Lo realmente trascendente del 20N, de una fecha tan emblemática como el 20 de noviembre de 1975, no es que en la misma se produjera la muerte de Franco, sino que con ella se iniciará la etapa neofranquista que ha logrado perdurar hasta ahora. Con el fallecimiento del Dictador se pondrá en marcha el plan previsto por el propio régimen para posibilitar su continuidad. La del franquismo sin Franco. Un plan que formaba parte del proyecto previamente diseñado en sus aspectos esenciales ya en 1947, con la Ley de Sucesión, y que sería desarrollado a partir de 1969, ante el envejecimiento del General, con la proclamación de Juan Carlos como heredero político de Franco “a título de Rey”. Una herencia que debía hacerse efectiva “al producirse la vacante en la Jefatura del Estado”. El plan, que será todo un éxito gracias al colaboracionismo de la “oposición democrática”, culminará con la entrada en vigor de la Constitución de 1978, y se asentará definitivamente con el autogolpe del 23F y el posterior triunfo del PSOE en 1982. El antifascismo, por tanto, debería movilizarse antes los 6 de diciembre que los 20 de noviembre, ya que el 6D, el día de la de la aprobación de la Constitución, representa la pervivencia del franquismo. La de un continuismo legitimado tras el disfraz de “monarquía parlamentaria”.
“Plenamente consciente de la responsabilidad que asumo, acabo de jurar, como sucesor a título de Rey, lealtad a su excelencia el Jefe del Estado, y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional (…) recibo de su excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco la legitimidad política surgida del 18 de Julio de 1936”. Con estas palabras el ya “Príncipe de España” se dirigía a las Cortes fascistas tras jurar como sucesor del Dictador el 23 de julio de 1969. Mediante su institucionalización como sucesor, el régimen franquista ponía en marcha la maquinaría para lograr su supervivencia más allá de la vida del General, a través de un Rey que recibía de Franco su “legitimidad política”. Una “legitimidad “surgida del 18 de Julio de 1936”.
Y así fue. Sólo dos días después de morir el “Generalísimo”, Juan Carlos recibe esa “legitimidad política surgida del 18 de julio” siendo proclamado Rey de España por las Cortes fascistas, tras haber prestado juramento antes aquellos “procuradores del Reino”: “Juro por Dios y sobre los Santos Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino (las equivalentes a la Constitución franquista) y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional (nombre del partido único fascista y sinónimo de ese régimen del 18 de julio)”.
En contraposición a lo sostenido por la versión oficial de la historia difundida por el régimen, estas declaraciones de acatamiento al Dictador y de identificación con el ideario fascista por parte de Juan Carlos no eran algo excepcional, a las que se vería abocado por las circunstancias del momento. Incluso mucho después de la desaparición del Dictador, y de su régimen según la versión oficial, y ya ejerciendo como Rey y Jefe del Estado de la “España constitucional”, aún las siguiría reiterando en múltiples ocasiones. Baste como ejemplo de ello las efectuadas en un comunicado emitido el 18 de julio del 78 por la “Casa Real”, sólo unos pocos meses antes de la culminación de la supuesta “transición” con la aprobación de la Constitución, afirmando sin ambages que: “Hoy se conmemora el aniversario del Alzamiento Nacional, que dio a España la victoria (…) y a su cabeza el General Franco, forjador de la gran obra de regeneración”.
El régimen franquista no desapareció con la muerte del Dictador. La fábula que se nos cuenta acerca de que tras la misma finalizó la Dictadura y comenzó un periodo transitorio, de ahí que se le denominase “transición”, que construyó otro de carácter democrático, sólo se sostiene gracias a la unanimidad discursiva impuesta por el neofranquismo, y difundida por historiadores que cumplen con el papel de propagandistas del régimen. La “transición de la ley a la ley para llegar a la democracia”, como fue definida por Torcuato Fernández-Miranda, auténtico cerebro gris y timonel de la reforma, no suponía, según el mismo afirmaba, “traición a los principios del 18 de julio”, pues “ni se vulnera ni se deroga la legislación (franquista)”. Y tenía razón, puesto que la “transición” no se hizo contra el régimen ni al margen del régimen, y mucho menos para acabar con él, sino con el régimen, a través de él y en su defensa. La “transición” sólo lo fue en tanto que tránsito desde el viejo autoritarismo a un continuismo remozado. Del franquismo al neofranquismo. De ahí que la “reforma democrática” se limitara a la adecuación superficial de determinadas normativas, legislaciones e instituciones franquistas a formalismos democrático-burgueses. A cambios epidérmicos y de nomenclaturas en sus aspectos y denominaciones más obvia y visiblemente fascistas. La “transición” sólo fue un sucedáneo de proceso democrático y de proceso constituyente surgido e impulsado por el propio aparato franquista.
