En este país las ilusiones han sido tantas veces frustradas que quien más quien menos procura andarse con tiento ante las buenas noticias. La experiencia ofrece muchos consejos y la gente sabia suele tenerlos en cuenta, pero lo peor que le podemos hacer a este pueblo es permitir que la prudencia nos convierta en cobardes. No es momento de sentarse a esperar que un nuevo tiempo llegue con las golondrinas: cuando de la libertad de un pueblo se trata, la primavera nunca viene por su cuenta.
Una y mil veces podemos tropezar y dar con los huesos en el suelo. Ha ocurrido y sin duda va a volver a ocurrir. En el mundo real la vida escuece y la política no es un sereno jardín, sino una selva despiadada. Los pueblos no suelen darse de bruces con su libertad a la vuelta de una esquina. Ninguna nación sometida recibió jamás una declaración de independencia en un paquete con lacito rosa. Mientras escribo, mucha gente sufre, mucha gente llora, muchas personas sienten cómo se les clava en las carnes eso que a veces con frialdad llamamos conflicto. Ésa es la realidad, donde las bellas palabras no prenden fácilmente. En la dureza del día a día de miles de ciudadanas y ciudadanos de este país no hay demasiado espacio para la retórica y va a costar que se pase del escepticismo a la ilusión. Pero eso es precisamente lo que hay que lograr, porque la desazón y el desánimo son los instrumentos de la estrategia para anular nuestra sociedad, hipnotizarla y convertirla en un pueblo zombi, sin alma, sin sueños.
Hay camino. Siempre lo encontramos, aunque las zarzas nos arañen y nos hagan aullar. Esta vez lo han ocultado más que nunca, pero hemos dado con él. Y, aunque demasiadas veces nos preguntemos cuándo perderemos la fea costumbre de tropezar en la misma piedra, sabemos mucho más que hace cinco, diez o veinte años. Sabemos, por lo menos, lo suficiente para no permitir que nadie quiera congelar nuestras ilusiones.
Sin esperar, sin perder la esperanza. Una de las cosas que hemos aprendido es a dejar de esperar. No es que hayamos perdido la esperanza; más bien todo lo contrario. No queremos estar a la espera, pese a lo mucho que esperamos de nuestro pueblo. Recuperando la inspirada expresión de Marc Legasse, hemos logrado pasar de contrabando al siglo XXI a Euskal Herria, y esto no es poco, porque significa el fracaso de quienes llevan mucho tiempo pretendiendo que este pueblo sucumba a sus afanes «modernizadores». Pero va siendo hora de que el reloj de nuestra libertad deje de marcar menos cuarto.
Las noticias se suceden. Algunas son buenas. Otras son horrorosas. Se anuncian nuevas andanadas: con medios policiales se pretende negar la política. No quieren cambiar de banda sonora. Entretanto, surgen iniciativas populares que demuestran la vitalidad de uno de los pueblos mejor vertebrados de Europa. Aquí las hélices represivas-asimiladoras han quedado una y otra vez atrapadas en las redes de relaciones personales forjadas a lo largo de muchos años de sociedad no asfixiada por los estados. Los movimientos sociales y el pensamiento crítico han sobrevivido al tsunami consumista-conformista y nos han convertido en uno de los pueblos más avanzados del continente. Tanto que hasta el PNV, fundador de la democracia cristiana, ha tenido que cambiar sus posiciones para no quedar al margen de la realidad social. Y no me refiero sólo a nuestros derechos nacionales. No es casual que nuestro pueblo brille con luz propia en el mapa de la resistencia a las nuevas agresiones neoliberales.
Nuestra sociedad ha cambiado. Las trasformaciones no son lineales y pueden parecer contradictorias, pero marcan una dirección: el cambio es posible, se dan condiciones sin precedentes en los últimos años, pero hacen falta nuevas fórmulas para hacer frente a los estados allí donde son más débiles, esto es, en la confrontación política.
