Al contrario de lo que se podría creer por esa afirmación, la autora, Mylène Gaulart, no es anticomunista.
Asumiéndose como marxista, es en esa condición, recorriendo al pensamiento, al método y a la obra de Marx, que esa joven francesa, profesora de la Universidad de Grenoble, afirma que «la dirección del país (China) por el partido comunista no emprendió nunca, en realidad, una ruptura con el modo de producción capitalista».
Las ideas que defendió en su doctorado fueron posteriormente retomadas y desarrolladas en un libro(*) que ha sido tema de interesantes debates.
«Es innegable que en un país en el que el salariado sigue vigente, separando a los trabajadores y sus medios de producción ‑escribe- y donde se estimula un proceso de producción basado en el salario y en la grieta cada mayor entre el valor generado por el trabajo y su remuneración, ese país solamente puede ser analizado como capitalista».
Citando el conjunto de las categorías especificas del capitalismo, Mylène afirma que se impone una conclusión: «China es plenamente capitalista».
Comentando los diferentes modos de producción desde el asiático y el romano hasta el feudal y al introducido por la revolución industrial, la autora niega categóricamente «el carácter comunista de la revolución de 1949». Según ella «las élites políticas del Partido Comunista de China ‑PCC- en un país donde la gran mayoría de la población es rural, se ubican mas en el acompañamiento de la lógica de la burguesía que en una oposición frontal a ella».
Desarrollando su tesis subraya que «la adhesión masiva de los funcionarios del Kuomitang al Partido garantizó el control del aparato de un estado ya fuertemente burocrático». Y recuerda que la casi totalidad de los militares de Chiang Kai Shek, incluso generales, adhirió al nuevo Estado.
Según la interpretación del gobierno chino ‑afirma Mylène- la bandera de la República Popular de China es desde el inicio identificada «por un fondo rojo que simboliza la Revolución, y cinco estrellas amarillas que representan la unión del Partido Comunista con las cuatro clases sociales del país, los trabajadores proletarios, los campesinos, la pequeña burguesía (comerciantes) y los capitalistas patriotas».
Incluso Liu Shaoqui, después de la victoria de la revolución, criticó a «los camaradas que, alejados del buen sentido, quieren atacar a la burguesía» y condenó «los instintos destructores de un proletariado de hooligans».
Gran parte del libro está dedicada al estudio de la actual estructura de clases de China, especialmente a la nueva clase media, al papel del Estado y del Partido Comunista y a temas económicos.
En opinión de la autora «el desarrollo de la burguesía china había sido ya tan estimulado por el Estado que este podía retirarse progresivamente de la esfera de la producción para ceder lugar a esa nueva clase dominante».
Utilizando ampliamente estadísticas oficiales, informa que la participación del Estado en el PIB, que era de 31,2% en 1978, cayó a 18% en 2012.
Subrayando que, pese a la reducción de la pobreza, la desigualdad social aumenta en vez de decrecer, llama la atención al hecho de que la mayoría de los bienes de consumo durables son solamente accesibles a 100 millones de personas en una población total de 1.300 millones.
Los salarios aumentaron más que la productividad en los últimos quince años, pero las altas tasas de crecimiento de la economía, que elevaron el país a primer exportador mundial, solamente son posibles porque el costo de la mano de obra es todavía muy bajo en comparación con EEUU y los países de la Unión Europea.
Citando a Marx, Lenin y Rosa Luxemburgo a propósito de las consecuencias de los fenómenos de superproducción, comenta los éxitos de la industria china y sus fragilidades.
China ‑subraya- es responsable actualmente del 85% de la producción mundial de tractores, 75% de relojes, 70% de juguetes, 55% de cámaras fotográficas, pero la productividad disminuye pese al enorme aumento de la tasa de inversión (48% del PIB en 2012, un récord mundial). La participación de las empresas estatales en la producción, que llegaba al 80% en 1979, no pasaba de 35% en 2012.
