencia penetra en los pensamientos y hábitos de la inmensa mayoría. La izquierda socialdemócrata se ha aupado al poder nominal en numerosas ocasiones, pero su hoja de servicios está ahí: meras pintadas de adorno en cuestiones sociales sin tocar jamás los resortes del gran capital.
Syriza y Podemos pretenden dar un salto adelante de la noche a la mañana, haciendo tabla rasa de la historia común de la izquierda para estrenar un tiempo nuevo de esplendor y concordia social. Si esa mayoría llega a cristalizar, ahí estarán esperando los mercados con las uñas afiladas. ¿Qué hacer entonces? En ese momento ya no valdrán las consignas fáciles y los eslóganes de autoconsumo. El capitalismo se empleará a fondo para mantener en pie su edificio de explotación. Es de suponer que los estrategas de Podemos y Syriza ya tengan en mente ese escenario más que probable. ¿O no?