Conducido por sus políticos, desarrollado a partir de sus leyes y llevada a cabo a través de sus instituciones. Y cuyo fin era mantener la “legalidad surgida del 18 de julio” no el erradicarla. Fue el régimen franquista quien llevo a cabo la “reforma democrática”, no la “oposición democrática”, que se limitó a negociar el papel que desempeñaría, así como la parcela de poder que a cambio de su colaboracionismo obtendrían en su refundación bajo forma de “monarquía constitucional”.
Tras la muerte del Dictador, Juan Carlos será entronizado como Rey por las Cortes franquistas, siguiendo los previsto en la Ley de Sucesión franquista del 47 y amparado por su “legalidad”. La misma que legitimará a los primeros “gobiernos democráticos” de la monarquía, los de Adolfo Suarez (ex Secretario General del Movimiento, el partido único fascista). El primero de los cuales presentará a las Cortes fascistas una nueva ley, la “Ley para la Reforma Política”, tras el previo visto bueno por parte del Consejo Nacional de Movimiento, máximo órgano del partido único fascista. Se trataba de una nueva Ley Fundamental, nombre que recibían en la Dictadura un conjunto legislativo equivalente a su Constitución: “las Leyes Fundamentales del Reino”. Esta nueva Ley Fundamental franquista estipulaba la instauración de una democracia, la transformación de las Cortes de Procuradores en un Congreso de los Diputados y un Senado, así como la elección de estos diputados mediante sufragio universal. La Ley sería aprobada en referéndum el 15 de diciembre de 1976, y será bajo esta normativa franquista incorporada a su propia constitución y aprobada por una institución franquista, sobre la que se construirá la “reforma democrática”. Sobre la base de esa “legitimidad política surgida del 18 de Julio de 1936” serán autorizados partidos y sindicatos, y serán convocadas en junio del 1977 unas primeras elecciones generales a parlamentarios de esas cortes franquistas, ya reconvertidas en Congreso y en Senado, según preveía la propia ley, que elaborarían una nueva constitución, también prevista en esa Ley como “reforma constitucional”. Todo un ejemplo de continuidad.
Incluso el mito del “consenso constitucional” fue en realidad una necesidad impuesta por esa Ley, que exigía la aprobación de la reforma por “mayoría absoluta del Congreso y el Senado”.
Vemos como no fue suprimida la legalidad franquista ni fueron desmanteladas las instituciones y engranajes del “régimen del 18 de julio”, sino que, por el contrario, la actual “democracia” nació de dicha legalidad y fue desarrollada por esas instituciones mediante dichos engranajes, conformando un tránsito “de la ley a la ley” con respecto a la “legalidad surgida del 18 de Julio”. Consecuentemente, cuando se adjetiva de continuismo neofranquista al actual régimen no se realiza una elucubración o se emite una mera opinión, sino que se describe una realidad. El Estado fascista, sus normativas y sus instituciones, no sólo es que no fueron erradicados, sino que además constituyeron el cauce y los pilares sobre los que se edificó la actual “España democrática” y la nueva legalidad constitucional. Esa continuidad es también lo que explica el porqué de que se mantuviera su administración, tanto a nivel local, como provincial y central, así como el por qué de la permanencia de la mayoría de sus leyes. Aún hoy permanecemos sometidos a muchas de ellas. También el por qué de la permanencia de sus instituciones, que tan siquiera fueron depuradas: fuerzas armadas, sistema judicial, cuerpos represivos, etc., que no sufrieron otras modificaciones que las derivadas de los cambios de sus denominaciones.
De ahí también el que sus élites dominantes políticas, sociales, culturales, económicas, etc., continuarán siéndolo en la “España democrática”, manteniéndose intactas y a la cabeza de la nueva administración, las finanzas, las instituciones culturales y educativas, etc. Incluso los auténticos “principios del Movimiento Nacional”, aquellos cuya puesta en riesgo justificaron a ojos del fascismo el Golpe de 1936, que realmente fueron asegurar el Estado único y el sistema capitalista, no sólo fueron conservados sino incluso reforzados con la “reforma constitucional” de las Leyes Fundamentales del Reino que supuso la Constitución de 1978; que preservaba “la indisoluble unidad de la Nación Española, patria común e indivisible”, así como “la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado”. Y, por si acaso, en ella, como a lo largo de la Dictadura, el Ejército conservaba su función de gendarme social: “garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”.
