Las mujeres somos más de la mitad de la población. Aunque somos mayoría y tenemos un enorme potencial, también somos quienes más sufrimos las consecuencias de la discriminación y la desigualdad. Vivimos y soportamos el dolor de la guerra: cada muerto, cada preso es nuestro hijo o el vecino que va al combate; los parimos nosotras las que somos madres. No importa en qué bando esté el que cae ni si el argumento sea defender a la propiedad privada de una elite que se enriquece, ni si la baja es de la subversión que lucha por la liberación de la opresión burguesa, ellos son hijos e hijas, parientes, amistades de quienes habitamos este país. Todo lo que afecta al conjunto nos afecta enormemente a nosotras. La paz debe hacerse a la medida de la sociedad toda.
Ni qué decir de los sufrimientos por la miseria, ni por los sueños frustrados causados por las políticas o por las ideologías de explotación que someten a las mayorías, ejecutadas por quienes gobiernan y se apoltronan en el poder. Justifican la guerra y la imponen, forzando criterios acuñados supuestamente en defensa de la democracia, que es la democracia para los mismos que disfrutan de las mieles del poder, los mismos que nos han llevado a esta horrenda diáspora social, de violencia oficial que acabó con la familia, con la confianza en el vecino y con el amigo, que nos judicializó en cada paso de la vida que antes compartíamos y nos conminó a un laberinto de desconfianza del que no hemos encontrado salida en más de 60 años.
Somos las mujeres una parte trascendental de la vida, de la familia y de la sociedad; todas las alegrías, las tristezas y las frustraciones que tengan nuestra descendencia y familiares cercanos son parte de nuestra existencia, y tenemos que luchar por los cambios positivos que requiere la sociedad.
Los obstáculos no son la razón para renunciar, independiente de todos los desazones: violencia, desigualdad, sometimiento y discriminación, aún tenemos muchas inquietudes, aspiraciones, sueños, deseos de progreso que persiste en nuestro ser y nos impulsa en la búsqueda de un futuro mejor.
Al escuchar las opiniones diversas de las mujeres víctimas del conflicto, no nos queda la menor duda que es la inequidad existente, una de las razones contra las cuales hay que luchar. Los ejemplos expuestos son bastante dicientes y nos muestran la imperiosa necesidad de hacer que las cosas cambien por el bien de todos y todas. Y es por ello que nuestro pueblo, la gente que nos apoya, que considera vigente nuestra lucha, confía en que juntos lograremos los cambios con justicia social.
Son ampliamente conocidas las difíciles condiciones en las que tiene que batirse nuestro pueblo, pero especialmente la mujer para sobrevivir, conseguir el sustento y forjar su futuro, nada o muy poco ha cambiado. Las mujeres cabeza de familia madrugan más que nadie para dejar organizada la comida, aseado el hogar, despachados los hijos, esposo o a los trabajadores si se tienen; en condiciones muy difíciles van a realizar las faenas diarias y al regresar a casa no descansan, continúan con las actividades que las convierten en el «ama»: cocinar, lavar, coser, planchar, sembrar la huerta y atender su familia.
Otra situación de nuestra realidad es que en muchas regiones la tenencia de la tierra corresponde al hombre, por ello si él fallece o se va, la mujer queda desamparada y todo el esfuerzo y trabajo que ha invertido; lo pierde. Si deben emplearse en cualquier tipo de actividad laboral, sus sueldos siempre serán los más bajos a pesar de realizar la misma actividad que ellos. Las medidas que se han tomado en muchas partes para mejorar la situación, se han quedado en los apuntes de los legisladores, pero en la vida diaria no se aplica, su trabajo no se remunera equitativamente, las despiden porque se embarazan y se violan los derechos a licencias prenatales y post natales.
Se nos dice que somos sensibles, cordiales, aprensivas, ansiosas, que somos las dadoras de vida, esa es una particularidad muy grata que nos identifica como mujeres, pero no nos aleja de la realidad en que vivimos y en la que forjamos nuestros sueños. Nada se nos ha dado sin esfuerzo, nos ha tocado luchar para conquistarlo y nos toca seguir luchando; por eso para nosotras lo importante es la paz con justicia social con reconocimiento económico, político y social con igualdad de derechos y oportunidades.
Solo en la medida en que luchemos juntos, todos y todas, y unamos nuestros intereses con los de toda la población colombiana, sumándonos cada hombre y cada mujer, el pueblo en general, construiremos con la fuerza y la sabiduría la Nueva Colombia que anhelamos, porque la patria que queremos construir será la de todas y todos.
El hecho de silenciar los fusiles, por sí solo no resuelve las grandes diferencias existentes en una sociedad como la nuestra. La principal garantía es lograr un nuevo clima de convivencias ciudadanas concertadas con la sociedad, de paz con justicia social, o sea profundizando la lucha contra la desigualdad, inequidad y miseria. Creada esa situación, la mujer podría junto al campesinado, estudiantado, clase obrera y demás sectores productivos de la sociedad, ir alcanzando nuevos estadios de desarrollo en una Colombia que avanza hacía la armonía e integración social de un país que busca alcanzar la paz.
La sociedad en su conjunto se vería favorecida con la implementación y cumplimiento de los acuerdos suscritos en La Habana, que son las reivindicaciones de los más necesitados y la posibilidad que se provea a toda la sociedad de las herramientas de desarrollo y tecnología para ser un país pujante, cuyos beneficios sean para el pueblo y se logre espantar la terrible inequidad e injusticia que ha sido y sigue siendo la base de la lucha popular.
Un país cuyos habitantes tengan plenos derechos, oportunidades y beneficios en todos los ámbitos: educación, vivienda, salud, alimentación, tierras, trabajo, equidad, remuneración y el derecho a vivir, ese es y seguirá siendo el sueño de paz de la mujer colombiana.