Por estos días camino la ciudad con un amigo argentino. Andando La Habana respondo la lluvia de interrogantes del visitante. A mi amigo le llama la atención las cosas más inusitadas. Le saca fotos a todo. A los grafitis revolucionarios, a los niños jugando en las calles porque dice que le da nostalgia pues su generación fue la última que, de chicos, salían a la vereda a jugar sin preocupación a la violencia; a las vidrieras, bodegas, y otros espacios públicos de los barrios, donde se dejan ver las síntesis biográficas de los candidatos a delegados a las Asambleas municipales del Poder Popular. “No sabés Kalo, la locura e infamia en mi país en tiempo de elecciones. Mucha publicidad y promesas para que, cuando salgan, se roben todo y se olviden del pueblo. Y nada de ver postulado a un estudiante o a un policía o un médico como he visto aquí”, me comenta el joven forastero sofocado por el calor, en una parada momentánea de la caminata.
Fue entonces que, una de las escenas diarias que nunca me llamaron la tención como motivo gráfico, terminó en una instantánea. Y es que la mayoría de los cubanos, tras medio siglo de resistencia, nacimos y coexistimos con tantas conquistas ya incorporadas y que, a su vez, son en el mundo al revés, que pasamos por ellas y muchas veces nos son comunes, desapercibidas, subvaloradas.