De Bruselas a Euskal Herria, pasando por Madrid y París: entre la demanda de democracia y la estrategia del miedo. Algunos medios de comunicación y agentes políticos españoles y franceses han preferido hacerse los suecos ante la declaración de personalidades mundiales acerca de eso que suele llamarse el conflicto vasco. Se les ha atragantado y han querido escupirla hablando de la demanda a ETA mientras ocultaban lo demás, pero la significación política de esta declaración no va a poder ser silenciada tan fácilmente. Y lo saben.
El aval internacional a un nuevo proceso es de una relevancia imposible de ocultar. Por supuesto, se dirige a ETA, como el texto señala explícitamente, pero no sólo a ETA. No es fácil lograr que personas como las que firman ese texto se posicionen públicamente mientras los gobiernos español y francés apuestan por la acción policial y cierran todo espacio político de diálogo. Esta es una de las razones por las que la obsesiva cerrazón franco-española debe verse como síntoma de debilidad e intento de resistirse a unos cambios que cada día están más cerca. Miedo a la libertad, miedo a la democracia.
Democracia significa algo tan subversivo que los enemigos de las libertades se llenan la boca con ella mientras la mutilan y, si pudieran, no dudarían en volver a dejarla sin vida. A fin de cuentas, del ADN de la democracia orgánica franquista no puede esperarse gran cosa.
Cuando los estados se apropian de la democracia para negarla al pueblo, cuando los nacionalismos de estado la utilizan para negar los derechos de las naciones que mantienen sujetas por la fuerza, reivindicarla es pura rebeldía.
Por eso es momento de hablar de democracia, de construirla, de debatirla y, sobre todo, de hacerla realidad. Euskal Herria necesita democracia, necesita tener el poder, el poder de decidir, de elegir, de autoorganizarse, de relacionarse con los demás pueblos del mundo. Euskal Herria necesita decidir en libertad, elegir entre todas las opciones. Para que esto sea posible, muchas cosas deben cambiar y será la sociedad la que lo haga posible, porque quienes le niegan esa posibilidad no tienen ninguna intención de cambiar de actitud.
Su intención es la misma, pero saben que su debilidad se acentúa con cada paso que se vive en Euskal Herria. Vamos hacia nuevos escenarios en los que la estrategia represiva, por más que acelere, va a patinar más incluso que ahora. La confrontación no va a desaparecer, porque no hay condiciones para otro modelo de relaciones con unos estados que ni siquiera reconocen que existimos. Pero esta confrontación está ya de hecho cambiando, tendrá otras formas y se basará en otras estrategias.
Las bases de la izquierda abertzale han debatido sobre todo esto ante la mirada atenta de la mayor parte de la sociedad. Otros agentes, algunos de los cuales defendían hace unas décadas el estado de las autonomías o concebían una «Euskadi» de tres provincias han ido formulando nuevos discursos y han modificado su estrategia mientras miran hacia el horizonte de la independencia. Aunque algunos todavía no se hayan dado cuenta, esa «Euskadi» es pasado, mientras Euskal Herria se abre camino.
Mirando a la independencia y otro modelo social. Allá, puede que no tan lejos como podría pensarse, está la independencia. Para llegar a ella hay que lograr el reconocimiento como pueblo y la libertad de elegir nuestro futuro. El camino se hace mirando a tierra, pero también con el objetivo como referente. Esta semana que sucedía a unas grandes movilizaciones unitarias en contra del neoliberalismo se ha abierto con la declaración de Bruselas y se cerrará con un Aberri Eguna multitudinario en su convocatoria y en su desarrollo, que subrayará el horizonte de la independencia frente a los proyectos de los nacionalismos español y francés.
Ahora habrá que ver si todos aquellos que tienen responsabilidades concretas están a la altura de las circunstancias. Suena a tópico y lo es, pero también es lo que nuestra sociedad mayoritariamente desea que ocurra y ese deseo es una de las principales palancas del cambio.