Allí donde se produce un cambio real de régimen político la legalidad del anterior es repudiada y anulada, y sus instituciones desmanteladas.
Esa constituye la primera medida adoptada. Al contrario de lo sucedido en la “transición”, se efectúa un derrocamiento y anulación del régimen anterior, no su “reforma”. Por ello no se modifican sus leyes ni, menos aún, son utilizadas la propia legalidad e instituciones del Estado preexistente para efectuar el “cambio”, para construir el nuevo régimen.
Allí donde hay cambio real de régimen se rompe previamente con el anterior. Se produce una ruptura con el anterior. No se construye sobre el anterior. No hay “transición” entre legalidades. No se reforma o mejora el existente. Se acaba con él. Primero se le destruye para después sustituirlo por otro sin relación alguna con el anterior. La auténtica transición es el periodo temporal provisional que, tras el derrocamiento del antiguo régimen, trascurre desde la anulación de su legalidad y la disolución de sus instituciones hasta la construcción de la nueva legalidad y entrada en funcionamient de las nuevas instituciones. De ahí el que se le denomine como “periodo constituyente”, porque durante el se construye e institucionaliza la nueva legalidad. Legalidad que no se limita a reformas constitucionales, a elaborar otra constitución, sino a instituir otro régimen, con su propia legalidad, instituciones y administración. Que no parten ni proceden de las anteriores. Cuya legitimidad nace de la propia ruptura y del mismo periodo constituyente posterior.
Esa es la razón de que a lo largo de la Dictadura la oposición democrática nunca propugnará el cambiar determinadas leyes e instituciones franquistas, sino acabar con todas ellas y construir sobre sus cenizas una nueva legalidad y unas nuevas instituciones plenamente democráticas. Porque querían un cambio de régimen. E igual que cambio de régimen conlleva ruptura previa con el anterior, reforma del preexistente supone su mantenimiento a través de las propias mejoras que se le efectúa. De ahí que el proyecto de establecer un régimen democrático fuese denominado por aquella oposición antifascista como de “ruptura democrática”. Se trataba de sustituirlo no de reformarlo.
Cuando se reforma no se cambia. Se modifican elementos, incluso pueden darse modificaciones amplias, pero las mismas mejoras conllevan reforzar y mantener.
Y fue ese proyecto de ruptura democrática el que las fuerzas “mayoritarias” de la oposición al franquismo traicionaron. En lugar de mantenerse firmes en su posicionamiento rupturista con respecto al régimen, haciendo así inviable su continuidad a medio plazo y restándole cualquier credibilidad y legitimidad al intento de perpetuarlo mediante otra restauración borbónica, le vendieron su primogenitura democrática por el plato de lentejas de pasar a formar parte del poder. En lugar de plantar cara al proyecto reformador fascista se unen a él, siendo premiados entrando a formar parte del mismo. Fue esa traición la que propició la continuidad del régimen franquista travestido como “monarquía constitucional”. Fueron esas fuerzas “mayoritarias”, esas “izquierdas” y esos “demócratas”, los que hicieron posible la permanencia del franquismo colaborando y participando en su “reforma democrática” durante la supuesta “transición”.
Hoy, ante el evidente agotamiento del modelo neofranquista surgido de la Constitución del 78, se nos pretende volver a vender una nueva “reforma democrática”. Una segunda “transición”. Otra vez se nos trata de convencer de la posibilidad del cambio de régimen desde dentro del régimen. A partir de sus propias instituciones y su legalidad. Y como en el caso de aquella primera, está segunda “transición” también pretende hacernos creer que basta con un cambio de políticos, legislaciones e instituciones para que el actual régimen se transforme en otro. Y son los mismos que ya nos engañaron entonces: el PSOE y el PCE (ahora unido a sus asociados en IU) etc., así como los que aspiran a sustituirlos en el poder: “Podemos”, “Ganemos”, etc., los que pretenden hacernos caer en el mismo engaño al que ya fuimos arrastrados en 1977. Y el objetivo es el mismo de entonces. Como se decía en El Gatopardo: «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie».
Lo que aconteció el 15 de junio de 1977 no fueron unas primeras elecciones, llevadas a cabo como consecuencia de un cambio de régimen, y que poseían carácter constituyente. Lo que hubo fueron unas elecciones convocadas en conformidad con la legislación franquista, cuyo fin era efectuar una reforma constitucional de acuerdo a lo estipulado en su propia legislación. No hubo periodo constituyente porque no hubo ruptura. La Constitución de 1978 no es, por tanto, la Constitución de un nuevo régimen, sino la constitución reformada del mismo régimen. Este es el origen y la razón de los “déficits” y “carencias” esta “democracia”. Es el lógico resultado de la inexistencia de ruptura previa con respecto al franquismo y su mantenimiento mediante su “reforma democrática”. Y Si vuelve a repetirse el mismo procedimiento, como pretende el neoreformismo, se obtendrán idénticos resultados, permaneciendo “déficits” y carencias”.