Solamente EEUU tiene hoy más multimillonarios; en China, algunos son miembros del Comité Central del Partido.
Un capitulo entero está dedicado a la baja de la tasa de ganancia y a la inquietante burbuja inmobiliaria.
Mylène, al analizar esos fenómenos, concluye que las causas de las crisis cíclicas del capitalismo son ya identificables en una China cuyos fondos de inversión figuran entre los más importantes del mundo.
Gracias a sus colosales excedentes comerciales, China tiene las mayores reservas cambiarias del mundo, estimadas en 3,240 mil millones de dólares, gran parte en bonos del Tesoro de EEUU. Tan inmensa acumulación de capital es peligrosa si sigue inmóvil. Por eso crecen las gigantescas inversiones chinas en África, América Latina, Sureste Asiático, Europa y EEUU.
Esa pujanza financiera no oculta, en opinión de Milène, las debilidades de una economía amenazada por actividades especulativas, por la corrupción y por el crecimiento descontrolado del sector inmobiliario.
Desde «la toma del Poder por el Partido Comunista ‑escribe- el aparato productivo chino se caracteriza por la fuerte intensidad capitalista, abriendo una brecha cada vez mas profunda entre los sectores más modernos de la economía y los más tradicionales (…) La economía china depende además de manera extremadamente creciente de sus mercados exteriores y no de una demanda interna que continua insuficiente, lo que la hace muy sensible a las fluctuaciones económicas internacionales».
La autora no es optimista en lo que concierne al futuro del país a mediano plazo. Para ella China está cada vez más integrada en el sistema global del capitalismo, donde «nada ocurre por casualidad y menos todavía por la libre decisión de los ciudadanos o de los Estados».
Está convencida de que la crisis actual puede conducir a «una agravación nociva y nefasta, con la perspectiva de una cadena de crisis económicas mundiales y de guerras cada vez más destructoras, las únicas capaces de regenerar el capitalismo (…)»
La conclusión del libro es ingenua, casi romántica. Ante el horizonte sombrío que esboza, Mylène ve la salida en un «movimiento que un día conduciría a la instauración de la verdadera comunidad humana (…).
Me abstengo de emitir opinión sobre la tesis central de Mylène Gaulart. Me limito a llamar la atención sobre su polémico libro.
No he tenido oportunidad de visitar China. Acompaño de lejos con mucha atención sus transformaciones sociales, políticas y económicas y su rumbo, caracterizado por bruscos cambios de dirección.
Como comunista, identifico en el socialismo científico, creado por Marx y Engels, la alternativa al capitalismo, sistema que lleva a la barbarie. No veo futuro para el llamado socialismo de mercado.
El libro de Mylène Gaulart me trae a la memoria la teoría de la «lógica difusa», concebida por Loffy Zadek (nacido ciudadano soviético en Baku, en l921), hoy ampliamente utilizada en el dibujo de todo el conjunto de aparatos y sistemas.
La realidad difiere de la visión que tenia Aristóteles. Para Zadek la realidad es difusa y dialéctica; máquinas y sistemas funcionan como el mundo, son parte de este, a semejanza de la naturaleza y de nosotros.
Como afirma mi amigo y camarada Rui Rosa, la lógica difusa tiene puntos de contacto con el materialismo dialéctico y el budismo. Esa proximidad es identificable en la nebulosa tesis de Myléne Gaulart.
China me aparece como el país de lo impredecible. Evito criticarla porque sus intereses nacionales, independientemente de la ideología, son incompatibles con la ambición ilimitada de EEUU. El choque entre Washington y Beijing es,creo, históricamente inevitable.
Y para mi el imperialismo estadounidense es el gran enemigo de la Humanidad.
V.N de Gaia,11 Diciembre de 2014
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* Mylène Gaulart, Karl Marx à Pekin- Les Racines de la Crise en Chine Capitaliste, Editions Demopolis, 260 paginas, Paris, 2014