Hoy, como entonces, ante nosotros se abren dos caminos: mejorar el régimen existente, y por tanto perpetuarlo reformándolo, o romper con el régimen existente, y por tanto el acabar con él para sustituirlo. La vía de la reforma o la de la ruptura. Y ambos caminos son paralelos. No se encuentran ni se relacionan en ningún punto. Son diametralmente opuestos y antagónicos. No es posible compatibilizarlos o complementarlos. No existe la reforma rupturista ni la ruptura reformista. Toda reforma imposibilita la ruptura y toda ruptura reniega de cualquier reforma.
Fue precisamente afirmar la posibilidad de romper, de realizar la ruptura mediante reformas en el régimen, y la de llevar a cabo un proceso constituyente desde dentro y a partir del propio régimen, en lo que consistió el engaño al que nos condujeron en aquella primera “transición”. Si escogemos el camino de reformar el régimen neofranquista, el de limitarnos a cambiar sus mayorías, sus políticos y sus leyes; incluso el de emprender sucedáneos de ruptura y procesos constituyentes a través de sus instituciones y a partir de su legalidad, estaremos reeditando aquella “reforma democrática”. Estaremos siendo víctimas de una segunda “transición”. Y ya sabemos a qué condujo la primera. Ahora no sería diferente. A la misma acción corresponde idéntica reacción. Si realmente queremos un cambio de régimen tenemos que aprender de la experiencia. Huir de los cantos de sirenas de los que nos vuelven a vender la posibilidad del “cambio” con la democratización del régimen existente. Los regímenes no democráticos no son democratizables. No se mejoran o son reformados. Se les combaten y se les derrocan. Los únicos que si son reformables y mejorables son los regímenes que si son democráticos.
Consecuentemente, la pregunta a realizar es simple, y aún tiempo determinante: ¿el régimen vigente es catalogable como democrático o como no democrático? En el caso de considerarlo democrático se abren múltiples posibilidades de mejoras mediante reformas. En el caso de no considerarlo democrático, de partir de aquel grito del: “¡le llaman democracia y no lo es!”, no hay otra senda coherente y consecuente a recorrer que la de retomar el proyecto de ruptura democrática abandonado a partir del 20N. El volver a constituirse y a actuar como oposición democrática. Con idénticos criterios, estrategias y tácticas, en lo esencial, a las mantenidas por ésta hasta 1975. Las mismas que siempre sostienen y defienden las fuerzas democráticas y las izquierdas revolucionarias en contextos de carencia de democracia real: Negarle legitimidad al régimen. No colaborar y no participar en él. Mantener una aptitud de enfrentamiento con sus instituciones y sus fuerzas conformadoras. Combatir por derrocarlo, no por gobernarlo.
Si el franquismo sigue vivo, la lucha antifranquista contra su continuidad sigue siendo la única respuesta. Y, en dicho caso, la línea divisoria entre fuerzas políticas, organizaciones sindicales, asociaciones sociales, etc., no se encuentra ni puede establecerse entre aquellas que son de izquierda o de derechas, más radicales o más moderadas, sino entre aquellas que defienden y sostienen al régimen, afirmando su carácter democrático, apostando por reformas y mejoras en el, por diferentes mayorías y gobiernos, por gobernarlo ellos , etc., y por otro lado las que le niegan ser una democracia y propugnan que no hay más cambio ni mejora real que su derribo y sustitución. Si durante la Dictadura la frontera se situada entre franquistas y antifranquistas, ahora lo está entre neofranquistas y nuevos antifranquistas. Entre reformistas y rupturistas.
Y los auténticos rupturistas, los que realmente pretenden romper con el régimen, no están en el régimen. No forman parte de él ni aspiran a formar parte de él. A gobernarlo. Son aquellos cuyo mensaje es: primero, ante todo y sobre todo, la ruptura. Los que defienden que sin previa ruptura, sin previo derrocamiento del régimen, que es la única ruptura verdadera, no hay ni habrá nunca posibilidad auténtica de cambio. Que sin esa ruptura previa no hay ni habrá una democracia real o participativa, empoderamiento popular, periodo constituyente, “revolución democrática” o autodeterminación, porque no hay ni habrá libertad. Los que sostienen que afirmar lo contrario es contribuir al embaucamiento popular, y con ello a perpetuar el régimen.